Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

2/5/09

-Relato 2 de Javier Vargas

Recuerdos Infinitos

Se llamaba Isabella y al mirarla a los ojos sentías que aún existía algo bueno en este mundo. Vivíamos en un pequeño piso alquilado en uno de los barrios más “pintorescos”, como le gustaba a ella llamarle, aunque para mí sólo era un barrio donde si olvidabas echar el cerrojo te robaban hasta el alma, pero Isabella era así. Teníamos un puesto ambulante de pasteles en la calle Caminos – si es que se le puede llamar así a unas cajas de madera mal puestas y vestidas con un mantel – que si bien no daba para lujos – bastaba echar un vistazo a nuestro salón solitario y desnudo- , tampoco nos arrojaba a la mendicidad (aunque con ésta cara de idiota que Dios me regaló, buenos negocios habría hecho).

Isabella tenía veinte años, sólo dos más que yo, pero lo suficiente para que se creara un abismo infinito entre nosotros, algo a lo que ya me había resignado. Llevaba tres años viviendo con ella y me había enseñado todo lo que sabía sobre pasteles (los deliciosos pasteles de Isabella, como los llamaba la gente). Nos habíamos creado cierta fama en la ciudad y , aunque no quiero quitarle mérito a los pasteles, la verdad es que gran parte del éxito se debía a Isabella, ya que, con perdón, en delicioso nada le ganaba a sus pechos. No en vano la mayoría de nuestra clientela eran chicos jóvenes que le lanzaban a escondidas miradas lujuriosas que si pudieran leerse harían santiguarse con violencia al cura de la parroquia o escandalizar a la “profesional del amor” más experta. Es una suerte que las miradas, a pesar de poder ser más intensas que cualquier caricia, no dejen huellas, ya que de ser así el cuerpo de Isabella tendría el mismo tono que el del sol al atardecer. Pero para no faltar a la verdad, tengo que confesar que en ese caso yo sería el principal causante. Es mentira eso que dicen de que uno termina acostumbrándose a todo, o quizás sólo se le aplique a ella. Isabella no era una chica especial, ella era la más especial.

Era un día tranquilo, con un sol que se alzaba con timidez. Isabella barría el suelo mientras yo intentaba aprenderme de memoria cada una de sus curvas. No era el único; de lejos, alguien la miraba también con atención, como si en su trasero estuvieran las respuestas a todas las preguntas. Me interpuse entre su mirada e Isabella, obligándole a buscar otra musa para sus fantasías. Oí el ruido de unos pasos que se acercaban y giré. Había otro idiota mirándola, sólo que éste estaba disfrazado de idiota elegante, enfundado en un traje azul.

– Buenos días señorita. Vengo a hacerle oferta que no podrá rechazar – dijo, con la sonrisa aceitosa de aquél que intenta venderte algo. Me fijé y no era italiano, a excepción quizás de sus zapatos, pero no puedo afirmar nada a ciencia cierta que yo siempre he sido más de sandalias. No, eso de privar a mis pies de la vida de la calle, por mucho que puedan verse envueltos en piel de cocodrilo, no va conmigo. Me gusta sentir cómo el aire corre entre los dedos de mis pies.

Le conté cuatro pelos mal peinados hacia atrás sobre una brillante calva que intentaba cubrir sus vergüenzas (sin mucho éxito diría yo). Era como querer tapar el sol con un dedo. El idiota elegante seguía sonriendo, con esa sonrisa de vendedor de coches de ocasión, ensayada de seguro cada mañana frente al espejo, a fin de fortalecer la mandíbula y poder soportar así la postura del oficio. Aunque mirándolo bien, dudo que con esa cara de funeral que tenía pudiera haber vendido algún coche. Me lo imagino más llamando al orden en fiestas demasiado desmadradas: “Caballeros, la fiesta ha terminado”, y esa voz monótona de profesor de física en clase de viernes por la tarde le venía como un guante para dicho propósito.

– Permítame presentarme por favor. Mi nombre es Mario Dueñas y vengo en nombre del señor Alejandro del Castillo…
– ¿Es usted su mayordomo? – dije lo primero que se me vino a la cabeza.
– No… - atajó, que sonó como un golpe sordo, y su rostro se llenó de indignación, haciendo realidad la imagen mental que me había hecho antes.
– Soy el asistente personal del señor Alejandro del Castillo – continuó, y su pecho se infló de orgullo como si fuera el ayudante del mismísimo Dios (aunque a mí su descripción me seguía sonando más a mayordomo).

Pronunciaba correctamente cada sílaba como si estuviera en un examen de gramática. Eso, junto con la manía de vocalizar a la perfección cada palabra, daban la impresión de que intentaba comunicarse con un sordomudo que aún no dominara muy bien la técnica.

Después de unos minutos de abundante y pesada verborrea – en los que yo juraría que hasta el tiempo se detuvo de puro aburrimiento –, el hombre de la prosa de cemento terminó de hablar (Isabella y yo habíamos soportado con firmeza cada embestida del sueño). Aquí nuestro amigo, el idiota elegante, venía a ofrecerle trabajo a Isabella, ni más ni menos que en la mansión de su jefe. Entre elogios y más elogios a su Señor, nos contó que Carmen, la antigua encargada de la casa, había tenido que jubilarse, y qué mejor sustituta que ella, la chica de los pasteles más deliciosos de la ciudad. La oferta incluía una habitación en la casa, comida, un sueldo decente, y “el honor y la gloria de pertenecer a una de las casas más nobles del país”, como recitó de memoria con la cabeza en alto y el dedo índice señalando al cielo. Sólo había un problema: yo, la personificación de los problemas.

– Pero no puedo abandonar a David. Es todo lo que tengo, y yo soy todo lo que él tiene – respondió Isabella, con esa voz de ángel que no se cómo los pájaros no acudían a posarse en ella. Estuve a punto de lanzarme a sus brazos, pero me contuve.

El rostro del hombre calvo se llenó de indignación, como si Isabella acabara de blasfemar contra su Señor. Sus ojos me observaron con detenimiento y noté la presión de su mirada en cada parte de mi cuerpo. Desde mis sandalias rotas – que debían de tener alrededor de un lustro de vida, pero ojo, bien llevadas – hasta mi pelo desaliñado que se negaba a caer bajo el yugo de algún gel pretencioso. Sopesó la idea unos instantes, mientras me miraba igual que se mira a un bollo encontrado en un coche nuevo. Sí, yo era el bollo de Isabella y me divirtió la idea. Si quieres la leche tendrás que llevarte la vaca entera, pensé.

Finalmente, supongo que razonó y se dio cuenta de que la calidad de Isabella bien valía para tener que cargar con un estorbo como yo. Soltó un “de acuerdo” a regañadientas y se marchó enseguida. Isabella y yo sonreímos y nos dimos un abrazo que cayó sobre mi alma como agua en un sediento. Cerré los ojos e intenté guardar en mi cabeza el tacto suave de su piel contra la mía, el perfume de inocencia que emanaba de su cuerpo, y esa pureza de manantial que recordaba su sonrisa. El roce de su pelo contra mi cara hizo que me desorientara. Mi mano continuó el recorrido trazado por sus cabellos, y continuó descendiendo…

– ¡David! – dijo una voz indignada que me sacó de mis pensamientos.

Esbocé una sonrisa tímida como toda disculpa, pero no fue suficiente. Un segundo más tarde los frágiles dedos de Isabella acariciaban mi cara, dejando tras de sí marcas rojas como testigos mudos de nuestro fugaz contacto, al tiempo que soltaba un: “te lo mereces”, aunque mi cabeza sólo repetía un “bien hecho David”. Aquellas marcas, como yo bien sabía, iban a traspasar el umbral de mis carnes y grabarse en lo más profundo de mí, en ese lugar reservado a recuerdos imborrables donde descansaban el resto de huellas que me había dejado todos estos años.

– Ay muchacho, no tienes remedio. Es la segunda vez que te lo digo esta semana, David. Mira como te he puesto la cara – dijo, recuperando la calma original de su voz y acercándose para acariciar mi mejilla. Era como morirse, subir al cielo, morir allí arriba y subir al cielo de los cielos. La mano que me daña es la misma que me cura; manos milagrosas, pensé. Ya podía dejarme la cara como el cura después de meterse toda la sangre de Cristo en sus misas “privadas” y solitarias, que yo tenía muy claro que el sol, por mucho que se le ruegue, no iba a dejar de salir cada mañana.

*
Partimos al alba. Un coche negro, de una belleza y elegancia que dañaban la vista, relucía frente a nuestra casa. Sé que era un Mercedes, por el símbolo que tenía delante, pero no alcancé a ver la Clase que era. Supongo que de la clase de personas con cuentas bancarias de cifras más grandes que sus números de teléfono, esas que cuando entran al banco son recibidas con una alfombra humana hecha de empleados de gesto servicial, al tiempo que el director se arroja a sus pies entonando con fervorosa devoción: “Dichosos los ojos que lo ven”.

Me sedujo el olor del cuero mezclado con el del dinero. Dentro se respiraba poder y se veía la vida con otros ojos. Así debe de sentirse Dios allí arriba. Sólo por viajar en un palacio como ese mi vida ya tenía sentido, observé divertido.

Nos sentamos en el asiento trasero siguiendo las indicaciones del chófer. En cuanto mi cuerpo notó el tacto suave del asiento se deshizo en medio de tanto placer. Uno no sabe lo que es tener hambre hasta que no come por primera vez. Supe que a partir de ese día, cualquier sofá o silla sobre el que descansara, no sería más que un insulto a mi trasero. Lo tenía claro.

– Isabella.
– ¿Si David? – preguntó.
– El día que me entierren, quiero que sea dentro de un coche así…

Rió con ganas. Era tan fácil hacerla feliz.

Llegamos al cabo de unos minutos. El chófer nos abrió la puerta y nos hizo señas para que saliéramos. Lleno de nostalgia, dije adiós a mi palacio y salí del coche, sintiéndome más descansado que en toda mi vida.

Un cielo oscuro intentaba desperezarse lentamente de su largo sueño. Dimos unos pasos hasta llegar a unas inmensas puertas de madera que nos observaban con arrogancia. Detrás de ellas, una enorme mansión se alzaba como un gigante dormido. Llamamos a la puerta y esperamos nerviosos, como si fuera nuestro primer día en la escuela.

La puerta se abrió lentamente y dejó ver un traje de diseño modelado por una madurita interesante, con perdón. Tenía el semblante severo y una boca rígida de no haber sonreído en años.

– Tú debes de ser Isabella – dijo con una voz ácida.

Isabella asintió en silencio.

– Y yo soy David – me apresuré a decir.

Apenas me miró apartó sus ojos de mí, como si le dañara la vista.

– Ya hablaremos de su vestimenta, muchacho – sentenció sin mirarme.

No me importó el ser invisible, a veces es lo mejor. Dio indicaciones a Isabella para el almuerzo de esta tarde y nos mostró nuestras habitaciones.

A Isabella le tocó la habitación del fondo del pasillo – la más grande de la de los empleados – y a mí un agujero húmedo y estrecho donde los trastos inservibles se acumulaban en montañas al lado de una cama poco más blanda que las de la cárcel.

Nos llevaron a la cocina y advertí que era más grande que nuestro piso. Nunca había visto tantos utensilios juntos. Nos dieron las instrucciones para el almuerzo y nos pusimos manos a la obra.

Me disfrazaron de idiota elegante, con chaleco rojo y pajarita negra a juego. Por más que Isabella me dijera que estaba muy guapo, yo sabía muy bien que aquel traje sólo me hacía parecer más bobo, si cabe.

Llegó por fin la hora del almuerzo. La mesa era un desfile de copas de cristal, cubertería fina y vino con más años que los míos.

Conocí por fin al famoso señor Alejandro. Me observaba con recelo como si pensara que de un momento a otro iba a robar un tenedor y salir corriendo. Me obligó a ponerme guantes blancos, como si la pobreza fuera una enfermedad y temiera contagiarse. No encontré nada interesante en él como para merecer semejante fortuna. Siempre he creído que la vida es más ciega que la justicia.

Había en la mesa alguien que no conocía; joven, delgado, ojos negros y mirada fría. Observaba a Isabella como si fuera algo comestible, y la sonrisa lobuna que se dibujaba en su cara mientras lo hacía me helaba la sangre. En ese momento no caí en que era el chico de ayer, el mismo que no apartaba la mirada de Isabella. De ser así hubiera comprendido muchas cosas, por ejemplo la oferta del hombre del traje. Mis pensamientos me distrajeron un instante, lo justo para tropezar e ir directo al suelo junto con los platos (“¿Pero quién ha traído a éste chico tan torpe?”). Los problemas, como seres sociables que son, no vienen solos. La mala suerte hizo que al intentar recoger el destrozo consiguiera un bonito corte como recuerdo (“Y encima nos mancha la alfombra de sangre el muy…”). Desconecté. Dejé de oírles sin más. Era bueno en eso; tenía mucha práctica. Era como elegir audio off en el menú de la tele, sólo que esta tele gesticulaba y lanzaba improperios a diestra y siniestra. Pero no me importaba. Isabella se apresuró en dejar todo limpio y en orden. Ella también era buena en eso (como en casi todo).

El día, para mi alegría, llegó a su fin. Isabella y yo nos dimos las buenas noches y nos dirigimos a nuestras habitaciones (ella a su habitación y yo a mi cueva).

Abrí la puerta y contemplé mis dominios. Sí, era una especie de caverna donde se guardaba todo lo viejo e inservible, pero era mío. Apagué la luz y me acosté en esa cama poco más blanda que los bancos del parque. No duró mucho mi descanso. Oí golpes en la puerta. Me levanté, encendí la lámpara, me asomé y ahí estaba ella.

– ¿Es aquí donde duermes, David? Si parece un almacén de cosas rotas – preguntó Isabella sorprendida.
– A oscuras no está tan mal – respondí, y presioné el interruptor.

La luz de la luna se filtraba a través de mi ventana y acariciaba su rostro, haciéndola, si cabe, más bella. Su sonrisa resplandecía y sus ojos centelleaban como estrellas juguetonas en medio de la oscuridad de mi habitación. Se rió, y me reí yo también sin saber muy bien por qué.

Nos tumbamos en la cama, y esta vez me pareció la más cómoda del mundo.

– ¿Isabella, crees que haya algo que no muera nunca?
– ¿Algo como tu torpeza? – preguntó con burla.

Puse los ojos en blanco

– Hablaba de los recuerdos. Quitando las cosas materiales, es lo único que verdaderamente tenemos. Me gustaría pensar que no mueren.
– A mí también, David, pero ¿para qué querrías eso?
– Para no olvidarte nunca.

La tensión que había en el ambiente era una sustancia espesa que caía gota a gota y me nublaba la mente. Busqué sus labios en la penumbra y los rocé con delicadeza. Sabían a inocencia y a prohibido.

– David, por favor…no debemos…Creo que es mejor que me vaya – dijo, con la voz entrecortada, y se fue.

Tan cerca… y tan lejos a la vez, pensé.

Pasaba de la medianoche y aún no había podido dormir. Miraba el techo de mi cuarto con los ojos muy abiertos, recordando, así que decidí hacerle una visita nocturna a Isabella para disculparme.

Recorrí el largo pasillo que nos separaba. Una alfombra suave amortiguaba el sonido de mis pasos. Me detuve delante de la puerta y cuando mi mano iba a tocar el pomo oí un ruido dentro. Pegue mi oreja a la madera y alcancé a escuchar un: “Harás lo que yo te diga…”, seguido de sollozos apagados, sonido de forcejeo y finalmente un grito. Abrí la puerta rápidamente y ahí estaba. El chico de la cena sostenía la hoja brillante de un cuchillo. La sangre de Isabella se derramaba de su cuello, inundando mi cerebro como un veneno amargo. Tenía el vestido roto y levantado hasta las rodillas. No me hizo falta pensar, fue todo como un acto reflejo. Cogí un pesado jarrón que descansaba en un mueble del pasillo y descargué mi furia contra su cabeza. La lluvia de trozos de porcelana inundó la habitación.

Nunca vi sangre más roja y pura que la de Isabella. Lloré con rabia y las lágrimas resbalaban por mi mejilla al igual que todos sus recuerdos sobre mi cabeza. Cubrí su cuerpo medio desnudo, me tumbé junto a ella y la abrace. Fuerte, muy fuerte, y cerré los ojos negando la realidad.

*
La cabeza de señorito refinado del chico no aguantó el golpe. El hijo de don Alejandro del Castillo murió en el acto, como me informó luego el comisario, así como me advirtió de lo influyente que era su padre. La justicia se alquila a precio de saldo y el dinero convierte a los hombres en putas obedientes.

Se encargaron de darme el peor agujero que allí existía. Me alimentan tres veces al día. Yo sé por qué lo hacen; no quieren que mi muerte sea tan rápida. Pero aún así yo sonrío. Nadie sabe por qué lo hago. Todos piensan que he perdido el juicio. Quizás sea así, quién sabe. Aquí en la cárcel, o vives de los recuerdos o pierdes el juicio. Yo elegí lo primero, por eso sonrío. Cada noche cierro los ojos y me concentro en cada recuerdo de Isabella, en cada detalle, en cada sensación, en cada risa, en cada mirada. Cierro los ojos y un nuevo mundo me engulle. Isabella y yo estamos juntos por fin. Aquí aquellos dos años que antes nos separaban ahora no importan. No importa nada en realidad. Solos ella y yo. Debo irme. Isabella me llama. Tengo que ayudarle con los pasteles de hoy. Es un día soleado y habrá mucha gente.
(Gracias si has llegado hasta aquí... y si no también que coño, dar las gracias no cuesta nada :P )

9 comentarios:

  1. Sencillamente... maravilloso!!!

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  2. De nada (por llegar hasta el final), porque me ha costado trabajo...

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  3. Espero que sus relatos tengan más ironía que la que utiliza en el foro :P

    Gracias por leer

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  4. Sin ironía pienso que está mal narrado. Por varios factores que coinciden. La personalidad pusilánime y envidiosa de David está bien reflejada. HAce unos comentarios David que para mí lo retratan como personaje de poco calado. La misma noche de la llegada intentan violar y matan a Isabella, sin más razones de por qué o por qué no. Poco creible. Esa circunstania de qe trabaje una chica y dejen un cuartucho al novio para estar allí en calidad de nada tampoco es creible.Saludos del Zorro.

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  5. Te doy la razón en la mayoría de las cosas que dices. Personalmente a mí me gusta la narración pero no me convence el final. Es cierto que está demasiado precipitado y es donde más cojea el relato. Una de las razones era el espacio (en páginas) que hubiera necesitado para hacerlo todo más creíble, aunque no es una excusa demasiado válida tampoco.

    Otra aclaración es que David no era el novio, simplemente está enamorado de ella. Quizás no quedó muy claro pero mi intención era esa en la frase de: "Isabella tenía veinte años, sólo dos más que yo, pero lo suficiente para que se creara un abismo infinito entre nosotros, algo a lo que ya me había resignado". Volveré a leer el relato en cuanto pueda y miraré si hace falta reforzar más esto.

    Hace falta también (como bien me comentó el profesor) explicar las razones del asesino y el desarrollo de ese personaje en general. Le echaré un vistazo y cambiaré o añadiré lo necesario.

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  6. A mí me gusta bastante. Es cierto que deberías extender el final, no cambiarlo sino extenderlo u quedaría muy bien. Y en caunto al zorro, espero que algún día nos diga cuál es su identidad. Estoy intigada por saber quién es la persona que lee todos los relatos y además sabe tan bien dar consejos constructivos.

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  7. Pues a mi me gusta mucho el relato. Es cierto que el final es algo precipitado, pero coincido con el comentario anterior en que no es mal final, quizá tan sólo necesite algo más de extensión. Por cierto, también tengo curiosidad por conocer la identidad del zorro :)

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  8. ¿Será una chica? (Quizás sólo se ponga el nombre en masculino para evitar la palabra malsonante y todo lo que conlleva el femenino machista del sustantivo xD)

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