Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

2/5/09

-Relato 2 Manuel López Pertiñez

El tito Agustín.


El tito Agustín murió un día de primavera del año 1985. La muerte le sobrevino de forma fulgurante por una hemorragia interna. Ni se enteró. Amaneció el día lloviendo, con él muerto en la misma cama en la que había dormido los últimos cincuenta años, en esa casa de una bocacalle de Plaza Nueva, un edificio antiguo de cuatro plantas en el que tenía su pequeño taller en la planta de entrada y la vivienda justo encima en la primera planta. Una pequeña terracita en el último piso, desde la que se alcanzaba a ver la Torre de la Vela, le servía de mirador desde el que vigilar la ida y venida de nubes y claros. El tito Agustín, tío de mi padre, era paragüero. Y el que lloviera, o no, marcaba las subidas y bajadas de su actividad laboral. Me lo imagino la misma noche de su muerte, antes de acostarse, mirando al cielo; vente para la cama, qué vas a pillar algo. La tita Encarnita le llevaba diciendo lo mismo cada vez que lo veía con los brazos apoyados en el alféizar.
La tita Encarnita iba cogida de mi brazo cuando nos encaminábamos por los pasillos del cementerio a darle sepultura al cuerpo de su marido. Me mascullaba palabras a las que yo asentía; mira que la ocurrencia del cura, que está muy bien lo del agua bendita, pero … y yo se lo había dicho a tu padre para que hablara con el cura…, a tu tito Agustín, con lo que él era, como que le podía caer a la cara agua … paragüero que era… y esos chorreones de agua bendita hasta el suelo de la iglesia, que está bien bendecirlo pero todo tiene su medida… esa es la vida, sobre los viejos como sobre los niños dispone todo el mundo lo que quiere.
Llovía cuando enterramos al tito Agustín. El cementerio estaba empapado, el suelo hecho un charquinal y los árboles con gotas de sus hojas colgando. En el entierro del tito Agustín, como en toda su vida, el agua y los paraguas estaban presentes.

El taller del tito Agustín era una habitación junto a la entrada del edificio. Entre el portón y el patio interior al que daban las escaleras y las puertas de los pisos. Estaba la puerta del taller a la izquierda de la entrada y la de la portería enfrente. Un mango de paraguas servía de picaporte, con forma de obloide y metálico, rescatado (ahora decimos reciclado) de un viejo paraguas de su padre; eso eran las cosas del tito Agustín, hombre nacido y crecido en una época de escasez en la que tenía que hacerse y repararse las cosas por él mismo. La existencia del exiguo taller se remontaba a principios del siglo XX, no recuerdo bien la historia. Su tamaño no era despreciable para tratarse de un tallercito de barrio, aunque con el paso de los años y la natural acumulación de herramientas y objetos diversos se había convertido en un lugar diminuto. El mostrador, lo recuerdo como si lo viera, estaba junto a la ventana, pero no de espaldas a ella. Así se aseguraba la luz y el vigilar a todo el que pasaba por la calle, fuese o no a entrar en la paragüería; por ahí viene la Loles, a ver lo que le pasa hoy.¡Encarnita! ¡Ya viene el panadero Encarnita, prepara los duros! Así se pasaban el día los titos. Como he dicho antes, encima mismo del taller estaba la vivienda. Tenían un curioso artilugio para comunicarse, una especie de teléfono, tal que el que se usa en los barcos, de hecho las boquillas y a la vez auriculares los trajo el tito de un buque en el que prestó el servicio militar, eran metálicas, doradas, con una tapa también metálica, y con su punto de elegancia. Estaban siempre brillantes por el uso. El resto del artilugio no era más que un tubito que atravesaba el techo y llegaba, desde el mostrador del taller al sillón de costura de la tita; ¡¡Encarnita, por ahí viene la Loles, a ver lo que le pasa hoy!! Tú tenle paciencia, Agustín, tenle paciencia. Eso es una cosa que la tita le decía mucho al tito Agustín, que tuviera paciencia, porque por muy calmado que se le veía, cuando se le desataba el genio, al tito Agustín había que dejarlo solo en su pequeño taller con las varillas de los paraguas, los hilos, los mangos, puliendo un mástil de madera o agujereando con berbiquí de fina broca.

Tita, y quién es la Loles? Toma, llévale esto a tu tío al taller y así la conoces. Yo no vi nada extraño en ella. Tan solo una mujer de barrio, como tantas otras. Mi tito me presentó y la Loles me cogió la cara y rápidamente empezó a sacarme parecido con mi padre o con mi madre o con no sé qué pariente del tito. Siempre, eso sí, manoseándome los carrillos. Pero lo cierto es que la Loles, como tantas otras y otros a los que me presentaron, era de las que soltaba el paraguas roto en cuanto veía aparecer una nube y venía a recogerlo cuando llovía y le hacía falta. Y si no iba a salir, ni se acordaba del tito ni del paraguas que le dejó. Esas cosas, como es lógico, a mi tito le ponían encendido de genio, le hacían agachar la cabeza y trabajar murmurando, o abrir el comunicador y hablar a voces con su mujer; ¡ya me ha dejado aquí el paraguas otra vez para dos nubes que hay en el cielo, ahora yo se lo arreglo y a ver cuándo coño viene a por él y cuándo me lo paga! La tita Encarnita, se iba corriendo para el comunicador y le imprecaba desaforada; ¡¡¡Qué te tengo dicho que no digas palabras malsonantes con los niños delante!!!! Y la tita cerraba suavemente la portezuela del comunicador.

La gente, cómo es la gente; y ahora estaban todos allí en su entierro. Llovía, desde la noche antes. Y eso que estábamos en sequía. En los años ochenta vinieron años de sequía. El tito Agustín seguía atendiendo a una pequeña clientela; menos mal que yo ya tengo mi pensión, que esto lo hago para entretenerme, que si tuviera que vivir de los paraguas nada más… entre lo poco que llueve y lo de los malditos negros. A principios de los ochenta, como la sequía, aunque no tenga nada que ver, empezaron a llegar emigrantes a Granada. Sobre todo de raza negra. Yo pienso que el tito Agustín no tenía nada en contra de ellos, aunque, nacido hacía tanto tiempo, eso de ver gente de otras razas por Plaza Nueva, musulmanes, negros, extranjeros,… no le hacía mucha gracia. Pero el caso es que en él se había gestado una xenofobia con todas las de la ley; ¡los negros, ven dos nubes y te sacan la manta con los paraguas a trescientas pesetas cada uno, que es lo que a mí me cuesta arreglar uno y me tiro con él sabe Dios las horas, joder! ¡Que eso es robar, Encarnita, que eso es robar, igual que la Loles cuando me deja aquí el paraguas y se va y ni me lo paga ni pensamiento que tenga! Cosas así son las que decía. Yo no digo que no llevara razón, más que un santo, la verdad. Pero lo cierto es que él ya estaba jubilado y tenía su pensioncita; vive y deja al mundo vivir, tito; es lo que le decíamos todos.
Pero eso de dejar al mundo correr no iba con él, por mucho que dijera lo contrario. No en vano, como he dicho antes, mantenía su costumbre de asomarse todas las noches al balcón a ver si iba a llover o no (y a espiar el que iba y venía por la calle, también sea dicho).

Al tito Agustín lo enterraron junto a su padre y su madre. Sólo había dos nichos. Ese es un tema que traía a mi padre, su único sobrino varón, de cabeza, porque el tito en los últimos años de su vida, y aún encontrándose tan bien de salud como estaba, siempre se lo repetía. Además solía hacerlo cuando nos juntábamos para una comida familiar o una celebración, para que estuviéramos todos, o en Nochebuena entre villancicos; me enterráis con mi padre y mi madre, los ponéis juntos a ellos y a mí me metéis en el otro; ¿ya estás como todos los años en Navidad? ¡Qué sí, tito, qué sí, tú no te preocupes que aquí no te quedas! Papá, que bastante ocupación tenía con nosotros y su trabajo, siempre dejaba ese “encargo” para más tarde, para otro día, para cuando hiciera buen tiempo, para…. Hasta que se encontró con que el tito se murió y no se habían puesto juntos a sus padres. No hubo más remedio entonces, esa misma mañana, antes de comer, con todo lo que caía de agua, que irnos al cementerio a apañar las tumbas. Cogimos dos paraguas viejos de los que dejaban al tito sin pagar en la tienda y nos fuimos para el cementerio. Subimos la Carrera del Darro, el Paseo de los Tristes y la Cuesta de los Chinos, que bajaba como un río, hasta el bosque de la Alhambra; ¡Vaya paraguas que has cogido, niño, que se cala entero!; Papá, el primero que he pillado; ¡Y los que nosotros traíamos!; mamá los ha llevado a no sé dónde para no llenar la casa; pero si la casa va a ser hoy un jubileo de gente y de pisadas y de agua, como para estar pendiente de todas las gotas que caigan. Cuando llegamos al cementerio, después de atravesar los aparcamientos de la Alhambra, yo llevaba todo el brazo lleno de agua y mi padre tres cuartos de lo mismo. Hablamos con los encargados y nos pusieron en la mano una palustra, un martillo, un destornillador y unas bolsas; son para meter los restos. Ah, y nos pusieron el andamio ese que tienen en los cementerios, claro. Cuando quitamos las lápidas no se veía adentro de los nichos apenas unos trozos de madera, huesos y trapos. Vaya día que nos está dando el tito, el pobre hombre; mi padre sacaba hueso a hueso del nicho, yo sujetaba el paraguas, y él los metía en la bolsa de plástico, estábamos como a una altura de cuatro nichos. Finalmente nos decidimos por meter a la madre del tito con su marido y no al contrario; ya verás como la tita dice que tenía que haber sido al revés, ya verás, yo no me acuerdo cómo lo quería el tito. Mi padre cogió entonces el otro paraguas cerrado, lo sugetó por el pincho y se puso a escarbar en el nicho para llegar al fondo. Tenía medio cuerpo dentro del él. Y en esto que veo salir una calavera rodando que cae a mis pies sigue rodando por el andamio y cae al suelo. Mi padre salió y se me quedó mirando;¡Niño, que estás atontao! ¡Papá que no me lo esperaba! Yo no bajo, papá. ¡Pues ahora no querrás que baje yo con esta lluvia por el andamio para estrellarme!! Así que bajé y se la lancé, pareciera que me quemaba las manos su contacto, se la lancé como los albañiles se echan los ladrillos andamio arriba.

En nuestra infancia, ir a ver al tito Agustín era todo un acontecimiento. Como he comentado antes, en su taller se habían ido acumulando con el curso de los años una cantidad innumerable de cosas. Tenía herramientas de todo tipo, martillos de diversas clases, tenazas y tenacillas, multitud de agujas y de hilos diversos, alambres, colas, telas. Y todo cubierto de una pátina que da treinta años trabajando en un mismo lugar. En uno de los muebles había un par de barras con treinta o cuarenta mangos de paraguas. Muchos de ellos procedían de paraguas rotos sin arreglo posible y a los que él le había quitado el mango para un uso posterior. Cabezas de animales, lisos, plateados, de madera, de pasta, con incrustaciones, tallados en pasta y hasta en marfil. El tito Agustín era un artesano, un hombre que cerró un ciclo. En Granada ya no hay ningún taller como el suyo. Su trabajo ha pasado a la historia. Manejaba tanto el metal como la madera, el hilo y la aguja como el pincel, los colores, era restaurador y constructor. Todo en su taller lo hacía ser un laboratorio, con una mesa marcada por arañazos, por muescas, por colores de pintura. En ella un flexo y un pequeño yunque. Cuando el tito nos veía aparecer, en nuestra infancia, se ponía enfermo. Sobre todo cuando era invierno y los días de lluvia le traían trabajo y clientela y prisas; estamos hablando de principio de los años setenta. Le faltaba tiempo para abrir el comunicador; Encarnita, dile a los niños que se suban que a mí no me hacen caso. El techo del taller estaba cruzado por dos alambres de parte a parte, dos alambres, gruesos como mi dedo meñique y que el utilizaba para ir colgando paraguas, altos, altos, a los que nosotros no podíamos llegar; para que se secarán las varillas o para que se estiraran las telas. Para nosotros era todo un espectáculo entrar y ver el techo lleno de paraguas abiertos; ¡¡No me toquéis los paraguas!! Encarnita, dile a los niños que se suban que a mí no me hacen caso.

Al tito Agustín le gustaba cenar boquerones fritos. Una buena fuente que la tita le preparaba para comérselos ardiendo, recién fritos. A nosotros, niños aún, nos parecía imposible que el tito se pudiera comer los boquerones tan calientes. En las noches de nuestra infancia nos sentábamos todos alrededor de la mesa de la cocina, toda llena de humo de la fritura, esperando a que la tita sacara uno tras otro varios platos de boquerones, retorcidos y crujientes, como gustaban al tito; esto se come así, mirad, con raspa y todo, todo para adentro. Los dedos deformados por el trabajo de décadas, huesudos y fuertes, las uñas endurecidas, y cogían las panojillas de pescaíto como antes habían sujetado los alambres y la aguja y el hilo. Mi padre también era un ferviente admirador de la gastronomía que se degustaba en casa del tito e intentó, en más de una ocasión, que mamá le friera boquerones por la noche para cenar; ¡Te creerás que yo soy como tu tía Encarnita, que hace lo que dice tu tío, y que no que voy a poner la cocina perdía de aceite a estas horas, además, que los niños no es bueno que cenen pescado frito cada dos por tres!


Cuando llegamos del cementerio, al mediodía, de cambiar de nicho a los padres del tito Agustín, la tita Encarnita estaba tomándose un plato de sopa en la cocina. Rodeada de algunas vecinas y de mis hermanos y madre. Los demás estaban en el dormitorio, velando al tito Agustín. Como había muerto de noche y en el cementerio no se trabaja durante la mañana pues había que velarlo hasta el día siguiente. Así que después del mediodía, llegaron los de la funeraria para llevarlo al tanatorio. La lluvia continuaba, el día estaba cerrado, encapotado, un día de estos de primavera en los que se mete una borrasca y está dos o tres días enteros lloviendo. Yo me perdí, ya había tenido bastante con jugar al baloncesto con la calavera de la madre del tito y no estaba para los cotilleos y los panegíricos de los vecinos, gente mucha de ella del Albaicín, gente de toda la vida que yo había visto en más de una ocasión por casa del tito y familiares más o menos cercanos a los que no reconocía y que siempre decían lo mismo; pero, si no me lo dices no me lo creo, lo que ha crecido, chiquilla, ya es todo un hombre, y bla, bla, bla, bla,…. Así que me fui al taller del tito. Me metí allí con los primos y nos pusimos a pasear la mirada por todos los objetos y recovecos, escondrijos y tesoros que allí había. Y por la cantidad de paraguas que habían sido olvidados allí después de tantos años; lo que le deben al tito de pelas en todos estos arreglos, cómo es la gente, eh? Y seguro que todos estos que están ahí dando el pésame tienen un paraguas aquí, se aprovechan de la muerte, ¿quién se va a acordar ahora de los dineros ni de los paraguas? Recuerdo que nada más decir esto oímos un tropel de ruidos y taconazos por la escalera. Bajaban al tito. Nos íbamos al tanatorio. Y en un abrir y cerrar de ojos, se llenó el taller de gente arrinconándonos detrás del mostrador, la Sole, la Loles, la tía Angustias, el tío Alberto y su señora, los vecinos, hombres de chaqueta que no conocía,… Veían al féretro pasar, con la tita Encarnita y papá detrás, y salir por el portón grande de la entrada. Como en una boda o en Semana Santa echados a un lado, de espectadores. Y cuando lo metieron en el coche, ¡¡cuál no sería nuestra sorpresa al ver cómo los vecinos se iban llevando los paraguas que llevaban tiempo, años abandonados en el taller, arreglados y sin pagar!!

Llovió toda la noche del velatorio. Amaneció. Cuando yo llegué al tanatorio con la tita había despejado un poco, pero las nubes se metían en la Sierra y por Sierra Elvira se veían otros negros nubarrones que se acercaban. En cuanto tocaran con Sierra Nevada y ésta “los echara para afuera” llovería. De hecho, para después de la misa, cuando salíamos de la capilla, los paraguas empezaron a abrirse con las primeras gotas. La tita se cogió de mi brazo y del de su sobrina, mi tía Luisa; hay que ver el cura como ha puesto el féretro, porque digo yo que un poquito está bien, pero todo lo que ha echado de agua bendita, con el coraje que al tito le daba que le salpicaran, acuérdate de lo de la Loles.
“Lo de la Loles” era un episodio famoso de la historia familiar. Ahora la Loles, una viejecita vestida de marrón, con el pelo pintado de amarillo no parecía más que eso, una señora mayor, pero en su juventud había sido una de esas mujeres que querían todo en el instante y los demás a su servicio. El caso es que, según contaban en la familia, la Loles se presentó un día de lluvia en el taller del tito. Entró atropellando a la clientela y se metió hasta el mostrador; ¡Agustín, Agustín, mira el paraguas, mira, tu te crees que yo puedo ir a ningún lado con esta rasa aquí! ¿Esto qué es? ¡Pues tu me lo arreglaste, algo mal harías! ¡Loles, échate a un lado y espera a que llegue tu turno! ¡Como que tu te crees que yo puedo echar toda la mañana aquí esperando! Y mientras decía esto meneaba el paraguas de un lado a otro, lo giraba, abría y cerraba para que se viera dónde estaba la rotura; Loles, ¡que me estás poniendo perdío de agua! Y en estas que el tito Agustín cogió el paraguas de las manos de la Loles, se lo arrancó y se fue corriendo al portón, y desde allí lo voleó hasta Plaza Nueva; ¡Allí tienes el paraguas, si quieres lo arreglas tu con el coño…. ¡

Bajo la lluvia que siempre había gustado tanto al tito Agustín, y bajo un manto de paraguas abiertos, muchos de ellos olvidados en su taller y arreglados por él, aunque, paradójicamente sin que por ello hubiera cobrado ni un duro, dijimos adiós, el último adiós, al tito. Para más inri, muchos de ellos se llevaron el paraguas a su casa; mira, nos lo vamos a quedar como recuerdo suyo, era tan bueno Agustín, me decían a mí, y yo, ¿qué les iba a decir? Cuando, una vez que todo pasó, mi padre se enteró se puso negro de rabia; la gente, la gente tiene una cara que se la pisa, y encima tendremos que estarles agradecidos, a la gente siempre hay que estarle agradecida, como decía el tito, que de tendero a cabrón solo hay un escalón, que lo que se aguanta detrás del mostrador no lo sabe nadie…

2 comentarios:

  1. Anónimo6/4/09, 8:37

    Me ha parecido genial la historia de los paraguas, cómo las gentes los retiraban el día del entierro aprovechando que llovía, y sin pagar lo que debían.
    Paco.

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  2. En este relato hay que fijarse en cómo se van combinando los tres tiempos, el pasado,el día del entierro, y el momento en el que se escribe el texto. Muy bien escrito y entretenido, para qué más?

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