Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 5 de Guillermo Balbontín

NOCHE DE LOBOS


Por su aspecto, debía ser un vagabundo completamente derrotado. Llevaba un abrigo cochambroso atado a la cintura por un trozo de cuerda. Se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro de un color indefinido, a juego con el abrigo por su aspecto; bajo el ala del sombrero asomaban unos pelos hirsutos de color gris, igual que la barba que le llegaba al pecho; la piel del rostro y las manos se veía agrietada, sucia y macilenta. Caminaba encorvado como si en la mochila que llevaba sobre los hombros hubiera una tonelada de cemento. Cuando vio el cementerio aceleró el paso.Aquel era un buen sitio para descansar, así que se tendió en el suelo de tierra color azafrán, entre dos tumbas y permaneció boca arriba mirando las estrellas. Hacia muchísimo frío.
Bistrot se llamaba el perro sarnoso de uno de los sepultureros. Solía husmear entre las lápidas en busca de algo que llevarse a la boca. Estaba flaco y cojeaba de una pata pero sus sentidos aun funcionaban y percibió un aroma inusual en aquel lugar. Siguió el rastro que le condujo a pocos metros del hombre dormido. Bajo su cabeza había un bulto de donde parecía venir aquel olor tan agradable. Bistrot se acercó con cautela al hombre.Muy despacio, en silencio, un tanto asustado pero pisó una rama que hizo ¡crack! Y el hombre se despertó sobresaltado. Bistrot dio un paso atrás, precavido y en guardia. Durante unos segundos el hombre y el animal se miraron a los ojos y entonces el hombre se incorporó de un salto y se abalanzó sobre el perro mordiéndole en el cuello y causándole la muerte en un instante. El vagabundo enterró los huesos mientras en la lejanía sonaba el ulular de los lobos.
No tenía mas de veinte años y acababa de perder a su novia. Entre su padre y dos de sus hermanos tuvieron que sujetarle para que los hombres de negro pudieran introducir el cadáver de la chica en el ataúd. El no podía comprender aquello y lo expresaba gritando desesperado; decía que ella estaba viva, que estaban cometiendo un terrible error, que una muchacha de diecisiete años no podía morirse por la picadura de un reptil asqueroso. Chillaba pidiendo a todos que se fueran, que él l la resucitaría, maldecía a Dios, a su madre y a los santos y pugnaba por zafarse del fuerte abrazo de su padre y hermanos hasta que , agotado, se rindió y cayo al suelo de rodillas. Su padre puso sus manos en las mejillas del muchacho y le miró a los ojos.
-Papá-dijo el joven con voz apenas audible-no puedo vivir sin ella.
En aquella mañana lóbrega de lluvia y ráfagas de viento sonaron los aullidos de los lobos.
El vagabundo despertó cuando un tímido sol pugnaba por abrirse paso entre los cúmulos. Se llevó las manos a los riñones e hizo un gesto de dolor; intentó levantarse pero se tambaleó y quedó sentado en una incomoda postura. Un buen rato mas tarde consiguió ponerse en pie. Entonces vio a un hombre que debía ser un sepulturero que voceaba el nombre de Bistrot. El hombre se acercó al vagabundo.
-¿Ha visto usted, a un perro, señor? Un cocker bastante maltrecho que cojeaba de una pata. ¿Sabe? Era mi única compañía y no consigo encontrarle.
-Anoche le vi, sí, andaba merodeando por aquí.-dijo el vagabundo gozando por lo que le esperaba al sepulturero.
-¿Y no se fijó por dónde se iba?-el hombre estaba casi al borde del llanto.
-Escuche, amigo, tenía hambre, le maté y me lo comí- espetó con brutalidad.
El sepulturero abrió mucho los ojos, horrorizado. No emitió sonido alguno, solo retrocedió sin quitar los ojos de aquella bestia que había matado a su perro. Después, cuando ya los separaba una buena distancia echó a correr y sus lamentos sonaban tan estridentes que hacían palidecer al aullido de los lobos.
La comitiva fúnebre salió del pueblo hacia el mediodía. El ataúd descansaba en el interior de una bella carroza tirada por seis caballos con plumaje negro en las cabezas. Un cochero de uniforme y su ayudante iban en el pescante hablando de sus cosas, indiferentes al dolor de la gente que caminaba, mejor, se arrastraba tras el coche. Los padres de la muchacha, su novio y la familia de éste, los amigos y los vecinos y los curiosos y las beatas amen del sacerdote y el monaguillo formaban una pequeña multitud arracimada y llorosa rodeando al coche fúnebre. El novio de la chica muerta caminaba erguido, vestido de negro, al lado de su padre quien le rodeaba los hombros con su brazo. El muchacho miraba fijamente al féretro y en sus labios aparecía una leve sonrisa
-Cuando me quede solo con ella, papá, la despertaré-dijo a su padre. Y este:
-Si, hijo, lo que tu digas- y pidió al cielo que terminara tanto sufrimiento.
Y se estremeció al escuchar el lejano aullido de los lobos.
El vagabundo se cruzó con la comitiva y durante unos minutos permaneció observando semiescondido entre las lápidas. Vio como sacaban el ataúd y el cura leía algo en un libro. Observó con ojos fríos a las mujeres de negro que lloraban desconsoladas y al joven alto que permanecía erguido y serio cuyo perfil se recortaba dramáticamente contra el cielo preñado de nubes. Metieron el ataúd en el hoyo y echaron encima unas pocas paladas de tierra. El joven arrojó una flor y después todos se fueron excepto el joven que permaneció arrodillado junto a la tumba con la cabeza agachada en actitud de oración
Cuando mas tarde un lobo aulló en la lejanía, el mendigo observó como el joven se acercaba a la sepultura y empujaba la lápida. Estuvo un rato luchando para que la pesada losa de mármol se moviera pero tras muchos esfuerzos abrió un hueco por donde podía pasar su cuerpo. Se deslizó en el interior ante la atónita mirada del vagabundo que acariciaba la navaja con la que desollaba a los animales que cazaba. Durante un rato no hubo movimiento alguno, sino un ominoso silencio tan solo roto por los lejanos aullidos de los lobos. El vagabundo movió la cabeza; en sus ojos había una mirada de estupor. El vagabundo por una vez tuvo miedo pues dio unos pasos en dirección a la tumba pero volvió sobre ellos. Finalmente se echó la mochila al hombro y empezó a caminar alejándose del lugar.
Solo la luna llena y un lobo que merodeaba por allí vieron cómo el joven salía todo cubierto de polvo del interior de la sepultura llevando de la mano a una muchacha de larga melena rubia y que iba envuelta en un vestido de seda de color blanco que, a la luz de la luna, resplandecía.

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