Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

2/5/09

-Relato 2 de Elena Pentinel de la Chica

LLAMADME MARA

Conocí a Margarita en la claustrofobia de un ascensor que hervía en los cuarenta grados de aquel día de julio. La puerta ya casi se cerraba y yo andaba sumergida entre las bolsas y las cajas de la mudanza, a la vez que sujetaba el carrito del pequeño Ricardo. Tuve que hacer un heroico esfuerzo por impedir el cierre y dar paso a aquella chica que entraba con extraño empaque, con una exagerada bolsa de boutique cara y un sutil perfume de aroma distinguido. La miré imperceptiblemente azorada por el triste contraste que yo hacía junto a ella: yo iba sudada, con el pelo retorcido en una mínima coleta y con el peor aspecto que podía ofrecer. Ella, en cambio, me sonrió y con movimientos calculados pero a la vez naturales se presentó con amabilidad. “Soy Margarita, pero llámame Mara”. Era exageradamente medida, equilibrada y por todos sus poros se desprendía la imagen diáfana de un control absoluto y consciente de todo su ser. De inmediato me sentí disminuida, a la vez que crecientemente admirada por la visión de una mujer perfecta.
Su aspecto era el de una treintañera atractiva y sensual: lucía una cuidada melena castaña, un esbelto y ligeramente musculado cuerpo, que hacía pensar en horas de gimnasio, masajes y tacón alto, unos ojos grandes y rasgados cuyo color evocaba la consistencia fluida del aceite. Puedo recordar también la cadencia de sus manos, ligeras, alargadas, casi esculpidas por algún anónimo artista clásico y la firmeza de sus delgados hombros perfectamente curvados. Hasta el detalle de sus piernas algo arqueadas hacia dentro le concedía un contrapunto de ostentosa infantilidad que conmovía.
Antes de que el ascensor llegara al segundo piso, donde ambas íbamos a compartir rellano y vecindad, pude imaginar al detalle cómo sería aquel hogar amplio y soleado en el que me ofrecía tomar un té helado para hacer una pausa en el trajín de la mudanza y conocer a mis nuevos vecinos. Me encontré con que la misma armonía y delicadeza envolvía todo el espacio: una reproducción en cristal de un dibujo de Alfons Mucha en el pasillo, un rincón de lectura rodeado de cojines bordados en seda, una puerta amplia y desnuda que dejaba paso a una terraza atestada de plantas y flores en cierto estudiado caos, y, sobre todo, una abultada biblioteca que, como las plantas en el exterior, lo invadía todo: los estantes del pasillo, las repisas que rodeaban una baja cama blanca y, por supuesto el luminoso salón, rodeado de estanterías en maderas nobles, que casi cedían bajo el peso de magníficas ediciones. Entre ellas me llamaron la atención los numerosos volúmenes de Faulkner que se apilaban en una cómoda. Como corolario me mostró una colección de postales de escritores que había ido acumulando en sus viajes, en un recorrido literario-sentimental por las ciudades que visitaba: ahí estaban la mirada enferma de Kafka, la sonrisa inteligente de Russell, el gesto ceñudo de Chesterton, el atildamiento del joven Proust.
Mientras charlábamos con la familiaridad que da la constatación de ciertas afinidades, pude observar más de cerca su mirada, y allí me pareció ver un fondo imperceptible y oculto en su aparente placidez. Sólo más tarde, con el trato ya amistoso y algo confidencial que mantuvimos pude ir descubriendo en esa mirada un lejano horror, un pánico que se asomaba de vez en cuando y que desmontaba en gran medida aquella imagen exterior tan bien conformada. Poco a poco fui reconstruyendo en mi imaginación, con los fragmentos de nuestras conversaciones, con retazos de sus actitudes y gestos los posibles orígenes de aquel mirar melancólico, de aquella tristeza profunda que cada vez veía con mayor nitidez en sus ojos de aceite: quizá un divorcio destemplado, tal vez una frustración inconfesada, puede que un sórdido conflicto familiar.
Nos reuníamos con frecuencia en mi casa o en la suya. En la mía, siempre Margarita, mi marido y yo, los niños ya acostados y la casa por fin en calma, nos acomodábamos alrededor de una cena improvisada y algunas cervezas para charlar sobre libros, música o política, o cualquier cosa que no tuviera que ver mucho con la realidad. Siempre me admiraba ante su elocuencia, su ironía, pero sobre todo, ante su sensibilidad exenta de cursilería. Más de una vez pude advertir en mi pareja miradas que registraban desde la franca admiración hasta la lujuria encubierta, a la que podía contribuir en buena medida el exceso de bebida y risas. Sin embargo, nunca dudé de ella, quizá la consideraba demasiado elevada para entrar en bajezas morales.
Pero la amistad menos indirecta se mostraba en su casa, cuando, tras llevar a los niños al colegio, recoger la casa, preparar comidas, me arreglaba cuidadosamente, como para no defraudar a un enamorado y llamaba a su puerta para compartir un café si aún era pronto o un excelente vino si eran más de las doce. Allí ella me escuchaba pacientemente, bajo la sombra de la pérgola por donde trepaban las madreselvas y yo le pedía que pusiera tangos, por aquello de las madreselvas en flor, se reía. Me sorprendía que siempre estuviera libre, dispuesta a cualquier hora y me preguntaba constantemente cómo se ganaría la vida aquella persona que parecía estar hecha para mimarse y rodearse de belleza. Parece mentira, con la de confidencias que llegamos a compartir, que nunca le preguntara cuál era su trabajo. Pero yo tenía mis conjeturas que, con el tiempo se fueron corroborando: no hacía absolutamente nada, al menos para mantenerse económicamente. Sus ingresos -nada desdeñables en apariencia- provendrían de una familia más que acomodada, de la que parecía rehuir en un intento de rebeldía casi adolescente y, luego lo supe, también de un marido abandonado, pero extremada e inexplicablemente generoso para con su ex-mujer. Sus salidas estaban acordes con su aspecto: hacía deporte, practicaba yoga y meditación –su pasión por lo oriental no parecía ser más sincero que el resto de sus máscaras bien ordenadas-, acudía semanalmente a un salón de belleza y ese tipo de cosas a que se entregan las damas ociosas financiadas por sus ocupados y negligentes maridos. Tampoco descuidaba su intelecto: acudimos más de una vez a exposiciones y conferencias cuya ubicación, hora y contenido ella registraba cuidadosamente en una minúscula agenda.
En esos días, mientras yo colgaba la ropa de la última lavadora del día en el tendedero del ojo de patio, la entreveía en su mesa de trabajo, bajo la luz de una lamparita, escribiendo algo en su portátil: ¿poesía, ensayo, un diario?, me preguntaba, pero nunca me atreví a comentárselo, quizá porque ello hubiera implicado reconocer que en cierto modo la espiaba desde mi cocina. Ésa era, probablemente una de las imágenes más apacibles del día, contemplar su gesto, ahora ya más descuidado, mientras pensaba, escribía febrilmente de corrido o se echaba sobre el marco de la ventana para fumar con aspecto desolado y náufrago. En esos momentos me satisfacía, rencorosamente, con su soledad. Pensaba en lo evanescente de su existencia frente a mi pesada vida familiar de tres hijos, un sueldo exiguo y un incesante dejar para mañana las que creía mis aficiones más trascendentes. La envidia era entonces la que me aguijoneaba para recrearme en su triste soledad sin fondo en contraste con mi vida repleta de gente pero también de afecto. Incluso llegaba a sentir un ancestral gozo en mi condición de fecunda matrona frente a la que imaginaba sería una mujer estéril, probable causa de su ruptura matrimonial, aventuraba mi fantasía.
Entretanto se fraguaba esa amistad, conformada a medias entre la admiración y la envidia, no cesaba de observar sus movimientos, sus idas y venidas; aquello se convirtió en parte de mi vida: el conjeturar sobre su pasado, sobre sus actividades, pero por encima de todo quería averiguar el sentido de ese vértigo que se asomaba al exterior por los resquicios de sus ojos. Más de una vez me encontré espiando en sus armarios del baño o en los cajones de la cómoda del salón cuando ella iba a por más vino a la cocina. Un día me sorprendió –o quizá no me sorprendió realmente- encontrar un frasco de ansiolíticos y una pequeña cajita de hipnóticos. Sentí como si ganara una batalla en mi lucha por desmontar el enigma.
Otro día, que habíamos tomado más vino de lo habitual, mientras veíamos una película antigua en blanco y negro, me soltó a bocajarro: “Yo estuve enamorada una vez de la persona errónea y he estado arrastrando ese dolor el resto de mi vida: desde entonces fui incapaz de sentir verdadera pasión por nadie, me lo propuse, pero el amor hace ya mucho que dejó de interesarme”. A continuación yo empecé a ponderar exageradamente la importancia de la vida en común, de la felicidad de un hogar con hijos, etc. y sólo conseguí hacerla enmudecer sobre su confidencia. Ella miraba insistentemente al frente y tuve que balbucear una inaudible excusa para escapar de aquella situación desagradable.
En las siguientes semanas a esta confidencia nos vimos casi accidentalmente. Durante varias noches la escuché reír en la escalera junto a la voz de algún hombre para mí desconocido, y probablemente también para ella, uno distinto cada vez. Después de cada uno de estos furtivos encuentros se pasaba días encerrada en su casa y sólo se oía, a través de la terraza, la cascada voz de Gardel, que repetía inmisericorde sus historias de amores canallas.
La noche que golpeó apresurada pero silenciosamente en mi puerta caía una tenue llovizna de finales de primavera. Entró casi con violencia en mi cocina, abrió la nevera y se sirvió la primera bebida que encontró. Yo me quedé estupefacta ante una conducta tan impropia en ella. Los niños dormían y yo remoloneaba para no entrar sola en mi cama, pues mi marido pasaba unos días fuera. “Me pillaste despierta por los pelos”, empecé a susurrar para sobreponerme. Tenía la cara desencajada y el abismo que normalmente celaba en sus ojos se abrió a mí en toda su amplitud. “He estado hablando por teléfono” y sólo entonces reparé en el manojo de hojas arrugadas y húmedas, arrancadas de una guía telefónica que llevaba apretadas en el puño. “Después de casi treinta llamadas encontré el número que buscaba, después de tantos años en que esperé pacientemente el olvido”. “Conseguí hablar con él, pero ya desde el principio sabía que mi llamada era inútil, que había soportado todos estos años de distancia para caer en el ridículo más lacerante. Pero como ya no había marcha atrás, seguí adelante”. “La voz de él era, como siempre lo fue, distante y un tanto irónica y cortó toda posibilidad de conversación cuando dijo “creí que te estabas tomando las pastillas. Tienes que volver inmediatamente con el tratamiento. Papá se llevará un disgusto tremendo si vuelves a las andadas, sobre todo si se entera de que hablaste conmigo”. En ese instante lo volví a odiar por sus mentiras, por sus ambiguos juegos infantiles, por sus lecturas susurrantes a la sombra de las glicinas, por aquel tango que bailamos rozándonos los rostros apenas el día de mi cumpleaños, el día que me dijo que ya era una mujercita, una mujercita interesante. Me destrozó la vida el muy cabrón.”
Como si esta última palabra hubiera sellado sus labios, calló bruscamente, me miró como si yo fuera alguien extraño que escuchó de soslayo una conversación privada y que tiene además la osadía de quedarse observando. Atravesó muy derecha la cocina, soltó el vaso en el aparador del zaguán y cerró la puerta de la calle con suavidad.
No pude pegar ojo en toda la noche, pensando en su mente torturada, en una vida deshecha a un mismo tiempo por el rencor y la culpa, por una existencia francamente desdichada.Yo también sentía mi parte de la culpa, culpable de mi envidia y de mis celos, de haber deseado en alguna recóndita parte de mi alma que su vida fuera un fraude, que no podía ser tan insultantemente perfecta. Me levanté a mirar a los niños y agradecí al cielo que mi vida transcurriera por una senda plana y alumbrada, que yo estuviera en este otro lado de la existencia, lleno de lo cotidiano, afianzado en la rutina, y sentí que volvía a traicionarla.
Cuando al fin pude conciliar el sueño, me despertó el alboroto de los niños, que peleaban y chillaban llenos de desconsideración, llenos de vida. Me levanté y me dirigí a la cocina, pero al pasar por el zaguán vi un pequeño sobre a contraluz bajo la puerta. Me imaginaba su previsible contenido, que me echaría de menos, que no hiciese caso de la charla de la noche anterior, que estaba medio borracha y trastornada, que me tengo que marchar de viaje durante unas semanas, y algunos datos más sobre una llave que había en el sobre y que no llegué a leer.
De repente llegó el verano y nos marchamos los niños y yo a la playa, tan sana para el crecimiento decía constantemente mi madre. Un desasosiego continuo acompañó mis días de sol y familia amontonada. Desde entonces empezó a atormentarme el insomnio, que procuré aliviar con remedios caseros. El recuerdo de los hipnóticos de Mara en el cajón me producía pavor.
Cuando volvimos a casa me asomé rápidamente a la terraza, para ver oblicuamente la suya, que compartía tabique con la mía. Vislumbré una maraña de plantas secas y flores marchitas. El polvo se acumulaba en los muebles exteriores como si hubieran pasado siglos desde la última vez en que una mano hacendosa les quitara la huella del paso del tiempo. Indagué entre los vecinos para conseguir alguna noticia de su paradero, pero nadie la había visto y casi nadie parecía recordarla.
Fue por eso que decidí usar la llave que Mara había introducido en el sobre. Efectivamente, era de su piso y decidí entrar como si profanara un lugar sagrado o la escena en que se ha cometido un terrible crimen. Todo estaba intacto, aunque polvoriento y desangelado. Parecía un lugar maldito, abandonado con premura y miedo. En la mesa del salón encontré una Biblia, con el punto de lectura marcando unas páginas. Abrí el pesado tomo y me encontré con el Libro de Ruth, en el capítulo primero se señalaban en lápiz estas palabras: “No me llaméis Noemí, que quiere decir hermosa, sino llamadme Mara, que significa amarga, porque el Todopoderoso me ha llenado de grande amargura”.
Lo último que supe de ella fue una hermosa carta, remitida desde una residencia de salud mental a las afueras de la ciudad. En ella me contaba que había retomado sus lecturas y su calma, hacía ejercicio diario, hablaba de literatura y música con un “bipolar” de la habitación contigua cuando estaba sereno, plantaba pequeñas macetas en su soleada habitación mientras escuchaba tangos, aunque no podía beber vino, porque con la medicación ya no se lo permitían.

8 comentarios:

  1. Se echa de menos más datos sobre Mara. ¿A quién llama Mara por teléfono? ¿Con quién habla por teléfono? ¿Un familiar que habla de "papá"? No lo veo claro. Las diferencias entre las vidas de ambas mujeres son uno de los meollos del relato; diferencias que terminan en una envidia frustrada de la narradora por Mara.
    No es tan creible como el primer relato suyo. Creo que para usted tampoco.
    Atentamente. Un zorro educado.

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  2. Anónimo1/4/09, 6:05

    se ve a leguas que es el hermano... ¡¡¡ a ver si leemos mejor

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  3. es verdad que lo leí rápido; "eso de bailar juntos rozándonos el rostro, que ya era una mujercita y que era interesante y me destrozó la vida el cabrón", me suena a relación sentimental y con un hermano... pensé en el incesto pero me pareció muy atrevido (o quizás sí hubo incesto y por eso acabó en el manicomio? aclárame si te apetece).Uhmmm.. Además, no es creible "No pegué ojo en toda la noche..." y que en el párrafo siguiente reciba una carta de Mara y no llegue a leerla entera.
    Falta coherencia.
    Atentamente suyo. Un zorro educado.

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  4. Anónimo2/4/09, 9:13

    lo que no llega a leer entero se supone que son las instrucciones que van con la carta. La carta la leyó y te ha contado qué decía....
    Y por supuesto que es un incesto lo que la lleva al manicomio...
    cita : "que me tengo que marchar de viaje durante unas semanas"

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  5. elena pentinel3/4/09, 2:50

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  6. Intervengo para comentar alguna de las ideas que aparecen en el texto. Me interesaba principalmente mostrar a un personaje atormentado con algún misterio, un amor terrible, por ejemplo. Y recordé uno de los episodios que más me impactaron en El ruido y la furia ( entre los personajes Quentin y Caddy, que mantienen una ambigua historia amorosa)de Faulkner, de ahí la concreta mención de este autor en la descripción de la biblioteca. Me pareció más "enigmático" sugerirlo a partir de pocos datos (la palabra "papá", por ejemplo).
    En cuanto a la carta primera no la lee completa pues no interesaría para la tensión dramática el entrar en pormenores más materiales, digamos.
    Por último, estoy de acuerdo con "el zorro" en que lo que también me interesaba mostrar era el conflicto entre dos mujeres divergentes,cada cual con sus miserias, desde la perspectiva de la narradora.
    También quería preguntarle a "el zorro" por qué valora tanto el supuesto realismo de un relato, cuando se pueden plantear ideas geniales desde la óptica fantástica e incluso irreal, como han demostrado los más grandes cuentistas hispanos, Borges, Cortázar o Bioy.
    Muchas gracias por vuestros comentarios, y espero que sigamos discutiendo, con educación por supuesto.

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  7. Estimada Elena. Con placer respondo a su misiva. Con el mismo placer que aprecio su tono amigable y propeso a la crítica constructiva. Ahora solo me gustaría saber quién es ese anónimo que me dice que no sé leer. ¡Me batiréen duelo con él!! Siento haberlo confundido con usted.
    Le comento sobre dos apuntes suyos. Usted dice que: "En cuanto a la carta primera no la lee completa pues no interesaría para la tensión dramática el entrar en pormenores más materiales, digamos". Yo sigo diciendo que comete un error de coherencia. Sacrifica la coherencia entre dos párrafos por "mantener la tensión dramática".A mí eso, personalmente me espanta. Y la coherencia no tiene nada que ver con el realismo. Aquí viene la respuesta al segundo apunte qe usted me hace sobre mi sobrevaloración del realismo en un relato. No sé en qué se basa para decir eso de mí.
    Sayonara baby

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  8. Si algún día tengo tiempo y ganas, me encantaría formar parte de vuestro selecto grupo. Por ahora, por razones que no comentaré, he leido los dos relatos de esta chica y me han gustado. Participar exigiría de mí una revisión de conocimientos y actualizacíón en lecturas... pero, de momento, me conformaré con leeros a las personas que estáis en el taller y vuestros comentarios...Si puedo, aportaré algo, pero me siento hormiguita a vuestro lado....

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