Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de Elena Pentinel de la Chica

CARTA DE ADIÓS

Querida mamá, realmente no creo que sea buena idea ésta de escribirte, no tiene gran sentido cuando precisamente lo que quiero es desaparecer, difuminarme sin dejar rastros, ni explicaciones, ni culpas. Es probable que nunca la envíe, aunque su sentido, si alguno tiene, puede que sea el descargo de conciencia, o, al menos, el encontrar yo misma una explicación a mi comportamiento, hallar, a través de unas cuantas intransitivas, opacas palabras, un hilo, sumamente sutil, casi imperceptible, de coherencia al por qué de mi actuación, quizá quiero reinventar, o acaso inventar un amago de excusa ante mi hiriente conciencia. Aunque, ¿por qué la coherencia? ¿Por qué nos empeñamos en pensar que, detrás de todos nuestros movimientos, decisiones, dudas existe una trama bien ordenada y justificada por un destino que nos conduce a un lugar determinado?. Mi vida (que expresión tan rimbombante), o quizá mi inconstante espíritu me llevan a pensar más bien en lo contrario: que somos meros desechos objeto de un azar indiferente que nos alza o nos hunde en el torbellino de su ir y venir sin sentido, que no vamos a ningún lado, es más, que no existe el camino o la dirección hacia donde, sino que nos precipitamos una y otra vez contra un cristal translúcido a través del cual creemos vislumbrar un orden imaginario. Qué horror, qué engaño la imaginación, qué máscara. Es tan difícil no sucumbir a su halago. A sus cantos de sirena.
Pero yo no quería hablarte de la imaginación, ni de los libros, que tanto daño me han hecho, que hurgan siempre en las llagas más abiertas (¿por qué siempre hablan de dolor, de desastre, de caos, de terrores en los que uno se refleja, se afianza, se encuentra? ¿por qué nunca leí libros de alegrías sencillas, de entusiasmos o, simplemente, de sanas felicidades? ¿acaso no los encontré o alguien los quitó de mi camino? ¿acaso no existen?). Quería hablarte más bien de por qué siempre me sentí condenada. Condenada a la frustración, condenada al fracaso, condenada a la infelicidad y a la estupidez. O mejor dicho, no puedo explicarte ese porqué, no sé sus causas, en todo caso puedo contarte historias, mejor, imágenes de mi incesante condena, que se han ido desgranando desde que tengo cierto uso de razón, o de sinrazón. No intentaré psicoanalizarme, rebuscar en la memoria infantil las marcas de un discurrir desdichado, supongo que las mías fueron las mismas frustraciones de todos los niños, que pasan de la euforia al desengaño con una facilidad de pasmo. Parece ser que yo todavía no he superado esa etapa, o quizá se engañan quienes crean que algún día se supera. Mis penas podían ser tan vulgares como las de cualquier otro: nunca me reconocía en ninguno de mis congéneres, desconfiaba de la amistad como de un tonto simulacro, quería haber nacido en otra parte, en otro mundo más interesante, me oprimían las angostas paredes de mi cuarto compartido. Sólo hallaba paz en la lectura, siempre escapando e incapaz de no odiar lo que los demás decían ser la realidad. Mi vida debía estar hecha para fines más altos, para realidades más sutiles, menos aplastantes. Crecí con la convicción de que algún día sería merecedora de un destino brillante y admirable. Sin embargo, no me daba cuenta de mi incapacidad para admirar y para brillar.
Mi juventud fue la potenciación de ese espíritu: todo me desagradaba, la consistencia misma del día a día, pero creía intuir una belleza oculta tras las cosas, lo único que había de hacer era preparar mi vista, mis sentidos todos para captarla y quizá plasmarla de alguna manera un tanto artística. Pero esa visión sublime no llegó, la cegó por completo el peso de la realidad con su contundencia. En la Facultad leí que algunos filósofos decían que la llamada “realidad” no existe; sí que existe, yo la siento a diario: despertadores, caras de sopor y de desprecio, trenes, ventanillas que muestran el correr impávido de los vertederos, adoquines que se clavan en la suela, el calor por la espalda, la puerta del trabajo como una garganta que quiere engullirte, desde la ventana más vertederos, el olor acre de lo baños, las manchas, manchas por todas partes (en el suelo, en la mesa, en la puerta, en mi falda esa rebelde y leve gota de grasa que se empecina en quedarse en la costura). ¿Por qué habrá tantos vertederos y tantas manchas? ¿Por qué todos me taladran los ojos? Al menos yo sí que llevo como un peso muerto la presencia absoluta de esa realidad.
Quizá sea eso lo que más admiro en ti, y en tantas mujeres recluidas en sus pequeños hogares-cajita: el tesón con que afrontan la vida, con que tiran de sus carritos, con que limpian sus rincones llenos de recuerdos, la manera valiente e inconsciente de enfrentar los cotidianos desengaños. Siempre quise ser como tú, pero una fuerza dañina me arrastraba en sentido contrario: tú querías que fuera una eminente doctora, una mujer fuerte e inteligente, capaz de enfrentar la vida con osadía. Y en cambio te decepcioné, y de qué manera: me acosaba la indecisión, la duda, los lados desolados y oscuros de mi mente, no podía ser esa mujer con que toda mujer sueña, acaso ni siquiera yo comparta ese sueño.
Mi vida se vio coronada por el más mediocre de los quehaceres: se esfumaron las pretensiones literarias y vine a dar en la castrante labor de la enseñanza. Caí en esos espacios de tortura espiritual que resultan ser los centros de secundaria. Mil cartas serían necesarias para dar un atisbo de comprensión sobre la manera en que allí se sufre, o al menos en que yo sufrí: gestos de tremendo desprecio e indiferencia, papeles arrojados a la cara, desolación entre el desorden de las bancas, maraña de gritos e insultos descontrolados y sobre todo ese cinismo impertinente de quien cree estar de vuelta de la vida y posee una ausencia total de curiosidad, de capacidad de encantarse o de apreciar la más mínima hermosura. Me veo con mi libro de San Juan leyendo en voz alta y con el mayor entusiasmo esas palabras delicadas que embelesan el espíritu y transmiten el misticismo más puro. Cuando termino de leer, con el corazón agitado y conmovida el ridículo se apodera de mí: las risas, los bostezos, cabezas echadas, expresiones hirientes que te dicen: “Será gilipollas la tía esta”, crueldad humana en estado puro. Y pienso: no tiene remedio, el absurdo y el ridículo son los pilares de este mundo. Entonces veo la mancha, la mancha de tinta en la mano regordeta e infantil, y me asalta un cansancio infinito, “pobrecita”, pienso. Recojo mis libros con un apretón en la garganta, con toda la indigna dignidad que me queda salgo muy derecha y patética por la puerta del aula y me juro que jamás volveré a esa humillación, que me moriré de hambre antes de seguir con esa tortura y que la culpa no está allí, ni en la mano regordeta ni en el fingido desprecio del adolescente. Que la culpa está en las manchas que todo lo invaden, en la suciedad que sale por los resquicios del mundo, en el caos y en el desorden y pienso que siempre me he estado engañando, que esos malditos libros mentirosos me han traicionado, me han hecho buscar algo que simplemente no existe.
Por eso esta carta, para que no me odies demasiado, quizá sólo buscamos la compasión de los otros, al menos quienes tenemos el pensamiento débil y errático. Por eso hice la pila en el patio y me entregué a mi propia orgía de fuego, a mi personal auto de fe con la exigua biblioteca que había ido reuniendo en esos cuantos años, por eso saqué mis escasos ahorros y me cogí el primer autobús que me llevara a algún pueblo perdido en medio de ninguna parte. Por eso te dejé al cuidado de la pequeña Virginia (pobre, qué maldición de nombre). Por eso quiero que la enseñes a tirar del carrito con obstinación, a limpiar con pulcritud los rincones de su habitación, a esperar a la familia con ilusión los domingos. Sólo te pido que la alejes de los libros, de las mentiras y las falsas ilusiones que ellos sugieren, para que aprenda a no ver las manchas, que sobre todo no se dé cuenta de las manchas, que podrían empujarla por este barranco desolado en el que ahora termino de escribir esta carta.

5 comentarios:

  1. Preciosa carta. Escrita desde la verdad y la realidad hasta la belleza.

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  2. limoncello13/4/09, 7:18

    brutal descripción del hartazgo, enhorabuena. Y si, coincido en su honestidad y verdad.

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  3. durísimo y bellísimo, como la vida misma. Si esto-eso de leer tiene consecuencias parecidas, entonces el mundo está destinado a ser feliz, no? Porque leer, hoy, se lee poco...¿o acabo de hacerme un lío?

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  4. Anónimo3/3/10, 1:18

    Desgarradoramente hermoso

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