Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de Manuel López Pertiñez.

Montequinto, a finales de Octubre del año de Nuestro Señor de 2009. A punto de dar las doce de la noche y bajo el segundo año de papado de Nuestro Ilustrísimo y Santo Padre Benedicto XVI.

Suyo afectísimo, querido y admirado amigo D. Alejandro el Veneciano, Hijo legítimo de José Egregio del Vals. A vos me dirijo, en estas tranquilas horas del día y tras sucesos del todo sobresalientes acaecidos a mi persona y tenidos a bien relatarte por lo que de ellos os atañe e interesa.

Acercándome hará dos días y a esta misma hora de Nuestro Señor a esta mi casa actual por los barrios y las calles, solitarias ya, del pueblo de Montequinto, he tenido a bien cruzarme en mi camino con nuestro querido Vivaldi. Yo, que lo hacía por tierras italianas recibí una grata sorpresa por el inesperado encuentro. He de deciros, sin embargo, que ha sido gracias a su blanca peluca que lo reconocí, blanco plateado a la luz de la Luna, peluca de por sí brillante y estrafalaria. Ansioso por su voz y sus noticias lo asalté como si de un ladrón me tratase. Con su sonrisa, tan genial como su música, melodiosa y elocuente, me devolvió el saludo afectuoso, recolocándose la peluca que en la sorpresa se había desplazado de su lugar estético habitual. Habéis de saber, mi querido y físicamente, que no en el alma el sentimiento y el afecto, lejano Alejandro, que yo me aproximaba hacia mi hospitalaria vivienda procedente de uno de mis paseos nocturnos; esos paseos deseosos de estrellas, de luz de Luna que anteayer brillaba como nunca, de aire en el rostro y tranquilidad en el espíritu, pues desde que ese medio día, hora del Señor de las quince horas para seros más exacto, había dejado de trabajar en el castillo de Montequinto, no había encontrado paz en mi espíritu, y mi mente, llena del resto de bulliciosos hechos, hervía en sentimientos contradictorios. Habéis de suponer pues que el encuentro con nuestro gran Vivaldi supuso, más allá de la alegría pareja a la sorpresa inicial, una esperanza de compartir, de desahogarme, de confiar a alguien cercano los fuertes huracanes a los que la vida sometía a mi espíritu. El día en el castillo, como bien informaba a nuestro querido Vivaldi, había corrido plagado de difícultades.

Recordaréis nuestras conversaciones filosóficas, aquellas en las que comentábamos lo que bien dijera el sabio Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”. ¿O acaso me equivoco de autor? Corregidme, estimado amigo, si es así, si mi mente, en un obnubilamiento pasajero, ha equivocado el creador de tamaña verdad. Pues bien, con tu permiso de sabio erudito y entendido lector, y con el permiso no solicitado y por ello más envidiado y esperado, de Hobbes, yo me atrevo a decir que, “El hombre ha de ser un lobo para el hombre”. Sí, estimado amigo. Yo, a quien tú bien conoces por mi educación, mi corrección en las formas y mi deferencia en el trato con mis congéneres; más aún con las féminas, esos crisoles de belleza, dulzura e inspiración, herederas de la virtud en tanto que esencia divina y exhaladoras de los más embriagantes perfúmenes físicos y espirituales, había llegado a esa conclusión. Y Vivaldi, al participarle en el devenir de la conversación de este breve alarde filosófico que mi mente imaginativa se ha permitido, me miraba asombrado, inquisitivo, expectante. El es un poeta, un alma elevada, un tuteador de las musas, un artífice de la música, el lenguaje del alma, y es por ello, querido Alejandro, por lo que no conseguía alcanzar el sentido último de mis palabras. Le pedí que me acompañara. Sí, con un respeto mezclado de honor le he pedido que me acompañara. Y, a hurtadillas del mundo entramos en el castillo de Montequinto.
La Luna, esa compañera de la oscuridad, se complajo en prestarnos su resplandor blanquecino; el suelo, su dureza sólida y sonora a nuestros pasos; el aire, ligero y tibio, el temblor de nuestro aliento. Antes de penetrar en los intersticios del castillo, Vivaldi, tal que si en ello le fuera la vida, me detuvo con un golpe de su brazo en el mío. Hombre sorprendente cuan bien vos sabéis, querido Alejandro, hombre de los que son geniales en la fricción de la extravagancia y lo común me impreca tras recolocarse la peluca: “Antes de entrar, dispensadme la pregunta: ¿Me es permitido y posible fumar?”, “Por supuesto, estimado Vivaldi, ahora nuestra compañera será únicamente la soledad y ella nunca entendió de prohibiciones”. Entonces él, del bolsillo interior de su largo gabán, extrae una fina y leve pipa, y un saquito de tabaco del que vierte algo de su contenido en la cazoleta para después encenderla con la elegancia que da la práctica.

Penetramos en el castillo de Montequinto a la luz de una escuálida antorcha y con las sombras que la Luna provoca. Pequeños ruidos, apenas virutas de silencio, parecían ser nuestros acompañantes. Buscábamos la razón práctica de la afirmación que a Vivaldi le había hecho, la muestra ostensible que la justificaba, más aún, el escenario en el que esa afirmación: “El hombre ha de ser un lobo para el hombre”, era verdad. El castillo nos mostraba sus fauces, sus intestinos, sus órganos dormidos, sus contenedores de seres humanos. Como un monstruo inmenso tumbado en el suelo, dormido o quizás postrado a los pies de un Dios superior. Vivaldi, nuestro gran Vivaldi, sostenía la leve pipeta de la que, constante y tímido, se elevaba un fino hilillo de perfumado humo. Y el sonido de sus pasos en los pasillos del castillo era el ritmo en que se sucedían los silencios.
Su mente observaba con atención mis comentarios y las impresiones de sus percepciones. Calladamente. Quién diría, querido Alejandro, que nuestro Vivaldi, ese genio de una música armoniosa, fuera, como vos y yo bien sabemos que es, callado e introvertido en sus momentos de mayor curiosidad, de mayor franqueza con su sí mismo. Nuestro paso regular nos adentraba en los rincones más lejanos, más escabrosos del castillo.
Le comenté sus nombres y se los enseñé y describí: “Estimado Vivaldi, estas estancias son las que hemos dado en llamar Aulas de 1º de ESO. En ellas, seres humanos de unos 13 años han de permanecer sentados seis horas al día, en silencio, sin contacto físico entre ellos, con la mirada y el oído pendientes únicamente del hombre al que llamamos profesor, pervertidor de su espíritu hasta forjarlo en la deformidad que, irreparablemente, le hará útil para otros. Por su ser interno se rebelan, algunos quieren levantarse, interrumpen al profesor, desean tocarse, llegarían incluso a agredir, a destrozar al profesor si no se les tratara a palos… pero, no les es permitido hacerlo, somos los verdugos de sus instintos”. Salimos de las estancias de 1º de ESO. Le enseñé los llamados “Despachos” en los que los profesores disponemos de mobiliario para sentar las posaderas y de elementos de tortura psicológica, adiestramiento e instrucción. Las estancias de 2º y 3º de ESO, las aulas de lo que se llama Educación Primaria, los llamados Patios de Recreo, los servicios, la cafetería, el gimnasio. Y así, lentamente, en la tranquilidad de la noche, querido Alejandro, nuestro Vivaldi, el gran, grandísimo genio de la música de los ángeles, fue poco a poco convenciéndose según lo que veía y lo que yo le explicaba de que la convivencia en el castillo sólo es posible si dentro de él los que allí trabajamos sabemos la gran verdad: “El hombre ha de ser un lobo para el hombre”. Y seguimos andando. Después de la seguridad que da el saber, has de conocer, mi admirado Alejandro, que Vivaldi cambió de actitud, mostrando una faz nueva, un gesto tranquilo, seguro, consciente y sabio.
“¿El hombre ha de ser un lobo para el hombre? ¿Es esa la única forma de hacer hombres?” Sus preguntas, querido Alejandro llegaban a mis oídos en los mismos lugares en que unas horas antes voces y gritos hacían de ese mismo espacio un centro de adolescentes y de sus relaciones, irrespirable al buen gusto, a la belleza y la educación. “¿Es esa la única forma de hacer hombres?”, “Esa es la forma de hacer medio habitable este lugar, el llegar a ser un hombre no deviene de ello”, “Y, ¿por qué hacéis esto entonces?”, adujo recolocándose la peluca, “Estimado Vivaldi, ¿acaso vuestros siglos de inmortalidad os han hecho olvidar…? Hago esto por dinero.”
Nuestro paseo se había convertido en un andar errático por las salas, pasillos, estancias, claustros. Ya no buscaba mi ser mostrarle el porqué de una afirmación, simplemente paseábamos. Desde amplios ventanales la Luna dejaba llegar a nosotros su hálito blanquecino. Los minutos pasaban. Vivaldi narraba el cómo de su viaje hasta la provincia hispalense, su ajetreado viaje, sus paradas y encuentros. Me habló de los días que había pasado en Valladolid antes de emprender la última etapa hasta Híspalis. Describía lugares y hechos de ensueño, jardines y palacios, conciertos y fiestas. Mi mente se imaginaba todo ello, intentando verlo en reuniones y eventos, él, que ahora compartía conmigo un paseo por un castillo. Y, cual si cayera por un precipicio, me vi enfrentado a los demonios de mi espíritu que, petulantes y sobrados de vanagloria, clavaban en mi torso sus uñas para hacerme caer en la envidia y el rencor. Os confieso a vos, estimado amigo, confesor mudo de mis aflicciones, el sentimiento de envidia, una envidia que no podía reprimir, hacia su inmortalidad y su vida. Yo, pobre mortal, verdugo en una empresa de instrucción de adolescentes, fui de pronto consciente de la pequeñez y trivialidad de mis vivencias y del horrible castillo por el que andábamos frente a la inmensidad de la grandeza de Vivaldi.

¡Oh, mi gran Alejandro, compañero de aventuras! Pero entonces todo se paralizó y me hizo volver a la cordura del agradecimiento hacia nuestra mutua amistad, que nos une a los tres más allá de las circunstancias que forjan nuestras vidas. Íbamos andando, en silencio ya, su pipa había dejado de exhalar el erecto y perfumado humo y su boca había dejado de hablar, entonces, en un instante, tras recolocarse la peluca blanca, todo nuestro alrededor explotó en miríadas de estrellitas cuando…. ¡Vivaldi empezó a silbar! Sí, querido Alejandro, cual flautín afinado, Vivaldi empezó a silbar. Primeramente una nota o dos. Yo no dije nada. Mi respiración quedó en suspenso, mi alma en vilo, mi corazón latía con fuerza, sin querer aventurarse a desear si quiera una nueva sucesión de más notas. Tal que si no quisiera romper un maleficio. Pero Vivaldi continuó. Una, dos, tres, cuatro notas, una repetición, una melodía, una creación. El castillo se había rendido a nuestros pies. Habíamos llegado hasta sus entrañas, hasta el centro de su subconsciente. Habíamos poblado sus instantes de sueño, un genio lo había recorrido, el sonido rítmico de sus zapatos había resonado en sus pasillos y su silbido había impregnado sus paredes iluminándolas con notas musicales. Como si de un bautizo se tratara, el castillo había sido inmortalizado. Nadie lo notaría, los alumnos, al día siguiente seguirían haciendo de las suyas y los profesores lo mismo, pero algo había cambiado. Tal que un niño recién bautizado que sigue siendo un niño, comiendo, riendo, llorando,… pero con un vínculo secreto con la eternidad, el castillo había traspasado la frontera de lo objetivo y material para emparejarse a lo inmortal.
El tintineo de esas gotas de improvisado silbido me redimió de mis pecados, desde las profundidades del Hades surgí a la compañía real del genio. Su peluca blanca brillando a la luz de la Luna y nosotros mirándonos en un gesto de complicidad. Después torció de nuevo el rostro hacia delante y continuó improvisando. Los dos sabíamos que estábamos haciendo cosquillas a la eternidad, a esa eternidad de su música que llenaba su espíritu inmortal y de la que se derramaban unas futiles notas para perderse en el Universo de lo que nunca nadie podrá llegar a conocer.
Solo tú y yo sabremos para siempre eso, que en una noche de Luna llena, a Octubre de 2009, el castillo de Montequinto fue recorrido por Vivaldi, y que en esa noche, sus viejos ladrillos, ventanales, pizarras, mesas y sillas, vibraron bajo el silbido dulce y tenue de su genio creador.

Serían estas mismas horas de madrugada a las que ahora escribo las que marcaba hace dos días el reloj cuando nos despedimos Vivaldi y yo. Volví a mi casa y al conocido silencio que en ella me arropa. Con los ojos cerrados en mi lecho, me sentí también bautizado en esa inmortalidad de lo bello de la que Vivaldi es cuasi Demiurgo.

A vuestros pies, querido amigo. Deseoso espero noticias vuestras desde la bucólica y decadente Venecia que os acoge.

Pdt: Te comento diversas circunstancias contextuales del resto de la visita de Vivaldi. Solo pudimos disfrutar de nuestra mutua compañía durante tres días. Su estancia era corta y poblada de compromisos que un espíritu inmortal es incapaz de rechazar. Procedía de Francia, donde en la antigua cuidad de Nantes había sido reclamado. Posteriormente, como os he narrado, hizo escala en Valladolid para terminar en Hispalis. Después del día de nuestro casual encuentro lo vi una vez más. Sabiendo que se dirigía hacia vuestra Venecia, lo obsequié con dos botellas de vino del lugar. Se las entregué en una pequeña caja de madera noble. Nos abrazamos, se recolocó la peluca plateada, cogió las botellas y marchó. Espero vuestro brindis a mí salud cuando os reunáis.

1 comentario:

  1. Y dónde está la máquina del tiempo? Me he saltado algún párrafo?

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