Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

2/5/09

-Relato 2 Lucía García

Alma cuadrada



Yo no llegaba a tener doce años, toda una mujercita para los mayores, pero en mi fulgor interno me debatía para no dejar de ser una niña. Julio debía tener dos años menos. No era muy alto, pero ya casi me alcanzaba, delgado y con la piel tostada, aunque en aquellos primeros años 60 quién no tenía sombreado el rostro. Él vivía una calle más abajo de la mía, aunque poco se diferenciaban una de otra. Ambos éramos de familias humildes por eso vivíamos en la parte alta del pueblo. Íbamos a la misma escuela y teníamos que hacer cada día el mismo recorrido, pero nunca habíamos hablado. Alguna vez lo había mirado, cabizbajo con el cuaderno bajo el brazo.

Mi clase no era muy amplia pero disponía de pupitres y pizarra. Sólo había un cuadro y un crucifijo que colgaba a su lado y que en las tardes de mucho viento se balanceaba sin parar. Recuerdo un día, hacía poco que había entrado el invierno y esa mañana llegó el profesor a clase con Julio siguiéndole a sus espaldas. El profesor dijo que se quedaría con nosotras y que lo trataríamos como a uno más. Aún no había alzado la cabeza pero en cuanto lo hizo sus ojos se pegaron a los míos. Recuerdo su mirada inquieta y altiva que relucía sobresaliendo de su escueta figura. Se decidió a sentarse, justo a mi lado.
Aquella mañana pasó con normalidad. Me sorprendía ver cómo Julio seguía la clase con total naturalidad a pesar de venir de dos cursos inferiores.
Aunque a la salida no lo encontré, cuando subía la calle que me llevaría a mi casa lo vi andando delante de mí. Parecía empujar al día. Me acerqué a caminar a su lado y casi sin presentarnos comenzamos a hablar. Me contó que era más inteligente que los demás niños y que por eso lo habían cambiado de clase. Decía ser diferente a los demás y que por eso creían que era raro pero que él estaba seguro que los raros eran los otros. Yo no pretendía que me contara todo aquello pero parecía necesitar desahogarse. Me invitó a merendar a su casa y acepté. Su casa era amplia, de una sola planta y con un gran corral donde tenían a las vacas y las gallinas. Sabía que su madre hacía los mejores dulces del pueblo y que la leche que le sobraba la vendía a los más ricos. Él se sentía orgulloso de lo que tenía o al menos así me lo había confesado. Me contó que su padre era gruñón y que sus seis hermanos no le hacían mucho caso. Como él era el pequeño hacía lo que le venía en gana aunque su madre parecía estar siempre vigilándolo, con su ojo protector sobre él, fuese a dónde fuese, preocupada constantemente por lo que de él sería en el futuro. Para su padre, era el favorito y él lo sabía y se aprovechaba todo lo que podía.
Desde entonces nos hicimos uña y carne. Al terminar las clases nos íbamos juntos a merendar y jugábamos toda la tarde hasta que el sol parecía esconderse. Le encantaba hacer teatros. Él mismo los inventaba y lo organizaba todo. A pesar de no tener muchos amigos, cuando salía a la calle en busca de niños que actuaran en su función todos se arrimaban a él contentísimos y encantados de poder colaborar. Tenía un don especial para mandar. Hasta el más rebelde acababa haciendo lo que él le ordenaba. Sacaba miles de trapos viejos y de ropajes raídos de un baúl enorme que su madre conservaba y nos disfrazaba a todos de arriba a abajo. Yo sabía que era su preferida por eso siempre me dejaba el mejor vestido o me daba el papel de la personaje más guapa. Él también se disfrazaba y jugaba con nosotros. Se lo tomaba muy en serio y es lo que hacía que a veces algunos acabasen abandonando la función. No dejaba jugar, nosotros actuábamos de verdad. Al final siempre acabábamos los dos solos pues los demás aburridos de sus riñas, porque todos lo hacían fatal menos él, y yo claro, se marchaban de nuevo a jugar a la pelota o a algún otro juego con el que poder mancharse la ropa tirados en la arena de la calzada. Al final de la tarde, siempre me confesaba lo mucho que me admiraba. “Eres la mejor, compa” me decía con cara de asombro pero conservando su talante y compostura, como cuando un gran maestro elogia a su aprendiz por hacer algo bien. Me repetía miles de veces que yo no era como las demás niñas, que las otras eran presumidas y tontas, yo era más lista. Sabía que para él la inteligencia era algo muy importante y que caracterizaba a la persona, por ello se consideraba superior a los demás. Para mí lógicamente era un halago el que me llamara lista.
Los días de lluvia, cuando no había niños que corretearan alegrando las vías, nos metíamos en el establo. Allí con el olor a ocre y excrementos mojados nos sentábamos toda la tarde, con la burra tras de nosotros y las vacas mugiendo, mirando la cortina de agua que caía desde el tejado. A veces se le ocurría alguna de sus historias y nervioso, no fuera a huir, comenzaba a mandarme y decirme cuál sería mi papel. Una vez, vestimos a una vaca que hacía de hija. Julio se revolcaba por el suelo mojado y lleno de paja de la risa. La humedad hacía que se te pegaran los flequillos a la frente y como sudorosos seguíamos jugando sin parar. Había días que no paraba de hablar y otros que permanecía callado toda la tarde, pero siempre me gustaba estar con él. Había suficiente confianza y el silencio no molestaba.
Recuerdo una tarde que llovía a cantaros. Estábamos sentados en el suelo de aquella cuadra viendo cómo caía la lluvia. De repente dejó de llover y comenzó a vislumbrarse un arco iris. En ese momento comenzó a sonar una música alegre. Te invitaba a bailar aunque no sabía qué era, nunca la había escuchado. Julio se levantó y con los ojos bien cerrados para impedir que la armonía se escapara comenzó a dibujar el ritmo con su cuerpo. Cómo se movía. Ya le había visto bailar otras veces pero siempre me sorprendía. Verlo bailar era ver la música viva ante tus ojos. Abrió los ojos y con una sonrisa me cogió de la mano y comenzamos a bailar juntos. Yo no tenía ni idea pero no me hacía falta, la suya valía por la de los dos. No pasó mucho hasta que se escuchó la voz de su madre que me llamaba. Había venido a buscarme Bernardo, mi novio.

Que saliese con Bernardo no había hecho cambiar las cosas entre Julio y yo, seguíamos igual. Al principio Bernardo me preguntaba mucho sobre lo que hacíamos o no, y me miraba riéndose, seguramente creyendo que me comportaba como una cría. La verdad que ya había pasado un año que habíamos terminado el colegio. Ni Julio ni yo estudiamos en la Universidad, aunque algunos de nuestros amigos sí. En realidad, a Julio no le hacía falta irse a ningún sitio para aprender nada, él ya lo sabía todo, o al menos todo lo que tenía que saber. A veces llego a pensar que sabía demasiado y que eso le hacía poder ver más allá que cualquiera, con lo que su vida no podía ser como todas las demás.
Julio pintaba, pintaba mejor que nadie, y cualquier tipo de técnica aunque nadie le había enseñado. Al principio pintaba paisajes o se copiaba de algún famoso cuadro.
En algún momento, casi ni recuerdo cuándo, las vacas desparecieron y la burra murió. La forma de vivir, aunque fuese en el pueblo, estaba cambiando. A Julio le encantaba la cuadra aunque no hubiese animales y seguía pasando allí mucho tiempo, así que su madre la arregló un poco y la convirtió en su cuarto. Allí nos reuníamos todos, Consuelo, Moisés, Antonio, Julio y yo, los fines de semana. Nuestros amigos nos contaban sus hazañas en la Universidad y nosotros escuchábamos, bueno, escuchaba yo porque Julio se pasaba todo el tiempo pintando…cosas. A veces se reconocía alguna obra famosa pero otras, parecía dibujar sus entrañas. Sacaba todo lo que podía su alma y la dibujaba. Más de una vez llegué a pensar que sería capaz de volverse y atacarnos a todos si de verdad estaba sintiendo aquello que dibujaba. Un día, como otros, pintaba mientras ellos hablaban y Antonio lo miraba sin despegar ojo. Años más tardes, muchos dirían que el famoso pintor Antonio Rojas, licenciado en Bellas Artes, no pintaba con sus manos sino con las de Julio. Julio de hecho le enseñó todo lo que debía saber y la Universidad le entregó el título. Cuando todos se fueron, nos quedamos a solas. Ese día había paz en su mirada. “Compa, he pintado tu alma” me dijo. Me enseñó el cuadro, era magnífico. Me había dibujado tal y como era. El rostro era el mismo, los cabellos, pero lo mejor sin duda eran los ojos, su mirada. Fue como verme por dentro.

Yo seguía yendo cada tarde o al menos todas las que podía a verle. A veces recordábamos viejos tiempos y reíamos. Una vez recordando la vez que le acompañé a vender algunas botellas de leche a casa de unos ricos se echó a llorar. Me decía que lo tenía guardado y que debía expulsarlo ahora o moriría con ello. Yo no entendía bien a qué venía aquello, pero entonces me acordé que aquella tarde tras vender la leche nos colamos en una de aquellas casas enormes y vistosas de la parte baja del pueblo. Al final nos pillaron vestidos con algunas ropas que se hallaban tendidas en la azotea. Julio iba vestido con un traje de señora y entonces no sólo le azotaron por haberse colado sino que lo hicieron llevar a la iglesia para que confesase. Lo cogieron de la oreja y casi lo arrastraron a miras de todo el que pasaba hasta la parroquia. Julio no lloró y se mantuvo fuerte y altivo, sin embargo, lloraba ahora, años más tarde. Uno de los problemas que le acarrearía otros peores, fue que reprimía demasiadas emociones. Se las dejaba dentro revolviéndole el estómago. Él decía que le mantenían en forma, ¡y tanto! Luego a lo largo de su vida, decía, soltaría todo lo que había sentido, de golpe. Creo que aquello se cumplió.

Una tarde cuando fui a buscarlo ya no estaba. Se había ido a Madrid en busca de trabajo. No tardaría mucho en regresar, quizás unos seis meses, pero se me harían eternos. Aquel tiempo fue extraño para Julio. La capital era muy diferente de nuestro pueblo campesino del sur. Me escribía cartas pero nunca me contaba qué hacía por allí, sólo hablaba sin parar como si estuviese a mi lado, pero no contaba nada, ni siquiera cómo se sentía. Pero yo llegaba a descifrar algo más en cada frase, estaba acostumbrada, Julio nunca me lo puso fácil. Yo era su única amiga de verdad pues realmente era la única que lo comprendía, pero porque con el paso de los años me había acostumbrado a ver más allá de cada punto o coma o cada verbo en pasado utilizado o simplemente mirando aquellos ojos altivos con expresión altanera. Por cartas era más difícil, pero lograba descubrirle y por desagracia no me equivoqué en que había cambiado. Su vida daba una vuelta y cualquier día estallaría.
Volvió y parecía feliz pero nuestra relación no era la misma. Yo no dejaba de hablarle en aquellas tardes hasta que el cielo se vertía en llamas. Le contaba todos los preparativos de mi boda y cuánto le había echado de menos, pero él apenas me escuchaba. Muchas veces cuando iba a buscarlo me decían que no quería ver a nadie. Se encerraba en su cuarto y pintaba sin parar…cosas, maravillosas pero cosas que yo no llegaba a entender. No lo reconocía en sus cuadros, había cambiado, pero sobre todo notaba que le llegaba la hora de expresar todo aquello que se había guardado; como ahora no hablaba, pintaba. Pasó mucho tiempo, muchos encuentros amargos llenos de angustia en aquel cuarto que se convertía en su propia cuadra, hasta que un día volvió a hablar. Hablaba casi expulsando las palabras sin sentido pero no me atrevía a interrumpirle. Decía cosas que no entendía a qué venían hasta que comencé a cogerle el hilo. Hablaba sobre sentimientos, dolencias, síntomas y curas, pero nada tenía que ver con él. Retraía del recuerdo personas que ya no estaban entre nosotros y que había analizado profundamente. Su mirada atenta desde niño había recorrido como un faro a cada sujeto que ante ella se había antepuesto. Había sucumbido en cada alma y hasta su fondo había analizado y ahora expulsaba atropelladamente todas aquellas emociones, ajenas, que se le acumulaban en la memoria. Algún día pasaría algo semejante con las suyas, pero entonces yo ya no estaría a su lado. Esa misma tarde decidí que no volvería. Fui egoísta como todos los demás, había obtenido mi fruto y cuando el árbol comenzaba a pudrirse y necesitaba de mi ayuda me iba, pero no podía soportarlo más. A veces, iba cuando él no estaba y veía sus cuadros, ellos me contaban de él más que Julio mismo.

Nuestros encuentros se volvieron en encontronazos inesperados y fugitivos en medio de alguna calle. Yo intentaba denotar naturalidad y le contaba mis cosas. Yo notaba que se alegraba de verme y que le gustaba que le contara todo aquello pero él no decía nada.

Ahora estoy segura y me arrepiento de no haberle confesado que lo sabía, que de veras era inteligente, el que más, pero en una sociedad de tontos el inteligente es el raro y saber más de lo que se debe acaba pudriéndote. Él sigue en su cuadra pintando emociones y yendo una vez al mes a Madrid, quizás disimulando ser una persona normal.

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