Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de Lucía García Cano

Marzo


Es la tercera carta que te escribo aunque para ti, Clara, será la primera. Las otras dos acabaron en cenizas, o al menos eso me dijeron los encargados de todo esto. Por aquí la cosa no va mal aunque hay días en los que mejor hubiese sido no haberme levantado. No quiero preocuparte pero esto no es tal y como nos contaron. Miguel está bien, creo que apenas se da cuenta de lo que ocurre -yo me encargo de ello-. Va a la escuela como hacía cuando estabas aquí y sigue siendo el más listo de la clase. Ya sabe leer y a veces hace como que te lee cuentos. Quería escribirte una carta pero yo le aconsejé que esperara un poco más, a sabiendas de que siendo profesora preferirías que tu hijo escribiese sin faltas de ortografía. Él aceptó y ahora se esfuerza mucho por escribir sin equivocarse. Si lo vieras Clara…Se sienta después de comer debajo del naranjo aquel del patio, -¿recuerdas? el de las hojas tan verdes- y lee y lee hasta que agotado se queda dormido. Cuando lo veo con sus libros me recuerda tanto a ti, con tus mismos ojos marrones, aunque de pelo castaño como yo y la piel clara como tu padre. Come como un condenado y crece por días. En lo que llevamos de año, le he tenido que arreglar tres veces la camisa y los pantalones porque se les queda pequeño. Cuando te fuiste me hacía muchas preguntas. No entendía bien porque te habías marchado. Intenté explicarle que a veces pasa estas cosas y que la vida no siempre resuelve como uno quiere. Le expliqué también que eras feliz allí –porque lo eres ¿no?- y que además, te necesitaban. Creo que no se quedó conforme del todo porque todavía, a veces cuando recuerda que no estás, enfurruña el seño como enfadado y sin comprender, pero poco a poco lo acepta.

Hace poco más de un mes, cuando bajé a casa de Aurora, la de la tienda de frutas, vi que algo había cambiado. Realmente no sabría decirte que era pero se respiraba un aire tenso. La gente caminaba como sin oxígeno y el día parecía lleno de neblina aunque fuese un día soleado. Hacía tiempo que no salía porque desde que te fuiste no veía el sentido a pasear, pero poco a poco las obligaciones acabaron empujándome a la realidad. Cuando llegué a la tienda vi que estaba cerrada. No había ningún cartel que explicara el porqué, ni tampoco estaba Encarna en la puerta con su puesto ambulante, como habitualmente cuando Aurora cerraba, para aprovecharse de la clientela que pasaba. Acostumbrado a ver nuestro pueblo lleno del gentío alegre, me asombraba mucho sentir el callado silencio de las calles tan sólo interrumpido por los pasos sigilosos de algunas mujeres enlutadas. Es extraño pero ya no hay corrillos en las esquinas, ni niños correteando tras la pelota, ni tampoco viejos que sentados en los fríos bancos miren al cielo y hablen sobre las temperaturas de los próximos días. No sé a dónde ha ido a parar la gente del pueblo pero cada día las calles están más solitarias. Las casas saludan con sus puertas cerradas y tan sólo corre un murmullo de vez en cuando preguntando por los desaparecidos o los negocios cerrados. Como te digo Clara, la cosa no es como nos la contaron.

Poco después de marcharte, vino a visitarme un señor enchaquetado que fumaba sin parar. Sabes que no me gusta que entren desconocidos en mi casa y entonces menos, pues tú acababas de marcharte y no estaba de humor para recibir a nadie. La casa llevaba sin arreglar varios días y presentaba un aspecto de lo menos acogedor. Miguel no estaba, se encontraba en la escuela, pero sus juguetes esparcidos por la sala le daban presencia. Aquel señor llamó a la puerta y yo desde la mirilla ya pude atisbar que nada agradable, y muchos menos divertido, venía a decirme. Me pareció serio y aunque su semblante denotaba seguridad, en su mirada relucía la inquietud. Me obligué a abrirle después de llamar de manera imperiosa varias veces. Ni saludó, Clara. Entró con energía como impulsado por una ráfaga de aire, casi sin querer, como obligado. Sé que en otra situación hubiese reaccionado de manera diferente, pero después de todo –tú ya no estabas- me quedé quieto con el pomo frío aún en mi mano y mirando como aquel señor que había interrumpido en mi angustia de hogar, le daba la última calada a su cigarrillo y lo tiraba al suelo aplastándolo seguidamente con su zapato. Entonces se volvió hacia mí y como si fuese yo el invitado me indicó que nos sentásemos. Yo no dejaba de mirarle. Creo que cansado de ver que no sería bien recibido, comenzó a largar el largo discurso que parecía traer aprendido, revolviendo en sus papeles a un mismo tiempo y mirando a uno y otro lado de la sala desordenada. Cuando acabó, me miró a los ojos, Clara, y me sonrió. Yo no entendía nada. Aquel hombre venía hablándome de unos seguros de vida, que al parecer la vida no te la devolverían si morías, pero podrías descansar en paz sabiendo que tus pertenencias estarían a buen recaudo. Aquello me pareció un gran absurdo y ni contesté. Nos quedamos un rato mirándonos fijamente y la expresión de su mirada se transformó. Yo seguí sumido en mi silencio pero me levanté y le abrí la puerta para que se fuese. El señor interpretó mi gesto adecuadamente y se marchó. Te parecerá una tontería, Clara, pero aquel hombre escondía algo. Cuando se fue, una extraña sensación se apoderó de mí, pero lo peor es que la última vez que nos miramos quise ver odio en su mirada.
Transcurrieron varios días hasta que una tarde cuando observaba a Miguel bajo el naranjo leer, lo vi de nuevo. Esta vez no me buscaba a mí. Yo estaba asomado en la ventana y pude verlo sin que él se percatara de que lo observaba. Se acercó a Miguel y comenzó a decirle algo. No pude escucharlo pero parecía algo comprometido porque Miguel parecía nervioso. Al cabo de pocos segundos, aquel señor se dio por vencido y se fue, pero antes le dio algo a Miguel. En cuanto se marchó, bajé a preguntarle a Miguel que le había contado. Me dijo que le había preguntado por Aurora y que le había dado una carta para mí. Me quedé sorprendidísimo y a la vez complacido, porque por fin iba a saber qué era lo que aquel señor tan extraño, quizás, escondía. Clara, era policía, o al menos eso decía la carta, y estaba investigando la desaparición de Aurora. Me indicaba un número de contacto al que poder llamar si sabía algo. Realmente yo no sabía nada de Aurora pero también estaba seguro de que si me enteraba de algo, tampoco si lo iba a contar. Ya sé lo que estarás pensando, Clara, pero te recuerdo que las cosas no son como nos la contaron, ahora casi no te puedes fiar de nadie.
Esa misma noche, cuando me encontraba ya en la cama, pensando la de veces que habíamos compartido aquel lecho y que nunca volvería a hacerlo, escuché un ruido. Creyendo que era Miguel que se había levantado en sueños, fui en su busca. Sin embargo, cuando llegué a la sala encontré a alguien, que con bastante esfuerzo, intentaba colarse en mi casa por la ventana que daba al naranjo. Esperé a que se estabilizara y encendí la luz. Me encontré mirando a una mujer flaca, con la cara mugrienta y la ropa bastante sucia. Me resultaba conocida. La miré a los ojos y vi escondido entre la angustia un brillo dicharachero. Era Aurora, estaba seguro, pero su aspecto demacrado la engañaba. Le ofrecí asiento mientras le preparaba algo de comida pues sabía, llevaba días sin comer. Ella apagó la luz, seguramente para asegurarse de que aquello de lo que huía no la encontrase. Comió con voracidad. No me dio ninguna clase de explicación ni tampoco yo se la pedí. Estaba seguro de que nada malo había hecho. En el pueblo, comentaban las pocas mujeres que aún salían a comprar, que se habían llevado a su marido y que poco después ella había desaparecido. Creía que ya había sufrido bastante como para tener que contármelo todo y recordarlo de nuevo. Esa noche durmió en la butaca desvencijada de tu madre.

A la mañana siguiente cuando desperté estaba todo ordenado de nuevo, la casa olía a limpio y algo delicioso se cocía en una olla. Aurora se había levantado y después de haberse aseado -hoy se le veía mejor- había limpiado y recogido toda la casa. A partir de entonces, todos los días hacía lo mismo, incluso a veces era ella quien hacía la lista de las cosas que necesitábamos para que yo las comprara. Miguel estaba encantado de vivir de nuevo en un verdadero hogar. Yo había hablado con él para que no contara a nadie que Aurora estaba allí y él mantuvo su silencio. Aurora parecía recuperarse y yo estaba encantado de poder ayudarla.

Un día, alguien llamó a la puerta y como siempre que pasaba aquello, Aurora se fue a mi dormitorio a esconderse. Era el policía. Le abrí. Esta vez no fumaba pero su mirada no había cambiado. Me hizo algunas preguntas, que nada tenía que ver con Aurora, sino conmigo. Me preguntó cosas como a qué hora me levantaba, si iba a misa, que quién cuidaba de Miguel, si trabajaba. Yo sólo contesté a les que quise y acto seguido, sin apenas despedirse se marchó. Cuando Aurora salió parecía muy asustada.

Aquella visita no cambió nada y seguimos con nuestro día a día. Sin embargo, unos días después, cuando llegaba de hacer la compra, vi a una mujer regordeta apoyada en el naranjo. Cuál fue mi sorpresa al ver que era Encarna. ¿Qué hacía allí? Me dirigí a ella para preguntarle por su presencia pero no hizo falta porque en ese momento vi como aquel señor que intentó venderme un seguro de vida y luego resultó ser policía, sacaba casi a rastras a Aurora de mi casa. No me dijo nada ni me miró, quizás para no tenerme que llevar a mí también. Encarna se fue detrás. No sabía que hacer y tampoco entendía nada. Aquel señor había venido a avisar sin saber, como cuando la muerte avisa con un cáncer, y días más tarde se la llevaba, para siempre, Clara, para siempre, como cuando te marchastes tú. A ti puedo escribirte y visitarte cada domingo al cementerio, pero cómo te despides de alguien que no sabes a dónde va, cómo puedes seguir viviendo sin saber dónde está.
No he vuelto a ver al policía ni a Encarna. Cada tarde bajo con Miguel al naranjo para ver cómo avanza en sus estudios guiado por la ilusión de escribirte. Cada vez que veo la desvencijada butaca me acuerdo de ella, no puedo evitarlo, Clara. A veces pienso en irme contigo pero no quiero dejar a Miguel solo. Si respiro cada día es por él.

Ayer volví a bajar. Habían puesto una pastelería donde Aurora tenía la tienda de frutas y Encarna se ponía con su puesto ambulante cuando cerraba, para aprovecharse de la clientela que pasaba. Como ves, la cosa no es como nos la contaron.

2 comentarios:

  1. Se nota que el relato está escrito por una mujer. Y es oscura la relación de los personajes... yo no me he enterado muy bien de quién se los lleva y por qué, además es una carta a una muerta. Mucho lío; no me gusta.

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