Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de Miguel Ángel Tenorio.

Estimada señora.

Debo excusarme por no haber asistido al funeral de su hijo, pero los turbios acontecimientos que han rodeado su tan funesto desenlace, me aconsejan a ser cautos, y a permanecer alejado de la persona que le dio la vida. Han sido tan peculiares las circunstancias que han provocado su muerte, que mi acercamiento a usted, aquel día de su enterramiento, hubiese significado un grave peligro para ambos. Este es el motivo por el que no le pude entregar personalmente, como hubiese sido mi deseo, esta carta o más bien otra parecida, aquel día en las exequias de mi amigo y compañero, y lo haga en esta ocasión a hurtadillas, ya sea alojándola en su bolso, ya sea introduciéndola por debajo de la puerta, ya sea enviando a algún muchachuelo, a cambio de un par de caramelos, ante mi atenta vigilancia, ya sea por alguna otra técnica, que haber hay tantas como maneras de robar una joya preciosa. Soy un hombre de palabra y por eso quisiera revelarle este secreto.

De niños, Pablo y yo, hiciéramos lo que hiciéramos lo hacíamos juntos. Íbamos juntos al colegio, corriendo sin parar desde la puerta de casa donde nos recogíais a mi madre y a mí, hasta la misma aula de la clase en la cuál juntos nos sentábamos. Jugábamos juntos a hacer cabriolas, a la gallinita ciega o al escondite. Siempre nos ocultábamos juntos, tras las copiosas hojas de una fuerte morera situada junto a la entrada principal de la iglesia del pueblo. Pero yo prefería, y estoy convencido que Pablo también, divertirnos rompiendo los cristales de las casas derruidas a las afueras del pueblo, y sobre todo intentando quitarles el sombrero a los señores mayores de un solo naranjazo. Pablo lo logró en una ocasión. Era cosa de niños. Sólo éramos un par de traviesos gamberretes, unos de tantos como había en aquella época y sigue habiendo en la actualidad. Juntos también pasábamos los veranos en aquella casa en la montaña. ¿Recuerda aquella acogedora casita en la montaña donde convivíamos durante el periodo estival? Allí había un sendero no muy escarpado que llegaba hasta las ruinas de una vieja ermita que quedaba flanqueada por un par de olivos. El de la izquierda era grande y robusto y la forma de su tronco tenía tal hueco que solo palpando con los dedos de las manos y estirando el brazo, se podía imaginar uno la forma que tenía.

A los quince años mi padre murió de manera accidental. Estaba probando la resistencia de una cuerda cuando debió de descubrir que era tan sumamente fuerte que incluso soportaba toda la tensión del peso de su cuerpo cuando la soga le sujetaba el cuello. Aquello ocurrió junto a la entrada principal de la iglesia del pueblo, el primer domingo de primavera, ante la insólita mirada de los feligreses que presto se disponían a escuchar una misa que no llegó a celebrarse. Al día siguiente, mi madre un poco mojigata ella, desapareció dejándome solo una nota en la que me instaba a comportarme correctamente como aquel hombrecillo que ya era. Hasta que llegó un nuevo sacerdote, el pueblo estuvo tres semanas sin que se celebrase culto alguno, como usted bien recordará.

No tenía dónde ir, y el único sitio en el que era recibido con apego era la casa de Pablo. Todavía saboreo aquellas apetitosas sopas de ajos, que junto con una agradable sonrisa, usted me ofrecía cada vez que, según su entender, mi aspecto parecía demasiado famélico, a pesar de la corpulencia que yo observaba cuando me veía en el espejo. O aquellos cuadernos para dibujar que me regalaba su marido para pintarrajear cosas y que aún sigo conservando. Él siempre tan gentil. Me enseñaba un impecable traje blanco que aún no había estrenado y que decía reservar para las grandes ocasiones. Un día hizo que me lo probara y como él era igualmente grandote como yo, me daba una apariencia magnífica.

Sin embargo la realidad para mí fuera de esa casa, era bien distinta. Apenas tenía medio con qué sustentarme pues los pocos parientes lejanos que existían no se llegaron a preocupar jamás por mí, lo más mínimo. Así que no me quedó más remedio que realizar alguna granujada propia de la edad. Robo de algunos huevos, de algunas barras de pan, gallinas y alguna cartera que se ponía a tiro. Y como es natural siempre acompañado por mi inseparable amigo Pablo, a quien, y con la larga perspectiva del tiempo me he llegado a dar cuenta, arrastré yo a realizar estos actos de delitos menores.

Compartíamos todos. Los abrigos, los calcetines y los gorros que nos protegían del frío lo compartíamos. Llegamos a compartir hasta las cosas más íntimas. ¿Recuerda aquella cajita de madera pintada de negro?. Estaba adornada con hojas verdes de distintas tonalidades con bordes dorados y tenía una flor amarilla dibujada en el centro. Allí guardábamos las estampitas, los billetes y otros recuerdos. No es que tuviéramos una cada uno, era el cofre del tesoro donde dos raterillos guardaban sus secretos. Por compartir hubiésemos compartido como esposa, a aquella chica delgada de ojos grandes cuyo padre era banquero y que nos había enamorado, o al menos eso decía Pablo. E incluso habríamos compartido hijos si hubiésemos podido.

Era cuestión de tiempo y por robarle la cartera de un distinguido señor fuimos detenidos, juzgados, condenados y encarcelados una temporada, y lo que fue peor, fuimos separados el uno del otro. A partir de entonces seguimos caminos distintos. Pablo llegó a formar parte de una banda que se encargaba de distribuir droga por toda la región. Su misión consistía en transportar la mercancía de un lugar a otro y controlar que el resto de compañeros hiciera igualmente bien su trabajo. Era tan bueno, que pronto medró en la organización interna de la banda y ocupó un puesto distinguido dentro de esta sociedad. Esta banda era bastante peligrosa y todo aquél que la traicionaba o se demorara en el pago más tiempo del estimado, era ejecutado siguiendo el mismo ritual: dos tiros en la cabeza, el dedo meñique de la mano derecha cortado y los pantalones bajados hasta las rodillas. Era una lástima que se dedicase a estos asuntos, pues como carterista era muy hábil y rápido, el más rápido que yo jamás he conocido.

Por mi parte me especialicé en robar bancos y joyerías. Para los bancos era bien sencillo: media en la cabeza, pistola en mano y recogida de todo el dinero posible. Hay muchas maneras de robar una joya preciosa: amenazando al joyero con un arma de fuego, dándole un golpe sin mediar palabra, rompiendo la vitrina, o simplemente esperando a que un cliente compre una pieza de valor y arrebatársela por las buenas o por las malas a la salida de la tienda. Iba de ciudad en ciudad, cambiando de cómplice en cómplice y entre ciudad y cómplice, alguna cárcel también visitaba. Nunca actuaba en la capital pues según me decían, la competencia allí era tal que entre los propios ladrones se delataban los unos a los otros. Por fortuna, no llegué a conocer a ninguno de aquel lugar.

Llegó el momento en el que Pablo asentó la cabeza y llegó a la conclusión de que era más fácil vivir de manera honesta en vez de vivir entre criminales. La responsable fue aquella muchacha delgada de ojos grandes de quién se enamoró, y esta vez de verdad, y sobre todo el padre de ésta, que pudo darle un cargo de gerente en uno de sus bancos, como bien sabe usted. Yo tardé en aceptar la propuesta de Pablo para ser cajero en el banco donde él trabajaba, pues aunque también tenía la intención de abandonar mi anterior profesión, no me parecía que fuera ésta la manera más ética de hacerla.

Pablo se casó con la muchacha delgada de ojos grandes en la iglesia del pueblo, en cuya entrada principal ya no estaba la morera donde Pablo y yo nos escondíamos de niño, pues según parece, alguien la cortó el mismo día en que mi madre huyó de casa. Allí estábamos todos: Pablo, la chica delgada de grandes ojos, el banquero, el todavía nuevo sacerdote, usted y yo. Pero si alguien se distinguía por su elegancia, era su marido, que por fin lucía aquel magnifico traje blanco que le sentía tan bien. El regalo que el banquero hizo a Pablo fue muy comentado. ¿Recuerda aquella bolsita de cuero que tenía grabada las iniciales de su hijo? Se cerraba con una cuerdecilla de color negro azabache. En su interior había unos preciosos gemelos de oros que Pablo se colocó rápidamente, dándole la apariencia de todo un señor marqués.

Nació la hija de Pablo, pero como las buenas noticias siempre vienen acompañadas de desgracias, quiso el destino que a las dos semanas muriera su marido de un infarto al corazón. He de reconocer que estuve consternado durante varias semanas por la desaparición tan repentina de aquel aprendiz de abuelo.

Hace tres meses recibí la visita de Pablo. Parecía nervioso e inquieto. Ante mi sorpresa me propuso que volviéramos a los viejos tiempos y robásemos un apreciada joya: los corales de la reina, un par de pendientes de valor incalculable. Yo al principio me negué, pues ya estaba retirado, pero cuando adujo que lo hacía por el bien de su hija y que nunca jamás volvería a pedirme ningún otro favor, me di cuenta que él era mi amigo, mi compañero del alma, y no necesitaba ningún motivo o argumento para convencerme. Simplemente por fidelidad tenía que decir que sí. Hay muchas maneras de robar una joya preciosa y todas ellas están escritas en el cuaderno que su marido me regaló y que aún conservo. Para esta ocasión y dadas las circunstancias, convenimos convertirnos en ladrones de guante blanco. Para ello yo tendría que ir vestido de gala, así que decidimos que debía de vestirme con aquel traje blanco de su marido y que ya lamentablemente jamás volvería a ponerse. Estamos convencidos de que él lo hubiese consentido en caso de vivir, pues realmente se trataba de una de esas grandes ocasiones de las que él hablaba tanto. Los remiendos que le hizo usted al traje para que me quedara impecable, no eran por motivos de negocios bancarios, como le hicimos creer, aunque sí para ir la capital, lugar en el cuál daríamos el golpe.

Con los preparativos efectuados, nos trasladamos a la capital y nos presentamos por separado en una gran joyería situada en la plaza principal de la ciudad. Yo llegué primero. Había once individuos que portaban opulentos vestidos que denotaban un alto nivel social. Sólo sujetos así podían ser clientes potenciales en un lugar de tanto lujo. Por eso aquel excelso atavío que me engalanaba no desentonaba frente a tanta majestuosidad. Había joyas preciosas en todas las vitrinas, pero yo me fijé en un anillo con una exuberante esmeralda. Justo al lado se encontraba los corales de la reina. Estuve esperando impaciente hasta que vi aparecer los gemelos de oro de mi cómplice, momento en el cuál me decidí a pasar a la acción. Me acerqué al joyero y le solicité que me mostrase el anillo con aquella exuberante esmeralda, pues solo una pieza tan preciada, podía ser dignad de una tan insigne señorita a la que yo supuestamente pretendía obsequiar. Cuando me la enseñó, mostré gran entusiasmo, no porque me pareciera bonita o elegante, pues para mí todos estos pedruscos resultan insulsos y serían inservibles si no aportaran tantos billetes por su venta. Si mostré este gran entusiasmo, fue para distraer al joyero el tiempo suficiente mientras mi compañero usurpaba rápidamente y sin llamar la atención los corales de la reina. Cuando el joyero se dispuso a cerrar la vitrina ya era demasiado tarde. Los dos pendientes habían desaparecido y automáticamente dio la voz de alarma. Fue entonces cuando yo tomé un papel protagonista. Argumenté que como apenas había estado abierto el estante veinte segundos, el ladrón tendría que permanecer aún en el interior de la tienda y que por tanto se debía impedir la salida de toda persona que estuviese dentro de aquel local hasta que llegase la policía y registrase a todos los allí presente. Al joyero le pareció buena idea y quedó más tranquilo, pero casi todos los clientes mostraban su desacuerdo con gemidos y muestras de malestar. La policía tardó más de una hora ante la desesperación del resto de personas. Aunque yo tenía una magnífica coartada y no podía ser sospechoso pues el mismo joyero me estaba vigilando en el momento del robo, yo me ofrecí voluntario para ser el primero en ser registrado. El resto accedió a regañadientes, salvo aquél que lucía unos impecables gemelos de oro que parecía tranquilo y cuyo rostro dibujaba una expresión de euforia desmedida que intentaba disimular a toda costa. Por fortuna sólo yo me percaté de esto.

Al día siguiente me personé en la joyería para interesarme por la situación. Le entregué al joyero una tarjeta de un tal Rogelio García Junco que me hice para la ocasión, animándole a que contactara conmigo si necesitaba que testificase a su favor delante de los señores del seguro, que yo con mucho gusto les afirmaría, que vi perfectamente aquellos pendiente en aquella vitrina justo antes de cometerse el hurto. Al marcharme, aproveché para pasar por el lugar donde Pablo me dijo que había escondido los pendientes, y los recuperé sin que nadie se percatara. El plan salió perfecto, tal como estaba escrito en el cuaderno que su marido me regaló y que, como puede comprobar, todavía conservo.

Aunque Pablo con ansias insistía en hacer el reparto ese mismo día, convenimos en vernos justo a la semana de haber dado el golpe, pues era más prudente si no queríamos levantar sospechas. Soy un hombre de palabra y eso Pablo lo sabía muy bien, así que tal como habíamos pactado debía entregarle a él el pendiente que le pertenecía. Y si por algún casual él faltase, debía dárselo a su madre, para que ésta lo conservara hasta que su hija fuera mayor de edad y tener así un futuro asegurado, pues me da a mí que la muchacha era demasiado delgada y tenía los ojos demasiado grandes y no era de mucho fiar para estos menesteres.

Cuando fui al encuentro de Pablo ya era demasiado tarde. Lo encontré con dos tiros en la cabeza, con el meñique de la mano derecha cortado y los pantalones bajados hasta las rodillas. Ahora comprendía los nervios, la inquietud y las ansias por terminar rápido el trabajo. Siendo consciente del peligro que corría, decidí desaparecer. Fui a aquella acogedora casita en la montaña donde convivíamos durante el periodo estival. Allí hay un sendero no muy escarpado que llega hasta las ruinas de una vieja ermita que queda flanqueada por un par de olivos. El de la izquierda es grande y robusto y la forma de su tronco tiene tal hueco que sólo palpando con los dedos de las manos y estirando el brazo, se puede imaginar la forma que tiene. Puse en ese hueco aquella cajita de madera pintada de negro que está adornada con hojas verdes de distintas tonalidades con bordes dorados y tiene una flor amarilla dibujada en el centro. Dentro de la cajita coloqué aquella bolsita de cuero que tiene grabada las iniciales de su hijo y que cierra con una cuerdecilla de color negro azabache. Ya puede imaginar lo que introduje en el interior de la bolsita.

Soy un hombre de palabra, y espero habérselo demostrado.

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