Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

27/5/09

RELATO 8 DE ELENA PENTINEL DE LA CHICA

CASTRACIÓN

Lo que más le gustaba de estar allí sentado, contemplando a su madre de espaldas, que trajinaba de un lado para otro entre cacharros y fogones, con su sencillo y holgado vestido azul era la sensación de retrotraerse a su infancia. No porque para él su infancia fuera ese paraíso perdido en que tanto insisten todos en creer, para nada, más bien, en cierto modo, había sido un poco pesadilla hiperrealista (“Gafotas, empollón, ¿a que te parto la cara? Espérame a la salida, marica”). Era simplemente la sensación ya tan lejana de hundirse dentro de sí mismo y encontrarse como protegido bajo el ala del ruido del trajín en la cocina. Como si simplemente pudiera estar ahí sin ser nadie, sin que nadie le pidiera explicaciones. Sólo tolerado ahí en la pequeña banqueta, sin justificarse. La observaba soñoliento y le costaba reconocer en aquella mujer algo encorvada, de carnes ya fláccidas y andar pesado a la espigada mujer de vestido ceñido y zapatillas altas que un día se derramó el café hirviendo de la cafetera recién retirada del fuego sobre el pecho y cuyo único gesto fue buscar el monedero y mandarlo a la farmacia (“Anda, ve y pídele al farmacéutico algo para las quemaduras”. Él observaba horrorizado la piel a trizas, las ampollas que emergían a través del escote). Mientras se dirigía allí sólo pensaba en que quería ser como ella a la vez que sentía unas irresistibles ganas de llorar por ella, o también por él mismo.
Sorbía poco a poco su café recién hecho, y los olores de distintos platos emergían de las cacerolas y sartenes. Ella siempre cocinaba varias cosas a la vez, iba y venía, recogía, desordenaba continuamente la encimera de la cocina. Parecía una investigadora química concentrada en sus preparados explosivos. Era discreta –pensaba él mientras apagaba la colilla de su tercer cigarrillo en el plato del café- , ni siquiera le había asediado con la consabida pregunta (“¿Hay algún problema con tu mujer?” “¿Os vais a divorciar” o ¿para qué has venido?). Sólo le besaba levemente la mejilla, le hacía pasar, le sentaba en la cocina y le preparaba cualquier cosa. Ni siquiera se inmutó cuando él le hizo la pregunta. ¿Podría quedarme en mi antigua habitación por unos días?:
-En el arcón de los pies de la cama hay sábanas limpias, ve sacándolas que luego las coloco. También hay sitio en tu armario.
Mientras sorbía el café meditaba en cómo explicaría –si alguien, su padre, por ejemplo, o, más probablemente, su hermana, pedía explicaciones- por qué había llegado hasta allí, por qué se sentía como un edificio a punto de ser demolido, por qué tenía la sensación de que alguien, alguien intolerablemente indiferente, jugaba a los bolos torpemente con su alma: ya sólo quedaban uno o dos en pie, en el mejor de los casos, los demás bolos habían ido cayendo uno tras otro ante su asombrada mirada. Cada una de esas caídas él la consideraba un pequeño fracaso, un golpetazo seco en su interior. Quizá lo mejor fuera dejarse llevar en el último golpe, rodando con la última y ruidosa bola de madera.
Recordaba los días en que conoció a Ángela, allá por los años de la universidad. Ella era una estudiante concienzuda y denodada, y, en cambio él posaba de improvisador y algo bohemio, quizás para ocultar su incompetencia para la seriedad y los planes. Siempre había creído internamente que Ángela apostó por él como un valor futuro, confiando en su intelecto y su anárquica inteligencia. Pobre Ángela, apostó por el caballo perdedor, que se joda. (“Tus poemas son de una rara perfección”, “Tienes una sensibilidad portentosa pero has de trabajarla”). Desde entonces había aprendido a desconfiar en los halagos. “Mala cosa”, se decía ante alguien esforzadamente admirativo. En cambio, ella saltaba de congreso en congreso, recorría presentaciones de obras maestras y definitivas, alternaba con los mayores intelectos del país y del extranjero, se atareaba entre la pantalla del ordenador y sus libros hasta la madrugada. Justo la noche antes él se sintió un poco náufrago en el sofá del salón, con el mando del televisor en la mano, cambiando constantemente de canal y con las seis latas de cerveza que había engullido adornando la alfombra y la mesita.
-Ángela, ¿te queda mucho? Es la una y media. Creo que ya podríamos visitar la cama.
-Vete tú, yo voy ya mismo. Tengo que ultimar la ponencia de mañana y trabajar en las conclusiones.
Ella se ajetreaba, enfrascada, entre folios impresos, tomos abiertos y señalizados debidamente con post-its de letra abigarrada. El teclado resonaba a cada tanto en el silencio de la noche de forma compulsiva. Él se había intentado sumergir en el grotesco griterío que surgía de la pantalla. Había sintonizado uno de esos programas indefinibles en que unos se espetan a otros los mayores insultos y procacidades y todos quedan tan amigos. Quizá intentaba extraer alguna conclusión de todo ese alboroto pactado. O quizá sólo se regodeaba en lo bochornoso y lo morboso del asunto. Quién era él para juzgar a nadie. Podía identificarse perfectamente con ese joven amante-gigoló que recibía con media sonrisa chillonas recriminaciones sobre su comportamiento inmoral. El caso es que le divertía. Pero lo que más le entusiasmaba era haber logrado desconcentrar a Ángela, que echaba miradas despreciativas no sabía bien si a él o al televisor.
-¿Qué pretendes viendo esa basura? Seguro que intentas molestarme.
-Podrías pensar de vez en cuando en que toda mi vida no se dirige hacia ti, cariño.
-No te pongas borde. Sólo quiero que me dejes trabajar. Esto es importante. ¿Desde cuándo no escribes nada, por cierto?
-Siento desilusionarte, pero creo que estoy “castrado” creativamente (“El escritor castrado” se llamó una de las últimas conferencias de Ángela, que versaba sobre la dualidad lenguaje/silencio en el escritor posmoderno). Ya hace mucho. Me asombra que lo hayas notado.
-Déjate de chorradas. Lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar de una vez. Ahora ya no tienes excusas. Dejaste tu empleo por eso, ¿no?
-No seas benévola. Me echaron. No vendí ni un solo seguro en un semestre. Aquel mundo me apasionaba en realidad.
-Ya has logrado desconcentrarme. No creo que sea el momento de tratar esto. Ya lo hemos hablado y no llegamos a ningún sitio.
-Yo sólo quiero llegar a la cama y a ser posible dormir.
Ella volvió a enfrascarse en su mundo iluminado por la lamparita. La imaginó en una pequeña isla de luz, que la encerraba y la confinaba en su círculo luminoso. Nunca saldría de allí. Sintió pena, no sabía exactamente de quién. ¿De ella, circundada por el mar en su islote? ¿De él, con los pies sobre la mesa, la camisa arrugada e hinchada por la barriga llena de cerveza? ¿De aquel pobre diablo que relataba cómo lo hacía con una octogenaria después de esnifar coca?
-Ángela. Vente conmigo a la cama, o aquí al sofá. Lo necesito.
-No es hora. Tengo que madrugar. El viernes puedo tener la noche libre y preparamos algo y así nos ambientamos un poco.
-Te lo digo en serio. Y ya sabes que no suelo hablar en serio. ¿Cuánto hace que no hacemos el amor?
- Exageras. Poco más de una semana. Cuando vine del congreso de Berlín ¿recuerdas?
-El congreso, sí. ¿Iba sobre la castración,no?
-No seas gracioso. El viernes, en serio.
-Apúntalo en tu agenda para que no se te olvide. Tengo una cita con mi insomnio. Hasta mañana. No hagas ruido al ducharte. No creo que madrugue.
-Buenas noches, cariño. Necesitas relajarte un poco.
Ángela apartó la mirada definitivamente y se puso a teclear alguna idea brillante.

Se levantó del taburete y le dijo a su madre que se echaría un rato en la habitación, que no había descansado mucho últimamente. Al entrar, le invadió una atmósfera de pasado como conservado en formol. Hacía mucho que no abría aquella puerta. Todo le recordaba casi idénticamente sus rutinarias vivencias de adolescente. Aún colgaban de las paredes los anacrónicos y patéticos pósters de sus grupos preferidos, su raqueta de tenis, con la que nunca consiguió ganar un partido, los desvencijados estantes cargados de libros de bolsillo, poesía sobre todo (malas traducciones sobre todo), pero también novela y ensayo. Entonces creía poder encontrar en ellos respuestas a las inocentes preguntas de su juventud. Ahora tenía claro que aquello era un mito, y no pudo evitar con media sonrisa irónica compadecer a aquel muchacho que había sido. Le repelía y a la vez le relajaba aquella estancia que parecía fuera del tiempo y del espacio al que hasta esa misma mañana había pertenecido. Estaba como envasada en un bote de melocotón en almíbar. Con su misma consistencia pegajosa. Era la habitación mínima de un piso mínimo en un bloque de pisos de los suburbios de una ciudad cualquiera. Y comprendió su pequeñez en el mundo. Y recordó su primera visita al espacioso piso de los padres de Ángela, todo claridad, refinamiento, elegancia. En los barrios caros del centro de la ciudad, donde los vecinos hablan de la última exposición, la última obra de teatro a la que asistieron, y se saludan educadamente en el ascensor y jamás se apoyan en los poyetes de las ventanas y siempre hablan sin elevar la voz. Y sonríen continuamente. Su madre jamás había ido a una exposición. Sus vecinas llamaban a voz en grito desde el balcón a sus hijos que jugaban en la calle (“¡¡¡Juliáaaan!!!, que subas ya te he dicho, que te mato”). Pensó fugazmente que quizá fuera un resentido social.
Se tumbó en la estrecha cama desordenando la colcha de rayas, modelo supermercado y cerró los ojos con fuerza. Sabía que no lo conseguiría, que no dormiría tampoco ahora. Había tanta basura martilleándole en la cabeza que le parecía percibir hasta su olor fétido. Los pensamientos eran como las hormigas, que una vez que invaden tu casa puedes pisotearlas, fumigarlas pero vuelven una y otra vez a aparecer por los rincones, debajo de los muebles. Y su hormiguero era imparable. Volvía a escupir hormigas.
Se levantó aquella mañana del cumpleaños de su hijo decidido a abrir el portátil y ponerse a escribir. Lo que fuera, tenía que agarrarse al teclado como a un clavo ardiendo. Desde que se fue de su miserable trabajo en la compañía de seguros para tener tiempo de escribir y leer a sus anchas (“¿No cree que no se está empleando a fondo en su dedicación a la empresa? Su rendimiento deja mucho que desear”. Recordó un portazo y una carcajada), desde que decidió dedicarse sólo a la literatura y a nada más se sentía como un cauce seco esperando la estación de las aguas. No había cómo. Dejó de interesarle escribir nulidades pedantes para nulos pedantes más interesados en sus propias interpretaciones que en disfrutar de la lectura. ¿Para qué escribir? Se preguntaba inconscientemente a cada rato. Resultado: parálisis total. Había caído en ese sarcasmo hacia uno mismo que hunde en el abismo de la indiferencia y de la pasividad más absoluta. Pero aquella mañana, recordó, se sentía extrañamente optimista, raramente abeja laboriosa. Quizá fuera por el cumpleaños de su hijo. Quince años. Toda una barrera generacional. Su regalo podría ser eso: que viera que su padre no era el inútil bebedor de cerveza que se traga película tras película, libro tras libro retrepado en el sofá, que su padre había sido y seguiría siendo un creador, secundario, pero creador al fin y al cabo. En otro tiempo tuvo sus pequeñas pero cuidadas ediciones, que regalaba a los amigos. Lo que más le hería era la imagen de la madre, Ángela como erguida cariátide que sostiene en sus hombros el peso de la familia, el peso de la vida y del éxito. Con su simple orgullo y decisión le había ido hundiendo la vida, incluso frente a su propio hijo.
Antes de ponerse a escribir, decidió entrar un poco en internet para relajarse de la tensión ante la página en blanco. Miró el estado de cuentas, ojeó los titulares de los periódicos, miró el tiempo. Desde hacía meses le obsesionaba informarse compulsivamente del tiempo. Se detenía en las temperaturas, en la dirección del viento, en el grado de humedad, en la incidencia de los rayos uva. Se estaba volviendo un experto meteorólogo. Podría sostener toda una conversación en el ascensor, prescindiendo de los sosos “Qué viento hace hoy”, o “vaya, parece que se adelantó el verano”. Él podría sonreír a la joven vecina de abajo y sorprenderla con sus conocimientos: viento noroeste, para ser más exactos; o, esto es sólo un breve anticiclón, volverán pronto las lluvias, para el jueves en concreto. Y ella asentiría estupefacta. Volvió a la página en blanco y sintió que antes de escribir tendría que releer un par de citas. Buscó entre las estanterías sus libros favoritos: Whitman, Papini, Rilke, etcétera. Se abstrajo mucho rato recordando versos, recordando la lectura pasada de esos versos. Cuando levantó la cabeza sobre el volumen de Moby Dick vio que eran las doce y media. Hora de tomar algo. Se sirvió una cerveza y siguió leyendo. Cuando a las dos su hijo entró para avisarle de la hora de comer lo encontró eufórico, entre libros apilados, parlanchín y algo inestable en sus pasos. Cerró el ordenador. No había escrito una sola línea. La mirada de Ángela, al otro lado de la mesa le arrancó la alegría de un plumazo.
Lo que ocurrió esa misma tarde, en la reunión con los amigos y la familia, había conseguido ahuyentarlo de su mente a base de esfuerzo: las meteduras de pata, las risas a destiempo, el incontrolable bamboleo de su cabeza, el tono exaltado de su voz y la mirada condescendiente de sus contertulios. Ahí estaba sobre todo el gesto de desprecio de su mujer, de Ángela cuando despidieron a todos.
Se revolvió en la cama como si tratara de aplastar con su pesado cuerpo los destellos de sus recuerdos. Pero las hormigas volvían.
Esa mañana, después del pseudo-enfrentamiento con su mujer de la noche anterior (con ella todo era así, a medias, con sobreentendidos), había emitido un bufido de protesta hacia la puerta del baño, donde Ángela se cepillaba con disciplina cuartelaria y fuerza desmedida los dientes. Él no soportaba aquel ruido tremendo que empleaba en su higiene bucal. En realidad no soportaba ninguna de sus manías. Era minuciosa y ordenada hasta la náusea, todo lo hacía como si le fuera la vida en ello. En cambio él era un perfeccionista de otra especie, más bien negligente y satisfecho a ratos en su indolencia. Escuchaba claramente los agresivos brochazos con el cepillo, el correr del agua, las gárgaras con elixir, el choque del cristal contra el lavabo.
-Ángela, por favor, intento dormir un poco. ¿Podrías no rechinarme la cabeza con tus ruidos diurnos?
-Lo que faltaba. Al caballero escritor le molesta que su mujer madrugue, que se lave los dientes, que trabaje,...
Él se volvió hacia el otro lado en la cama y, de espaldas, le hizo un gesto de indiferencia con la mano. De repente, notó cómo las mantas y sábanas huían arrastradas hacia los pies de la cama. Ángela, con las mantas hechas un rebujo en los brazos, las arrojó contra la pared, le tiró un zapato a la cabeza y salió a grandes zancadas de la habitación. Lo primero que sintió él atenazándole la garganta fueron unas tremendas ganas de reír a carcajadas. La cara roja, congestionada y la mueca de desprecio de su mujer eran algo tremendamente cómico en alguien que siempre insulta con la finura de quien te toca con el florete de esgrima. Finalmente había reventado. Pensó que eso era demasiado esfuerzo, que él no reventaría, pero que se iría esa misma mañana de aquella casa de la que siempre se sintió un poco huésped, un intruso.
Recogió unas cuantas cosas en una mochila de su hijo, pocas cosas, realmente demasiadas pocas cosas para el tiempo que llevaba en aquella casa, con aquella mujer, con aquella vida. Algo de ropa, sólo un par de libros, sus cosas de aseo. Dudó si coger su portátil, algún disco, pero tras echar una mirada alrededor a su lugar de trabajo (“paradójico, un lugar de trabajo en el que nunca llego a trabajar”) cerró la puerta tras de sí sin llevarse nada. Mientras iba y venía por la casa reflexionó sobre lo prescindible que todo le resultaba. Años y años acumulando, libros, objetos, recuerdos, mezquindades, y podía marcharse sin todos ellos, no le hacían falta en absoluto. Empezó a silbar con la sensación de haberse quitado un fardo de encima, todo el peso que le cargaba los hombros y la espalda como si llevara constantemente alguien montado en lo alto. Se sintió inusualmente ligero.
Cuando atrevesaba por el recibidor en dirección a la puerta una imagen fugaz le hizo detenerse. Miró hacia la cómoda y observó el pequeño reloj junto a las fotos de familia. Estaba parado. A las doce y cinco, ya no sabía si del mediodía o de la medianoche. Llevaba años así, hasta donde le alcanzaba el recuerdo. Aquel reloj había sobrevivido con su inmovilidad obstinada al afán controlador de Ángela. Pensándolo bien, era inexplicable que hubiera tenido la libertad de permanecer tanto tiempo así. Su silencio, su sustracción al correr del tiempo y de la vida le hizo verlo como un objeto rebelde, independiente. Se dio cuenta de su enorme simpatía hacia aquella esfera muda. Lo echó en su bolsa de viaje y cerró la puerta con un portazo alegre.
Se incorporó de un salto en su antigua cama. Colocó su escasa ropa en el armario, el reloj parado en la mesilla y salió por el estrecho pasillo hacia la puerta de entrada. “Ahora vuelvo, mamá, daré una vuelta por el barrio”, “sí, volveré para la cena”. Bajó las escaleras dando saltos y se dirigió hacia el bar de la esquina, que llevaba allí como un árbol centenario e inevitable desde que tuvo uso de razón. Se acomodó en un taburete junto a la barra, después de los saludos y reconocimientos (“Hombre, ¿cómo tú por aquí? ¿visitando a la familia?”, “Cómo has cambiado desde que no te veo”, etcétera.) y pidió una cerveza fría. Instintivamente, sin meditar, cogió una servilleta del servilletero de al lado, sacó un bolígrafo del bolsillo y empezó a emborronarla con algunos versos.
Cuando salió, tres horas después de aquel bar, llevaba dobladas en la mano dos decenas de servilletas con unos cuantos borradores de poemas y en la cabeza una buena idea para un futuro relato. Se dirigió hacia la casa de sus padres pensando en los huevos fritos con chorizo que le habría preparado su madre. Se sentía un poco ave fénix y un poco cuarentón ridículo, buena mezcla.

9 comentarios:

  1. Uno de los mejores relatos en estilo y prosa de todos los que he leído de alumnos de taller. Te manejas perfectamente sobre el papel; dibujas unas imágenes geniales con tus metáforas ingeniosas y sutiles; tienes un dominio inmenso con el vocabulario (he tenido que buscar en el diccionario 3 o 4 palabras para no perderme ni una gota de la esencia del relato), y en general tu prosa fluye de manera delicada y elegante en el relato, pero el castillo que has construido se cae estrepitosamente en los diálogos.

    Es algo en lo que me fijo mucho, quizás demasiado, pero es una parte del relato donde caemos como moscas los que escribimos, y en este caso (en mi opinión) tu no has sido la excepción.

    Así como te comenté la fluidez de tu prosa, también tengo que comentarte lo estáticos que resultan tus diálogos; monótonos, fríos, incapaces de ser dichos en una conversación real, sino simples marionetas o autómatas, armadas para el relato:

    <<-Ángela, ¿te queda mucho? Es la una y media. Creo que ya podríamos visitar la cama.

    -Vete tú, yo voy ya mismo. Tengo que ultimar la ponencia de mañana y trabajar en las conclusiones.

    -¿Qué pretendes viendo esa basura? Seguro que intentas molestarme.

    -Podrías pensar de vez en cuando en que toda mi vida no se dirige hacia ti, cariño.

    -No te pongas borde. Sólo quiero que me dejes trabajar. Esto es importante. ¿Desde cuándo no escribes nada, por cierto? >>

    Eso por citar algunos ejemplos.

    Quizás sea cosa mía lo de los diálogos, pero cuando lees un relato de algún autor extranjero (Loorie Moore, por ejemplo, se maneja muy bien con ellos), enseguida notas la diferencia y piensas: "Joder, que bien ha capturado ese autor/a la esencia de la conversación. Si parece como si estuviera viendo el relato delante de mis ojos y los personajes hablaran". Sin ningún tipo de ánimmo de ofender, cuando leí tu relato, al llegar a los diálogos, vi claramente el micrófono del estudio de grabación, y los cables de las cámaras.

    Otra diferencia entre los autores extranjeros y los relatos españoles que he podido leer (he leído cientos de relatos españoles, sobre todo de los ganadores de concursos de relatos), hay una diferencia abismal, porque nosotros nos centramos más en capturar el sentimiento, los pensamientos que pasan por la cabeza de los personajes, y nos olvidamos de la acción, de que el que lee un relato, además de querer saber lo que piensan los personajes, tamibén quiere que haya movimiento, encontronazos, enfrentamientos, etc, cosa que sí hacen de manera perfecta los autores extranjeros. Básicamente hacen eso, contarte una historia, y de fondo los pensamientos de la gente. Nosotros normalmente contamos un conjunto de pensamientos, y de fondo narramos una historia, pero levemente, como de manera secundaria.

    Un saludo y muy bueno y currado el relato :)

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  2. Gracias, Javi. Te agradezco enormemente tus comentarios elogiosos. Bueno, incluso más los que no lo son tanto. Efectivamente, los diálogos no son mi fuerte, me cuesta Dios y ayuda escribirlos y eso parece que se nota. De todas formas, había intentado en este relato mostrar no una conversación cualquiera sino un diálogo entre personajes cultos que se zahieren con la ironía. Parece ser que no es verosímil, pero se puede hablar en ese tono burlón o sarcástico, supongo. Pero me consta que tengo que trabajar en eso, por supuesto.
    Sin embargo, no estoy de acuerdo con tu visión de la literatura americana en relación a la española. Creo que muchos autores españoles y sobre todo hispanoamericanos manejan con maestría el diálogo y la acción.Son innumerables los ejemplos. Pero tampoco creo que ese sea el "ideal" de relato. Hay tantas variedades como escritores. A mí personalmente me interesa má crear una atmósfera o perfiar unas ideas o un personaje antes que ceñirme al realismo de las acciones. Es una opción estética.
    Por cierto, en ese sentido, los diálogos del relato de Lorrie Moore que vimos en clase son bastante sofisticados y poco "naturales", creo.
    Te agradezco de nuevo tus ideas. (A ver si te quedas después de clase a la cervecita y charlamos)

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  3. Perdón por aparecer como "anónimo" pero no sé por qué la página no me permite poner mi nombre.

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  4. Entiendo que tu intención fuera la de crear diálogos inteligentes e incisivos, pero creo que se quedaron en el limbo entre lo estrictamente frío-formal y lo coloquial, ya que no son ni uno ni lo otro.

    Sobre el tema de los autores españoles creo que se podría discutir en un bar hasta poder agotar su suministro cervecero xD y no haber acabado. En mi comentario de antes no me refería a los escritores que lo hacen en español,en general, sino a los nacidos en España. Y todo esto te lo digo desde el pequeño mundo de la literatura que conozco, lo que es una visión muy subjetiva. Quizás no haya conocido a los autores adecuados para motivarme, pero a día de hoy es lo que pienso.

    Todo esto es también comparable con las series americanas/españolas. Si te paras a mirar con atención los diálogos de las series, incluso de comedia estilo "Friends", verás la gran diferencia que existe con series tipo "Los hombres de Paco" y demás de ese estilo. No estoy criticándolas que yo soy el primero que me río con las series españolas, sólo me refiero a la forma del diálogo. En Friends tenemos un humor irónico, agudísimo, sin necesidad de caer en el chiste fácil o escenas tipo: "le tiro una tarta de nata a la cara para que nos riamos".

    Con las películas...¿que puedo contar que no sepamos? Coges a una buena película americana/extranjera( sé que es muy difícil porque malas las hay a montones, pero alguna que otra hay), te fijas en los diálogos y luego la comparas con una española. Cualquier director extranjero de una superproducción nos hace el más mínimo guiño en la película y ya estamos haciéndole la ola ¿A cuántas películas españolas les hacemos la ola? Normalmente (no en todas, pero en una gran mayoría) durante casi toda la peli pensamos: "Joder, mira que ya lo sabía, pero soy idiota y aún asi entro a ver una española" mientras miramos el reloj y nos conformamos con saborear las palomitas (si no tienes ni eso ya estás jodido).

    En el relato de Lorrie Moore hay diálogos geniales. Por ejemplo después de que Pinky parara el coche y besara a Odette, ésta le dice:

    <<-Esto no lo hacemos en Nueva York -comentó Odette con un carraspeo. Se aclaró la garganta.
    -¿No? -Pinky sonrió y le puso una mano en el muslo.
    -No, es...los cajeros automáticos. Sólo...esperas allí. Eternamente. Te pasas la vida entera-cortó el aire con la mano-allí.>>

    Genial. Vuelve a hacer referencia a los cajeros automáticos. Diálogo directo al centro de la diana y muy efectivo. Nadie hablaría así en una cita (no, ni los americanos), pero así es como nos lo presenta y, en mi opinión, queda bastante bien, porque tampoco se trata de poner los diálogos exactos que diríamos en una conversación, con las muletillas, el "mira tío es que", "anda coño se me ha olvidado lo que te iba a decir", "me la suda", "¡qué cabrón!" , y muchos etcéteras más. Para mí todo eso ensuciaría el relato.

    Y para acabar, ¿eso de las cervezas lo financiará el profesor no?, que en el folleto del curso ponía claramente que: TODOS LOS MATERIALES SERÁN ENTREGADOS EN CLASE, y yo bebiendo agua mientras el resto cerveza no logro centrar mis ideas xD.

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  5. Con vuestro permiso o sin él entro en vuestra conversación. Me alegro, Elena de que te hayas vuelto a incorporar a los relatos en la red.
    Tu relato no me parece tan brillante como le parece a Javi, seguimos difiriendo (o como se diga). Y de él, los diálogos me parecen muy aceptables.
    Discrepo también de la idea de Javi sobre la literatura y el cine. El curso, como se puede apreciar, está totalmente sesgado hacia la literatura americana. Eso puede ser malo, que lo es, pero peor es teniendo en cuenta que se trata de los gustos del profesor. Creo que Elena, eres profesora de secundaria. O aunque no lo fueras lo entenderás, en clase de literatura o de arte, no es lógico ni decente hablar de los propios gustos... ese sería un tema a tratar, y que el temario verse sobre los gustos personales es mucho ya. Aparte de eso. Los americanos no es que escriban mal ni bien, todo depende de con quien se comparen. Entonces, si los comparas con Quevedo, Lope de Vega, Cervantes o Baltasar Gracián o Joyce pues son unos analfabetos. De hecho no existía america cuando el quijote (que lo tiene todo) ya era best seller. Sobre el cine americano, las mejores películas americanas están hechas por directores europeos (pero, claro, los americanos tienen las pelas). Y los americanos saben muy bien vender sus productos (Bienvenido Mister Marshall"), en eso son mejores que en sus mismos productos.
    Independientemente de quien escriba mejor o peor, también está el tema de los recursos lingüísticos. Cada idioma tiene su propia forma de ser, y el español no es menos. De hecho es uno de los más ricos en todos los aspectos.

    Saludos de el Zorro.

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  6. ¿Pero cuándo se convirtió esto en una pelea entre escritores españoles y americanos? Zorro, puedes citar todos los autores españoles de hace siglos que tu quieras, pero en la actualidad, ¿cuántos autores españoles de ahora tienen importancia internacional? Y es sin ánimo de buscar pelea, pero no me parece bien ni defender que los americanos son los amos del mundo ni el sentimiento de patriotismo que a todos nos domina alguna vez para decir que los escritores españoles son lo máximo.

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  7. Acepto completamente las críticas a mis formas de ayer. La cuestión no ha de ser de pelea. Ni tampoco la ´disyuntiva extranjeros vs españoles. Eso solo consigue entorpecer el diálogo. Posiblemente habría que llevarse el palteamiento al terreno de la estética. Me gusta tal obra o me gusta aquella otra, independientemente de la procedencia del autor. ESo creo que es más coherente.
    Tampoco la distinción entre vivos y muertos es relevante. Cervantes es un autor español actual.
    Saludos de el Zorro.

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  8. Estoy completamente de acuerdo en que los clásicos son autores actuales como los que más, de ahí su "clasicismo". Pero dejando de un lado a los grandes de otros tiempos (en los que la literatura española ha brillado, aunque a la misa altura que la inglesa, la francesa o la italiana -casi nada: las más grandes de Occidente- dejano al lado esta obviedad, quiero partir una lanza por la escritura en español, sin que ello signifique de niguna manera -Dios m libre- ningún tipo de nacionalismo chauvinista. Hay autores de muy gran altura actuales: Javier Marías, Francisco Ayala, Perucho, Espinosa, etc., etc. Del primero me permito recomendar, en cuanto a relatos, "Cuando fui mortal" o "mientras ellas duermen", dejando de lado sus novelas, que es lo mejor que se ha escrito en los últimos tiempos. Se trata de un autor ampliamente reconcido en l extranjero más que en España (el famoso cainismo), en varias ocasiones cerca del Nobel, y no es que esto sea tan importante).
    Por otro lado, me gustaría apuntar que ese estilo "americano" es uno más entre muchos y quizá se crresponda con una determinada visión de mundo que en modo alguno se corresponde con la europea. Me suena raro e impostura eso de llamar a mis personajes "Harry" o "Brian" para que la historia sea verosímil. Quizá es que la española es una cultura qe sigue sus propios derroteros, co su propio estilo (/s).
    Diertida polémica.
    Saludos de Elena

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  9. Anónimo1/6/09, 4:55

    no estoy para nada de acuerdo con la visión que da un compañero sobre los diálogos de este realto.
    Me parecen totalmente creibles y muy adecuados al contexto de dos personajes cultos y que mantienen una relación un tanto ácida y que, evidentemente, no son americanos ni tienen porqué expresarse como tales.

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