Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de José Miguel Benítez

LA HABITACIÓN DE CLARA

Estimada Sra.,
Quizás le sorprenda que le escriba, siendo ésta la primera vez y después de no haber hablado nunca. Soy el padre de Clara. ¿La recuerda? La novia de su hijo.
No estoy seguro de cuándo leerá esta carta, la voy a dejar en su buzón cuando la termine, pero quizás ya, en este preciso momento en que la está leyendo, esté alertada por la desaparición de su hijo. Incluso puede que ya haya informado a la policía. Me gustaría ahorrarle sin embargo con esta carta las horas de incertidumbre, de desazón que la desaparición de mi hija provocó entonces en nuestra familia. Créame, sé por lo que va a pasar en estos momentos.
Quizás ya sepa de todas formas lo que ha sucedido, puede que ya tenga ese presentimiento lúgubre de que algo malo ha pasado. Incluso es probable que se haya levantado esta mañana inquieta. Esa sensación es como un nudo en el estómago, algo que te agarra desde el interior y te impide el más mínimo movimiento. No te deja pensar, no te deja comer, no te deja casi andar erguido. Es una certeza pesada que se cierne sobre todo y que nos empeñamos en negar. Preferimos no creer que el material de la vida pueda ser tan frágil, nos sentimos más seguros ignorando que el golpe más fortuito puede hacer que todo se haga añicos, que todo se venga abajo, que la vida se detenga.
Le diré que al principio seguí a su hijo sólo por curiosidad. Se lo prometo. Tan sólo quería saber qué aspecto tendría después de haber pasado dos años en el centro de reclusión de menores. La idea surgió de una conversación telefónica con un hermano mío, el más pequeño, padrino de Clara, consumido por el odio, pobrecillo, de algo dicho así como sin pensar, sin saber muy bien lo que se está diciendo. El muy hijo de puta (no se ofenda, ya sabe, es sólo una expresión) ya estará en la calle, tan tranquilo, dijo. Y eso fue lo que despertó mi curiosidad, solamente eso. Quería comprobar si la vida era tan diferente para él como lo era ahora para mí.
No sé usted, las madres suelen notar esas cosas, pero a mí me pareció igual que pudo haber sido siempre, igual que antes de asesinar a mi hija. No es que yo lo conociera demasiado, le digo la verdad. Sólo lo había visto un par de veces entonces, en las que vino a casa a pasar la tarde con Clara. Recuerdo una cara de niño disfrazada con esa arrogancia típica de los adolescentes que quedaba rápidamente desarmada ante un adulto relevante, sobre todo ante el padre de una novia. Supongo que mi casa era territorio enemigo, un ambiente hostil en el que su comportamiento se asemejaba más al de un fiera acorralada que al de un jovencito respondón.
Luego fueron los juicios y los medios de comunicación, claro, así que seguramente vi el rostro de su hijo muchas más veces, incluso es obvio que usted y yo hemos estado en la sala del juzgado al mismo tiempo, pero a usted tampoco la recuerdo. Aquellos días fueron una pesadilla terrible de la que yo estaba deseando despertar para olvidarla por completo. Y debo de haberlo hecho, porque el rostro que está en mi memoria es el de aquel muchachito que estuvo en mi hogar un par de veces y no el del asesino en el banco de los acusados.
Sin embargo, la primera vez que volví a verlo al cabo de esos dos años fue en un ambiente totalmente diferente, en su entorno, con sus amigos. No sé cómo caminé hasta su barrio aquella tarde. No es algo que decidiera de antemano. Fue algo inconsciente y sutil. Sin saber muy bien cómo, de repente me encontré observándolo amparado en la oscuridad de unos árboles, en ese parque que separa su barrio del mío, simulando ser alguien que había salido a pasear y echar un cigarrillo. Y esa primera vez lo cambió todo. ¿Y quiere saber por qué? Porque su hijo reía. Estaba charlando animadamente con otros chicos y reía. Reía sin cesar, con alegría, despreocupado, inocente.
Desconozco cómo ha sido su vida o la de su hijo en estos ya casi tres años. La mía se aproxima bastante a esas máquinas de los gimnasios en las que a pesar de que uno va andando no avanza en realidad hacia ningún sitio. Después de la muerte de Clara el mundo entero se convirtió en un paisaje incoloro de perfiles desdibujados en el que nada sobresalía, nada destacaba. Los días se sucedían con una repetición precisa y cansina.
No sé si lo sabe, acaso lo leyera en los periódicos o lo escuchara en las noticias, pero mi esposa se fue apagando poco a poco y finalmente se quitó la vida hace año y medio. No pudo soportarlo más. Hacía tiempo que habíamos dejado de luchar juntos, casi desde el comienzo. Cada uno había intentado sobrevivir por su cuenta. Creo que ella se cansó primero de intentar buscarle un sentido a todo lo que pasó. No la culpo. Yo ya no se lo busco. Pienso que no lo tiene, supongo que es tan sólo que la vida es así, frágil, y la más mínima fisura la tuerce por completo, la acaba destruyendo sin remedio. Basta cualquier cosa para detener el reloj del mundo. Una discusión. Unas pastillas de más. Una risa.
Especialmente tras la muerte de mi mujer, mi entera existencia quedó varada en la habitación de Clara. La habíamos dejado tal como lo hizo ella aquel día. No habíamos querido perturbar un espacio que había sido suyo, que ella había moldeado a su gusto, que había llenado de pequeños detalles. Esa habitación se convirtió en un santuario, en un recinto sagrado en el que entro diariamente para ver si la encuentro. Pero no sólo la busco a ella, busco a mi familia y también me busco a mí mismo. En ese espacio mi vida sí tiene paz y sentido, ahí el tiempo sí ha transcurrido sin paréntesis que lo alteraran.
Podrá imaginar entonces cómo me perturbó aquella risa. Esa primera vez que fui a buscar a su hijo regresé a casa avergonzado, confuso y arrepentido. No sabía, no comprendía qué era lo que había buscado al querer verlo. Y sobre todo me sentí muy culpable por haber escuchado aquella risa sonora y burlona, por haber dejado que ese acto trivial dejara de parecer insignificante.
No obstante, al día siguiente, tuve el mismo impulso repentino. Y volví a ver a su hijo. Y escuché de nuevo su risa. Pronto este ritual se convirtió en una rutina y pasó a ocupar el mayor número de mis días. Por la mañana acudía a contemplarlo en el patio del instituto, desde el otro lado de la verja, mientras que por la tarde era raro el día que no lo encontraba en el parquecito, ése que separa su barrio del mío. Pasaba la mayor parte del tiempo allí, bebiendo y fumando con sus amigos de la pandilla. Y yo, con ellos. Cuanto más lo escuchaba reír, más necesidad tenía de verlo para cerciorarme de que realmente lo hacía. Cometí el error de permitir que su risa, su alegría se fuesen haciendo un hueco en la coraza de mi resignación, que fueran destruyendo la paz del rincón en el que me había refugiado.
Alguna vez estuvo a punto de descubrirme. Y creo sinceramente que tal vez me viera una o dos veces. Pero no me reconoció si así fue. A medida que mi inquietud crecía me iba descuidando más y más y cada vez lo seguía más de cerca. Quería saber, quería preguntarle qué sentía después de todo aquello, por qué él no estaba con nosotros en aquella habitación, por qué seguía riendo. Recuerdo una vez que estuve a punto de dirigirme a él. Fue en un centro comercial. Su hijo había ido al cine con los amigos y se habían sentado después a comer en una hamburguesería. Yo había deambulado desquiciado las dos largas horas que había durado la película hasta que lo vi salir de la sala de proyección. En ese tiempo había decidido que tenía que hablar con él para contarle que había estado siguiéndolo durante un par de meses, pero que no debía asustarse. Tan sólo quería hablar con él. En realidad, ni siquiera sabía qué iba a decirle, sólo quería que me diese alguna explicación acerca de por qué su vida no se había visto interrumpida como la de mi familia. Finalmente no reuní el valor necesario para dirigirme a él. No podía enfrentarme en un sitio público, delante de tanta gente, a aquella alegría, a aquella despreocupación.
Poco a poco algo del antiguo dolor fue volviendo, una parte de ese regusto amargo que una vez lo había impregnado todo. Fue casi un acontecimiento sorprendente volver a sentir algo. Por momentos llegué a sentir de nuevo rabia, veneno que creía superado, pero que simplemente estaba latente, dormido, esperando a que cualquier acontecimiento lo inoculara otra vez en mi organismo. La habitación de Clara dejó de ser el remanso de paz que había sido hasta entonces. Y fue como si me arrebataran de nuevo a mi hija.
Desconozco si ese sentimiento (o lo que quiera que fuese) fue el germen de lo que ha acabado ocurriendo al final. No ha sido algo premeditado, sino más bien el curso natural de las cosas. Una mañana me desperté (creo que la primera en estos tres años) y supe que tenía que acabar con aquella risa, que tenía que volver al silencio de la habitación donde había vivido desde la muerte de Clara. Y su hijo tenía que volver conmigo, volver al punto donde vivimos todos, mi familia y yo.
Ha sido fácil sorprenderlo solo en el parquecito que separa su barrio del mío. A menudo se quedaba el último, fumando, una vez que todos sus amigos se habían ido para casa. Sólo tenía que esperar el día propicio, a una noche en que su hijo se quedó hasta particularmente tarde y no hubiera nadie en la calle. Y esa noche ha sido hoy. Tenía preparado el coche en el aparcamiento cercano. Le he golpeado con una llave inglesa que llevaba en el maletero y se ha desplomado inconsciente. O muerto, no lo sé. Yo creo que su rostro seguía sonriendo de todas formas.
Fíjese lo que son las cosas. Al final he llegado a comprender que no es complicado matar a alguien, que puede ocurrir de improviso, sin planear. No hace falta ser un asesino desalmado. Todo es cuestión de instantes. De segundos. De decisiones sin apenas importancia aparente. Pero, en realidad, la tienen. Poseen una fuerza que hace que toda la vida se recluya dentro de una habitación, que el tiempo se detenga, que se acaben las guerras, el hambre o el dinero. Tan sólo con un gesto. Un golpe seco. Y el mundo se para.
He llevado el cuerpo de su hijo al puente sobre el río desde donde se supone que tiraron a mi hija. Y lo he tirado. He vuelto a casa y estoy escribiendo esta carta en la habitación de Clara. La llevaré a su buzón y regresaré aquí, donde pienso quedarme para siempre, donde estamos ya todos, incluido su hijo. Me pregunto si entonces dejaré de escuchar su risa.

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