Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

8/5/09

-Relato 4 de Rafa Castaño

EN LA TERRAZA


-¿Has vuelto a soñar hoy lo mismo?

-Eso no suele repetirse.

-¿Por qué no? Mira, me tiré dos semanas soñando con que jugaba con un balón al lado de un río.

-¿Qué río?

-Pues... no sé, un río cualquiera, si el río en verdad da igual -Juan se movió en la silla y continuó con su relato-. El caso, que estaba jugando con un balón, como estos hinchables de Nivea, el típico que te llevas a la playa.

-Yo es que de pequeño iba más a la montaña.

-Bueno, pues yo me lo llevaba.

-¿A la montaña?

-No, hombre, a la playa. Total, que soñé con él, con el balón, y todas las veces se me caía al río y se lo llevaba la corriente. Y a ver quién es ahora el listo que lo coge.

Jose se quedó mirando la mesa, pensando acerca de lo que le acababa de decir.

-Bueno, pero... realmente no importaba que el balón se fuera río abajo.

-Sí importaba; yo estaba jugando, y el resto del sueño me aburría como una ostra.

-Pero al día siguiente, quiero decir, a la noche siguiente, ibas a volver a jugar con el balón -Jose jugueteaba con una servilleta, intentando hacer un pequeño bastoncillo para metérselo en la oreja-.

-Sí, pero no era lo mismo; cuando te encuentras a gusto no quieres que cambie nada.

-Pero a veces pasan cosas que no controlamos.

-No, hombre, ya, pero era mi sueño; tenía que pasar como yo quisiera, ¿no?

Hubo una pausa. Juan se preguntó en qué estaría pensando Jose.

-Eres hijo único, ¿verdad?

-No. ¿Por qué lo preguntas? -Juan parecía un poco contrariado-.

-No, por nada. Es que por lo que dices parece que te han mimado mucho, que estás acostumbrado a que te lo den todo.

-Qué dices. No, no, yo tengo un hermano.

-Mayor, supongo.

-Que no, hombre, que no, que yo soy el mayor.

-De todas formas, hablas como si nunca hubieras tenido un problema que no te solucionaran otros.

-Pues ha habido muchos problemas con los que he tenido que lidiar yo solito.

-¿Por ejemplo?

-Ahora no recuerdo, pero en cuanto lo haga te lo digo.

-Vamos, que...

-Que no, que te aseguro que son muchos, pero que ahora mismo no me viene ninguno a la cabeza.

Hubo una pausa. Un perro estornudaba junto a su dueño, que se tomaba un café en una de las mesas de la terraza.

-Bueno, que me tenías que decir que si habías soñado lo mismo que ayer, que nos hemos ido por las ramas -Juan se había quedado con la intriga-.

-Ya te dije que eso no suele repetirse.

-Vamos, que no.

-No, no, lo raro es que sí he soñado lo mismo -Jose encogió la boca, como si, sorprendido, escuchara por primera vez lo que él mismo decía-.

-Pues eso es grave, ¿eh?

-No me vengas con chorradas de psicoanalistas. Soñar que estás desnudo le ha pasado a todo el mundo.

-Un día sí, pero dos seguidos...

-A miles -Jose se acomodó de nuevo en la silla-. Y no pasa nada.

-Hombre, eso de que no pasa nada... Mira, déjame explicarte algo. Mi vecino...

-¿Cuál? ¿El gordo?

-No, no, esa es mi vecina -remarcó la a-. Te hablo del que tira la canica por el suelo todas las noches.

-Vale, sí, ya sé quién dices.

-Pues mi vecino -Juan se echó para delante; no fuera a ser que su vecino estuviera detrás o escondido, con esa mágica capacidad que tienen las personas de las que hablamos de aparecer justo cuando vamos a mencionar su nombre- se tiró dos semanas cantando. Yo me enteré de que era una enfermedad.

-¿Cuál?

-No sé, no sé cómo se llamaba, es una de estas enfermedades raras.

-Pero si cantas no estás enfermo, eso no es malo.

Juan pensaba lo mismo hasta que le dijeron aquello.

-Ya, pero mi vecino se iba inflando como un neumático, hasta que un día, ¡bum! Todo su piso destrozado.

-Vaya hombre. ¿Le dolió mucho?

-No, no, estuvo sin barriga durante varios días, pero luego le curaron. El caso, que llegó un médico alemán, de estos de las películas de los cincuenta.

-¿De Billy Wilder?

-Jose, como si era de Florinda Chico. El típico médico alemán, joder, con barba blanca y gafas.

-¿Como Freud?

-Sí, como Freud.

-Ay, no, mira, te he dicho ya que a mí me dejes de tonterías de psicoanalistas.

-Que no, hombre, escúchame -Juan pensó que Jose le daba demasiadas vueltas a las cosas-. Vino un médico, y le preguntó qué había soñado las semanas antes de que le estallara la barriga, si podía recordarlo.

-¿Y lo hizo? -Jose miraba a los lados mientras se acercaba a Juan-.

Juan se mostró confiado.

-Es casi imposible acordarse de lo que uno ha soñado semanas antes. Incluso a veces no nos acordamos ni de lo que hemos estado soñando cinco minutos antes de despertarnos. Pero mi vecino -se lo imaginaba confesando sus pesares con voz trémula y ojos llorosos- le aseguró al médico que había estado soñando durante semanas, e incluso meses, con peces globo, con canicas gigantes, con bolas de nieve cayendo en un alud, con albóndigas, con balones...

-Me quieres decir que, si sueño que estoy desnudo, entonces...

Juan hizo un gesto teatral:

-Entonces es que estás desnudo.

Jose se acomodó de nuevo en la silla.

-Pero no lo estoy.

Juan le miró al pecho.

-Yo no estaría tan seguro...


-Despierta, Jose.

Jose estaba confundido, recién despierto.

-Jose, despierta, que te has quedado dormido.

Con el idioma de los que vienen del otro mundo, la babilla en la comisura de los labios, Jose guiñó los ojos ante la luz del sol.

-¿Qué hora es?

-Pues son las doce y cuarto. Un minuto antes me di cuenta de que llevaba un rato hablando conmigo mismo, porque tenías la cabeza colgando.

-Vaya, hombre, perdona.

-Yo diría que has soñado y todo...

-No creo, si me que he quedado dormido un rato... ¿Ha sido un rato largo?

-No, no, uno o dos minutos.

-Entonces nada, no habré soñado nada.

Juan se acomodó en la silla.

-A lo mejor has soñado, y con lo mismo de la otra vez.

-¿Con qué?

-Lo de que habías soñado que se te caía el balón a un río.

Jose se extrañó. Uno de los dos estaba equivocado, porque le parecía que eso lo había soñado Juan. Y lo peor, no sabía por qué sabía lo que sabía. Tenía la mente hecha un ovillo.

-No, no, eso lo soñaste tú.

-¿Yo? No, no, yo soñé que mi vecino el médico iba a arreglar los neumáticos de su coche.

-Los neumáticos... ¿De su coche? ¿Tu vecino el médico?

-Sí; bueno, no sé qué coche tiene, pero si lo llevaba al taller sería el suyo.

-¿Qué coche era?

-Un Volkswagen... no sé, del modelo no me acuerdo. ¡Hombre, no me voy a acordar de todo! -se rió de su propio comentario, pensando en que sería imposible acordarse de todo lo que hubiera soñado-. Tú dime, ¿qué comiste ayer?

-Ayer... los lunes siempre como lentejas.

-Bueno, pues... ¿qué cenaste?

-Supongo que ensalada, no sé.

-¿No sabes? Que no te acuerdas, vaya.

-Pues no, no me acuerdo de lo que cené. Tampoco será muy importante.

-Pues sí, sí que es importante. Si te fijas, no te acuerdas ni de lo que comiste hace... pon que son trece, catorce horas -se acomodó en la silla. Justo a su lado, un hombre estornudó, mientras su perro lamía un charco de café que otro cliente del bar había derramado en el suelo. El perro también era un cliente, a su manera-. ¿Te imaginas que hayas soñado muchas veces con cosas raras (con el futuro, por ejemplo) y que luego se te olvide? Tú piénsalo: a lo mejor esto también es un sueño, y cuando nos despertemos, no nos vamos a acordar.

Jose se echó para delante.

-Esto no puede ser un sueño.

-¿Por qué no?

-Bueno, yo recuerdo perfectamente que me he quedado dormido hace nada, y que justo antes estaba despierto, hablando contigo.

-Ya -Juan se mostraba incrédulo-. ¿Y de qué hablábamos?

-Pues... de cosas, tampoco creas que prestaba mucha atención si estaba quedándome dormido.

-Nadie te puede asegurar que lo que hacíamos antes era un sueño o no, ni ahora tampoco.

-Ahora sí.

-¿Ahora? ¿Y por qué? -Juan se colocó de otra forma en la silla de metal-.

-Porque estás desnudo.


Paco tomaba el café de todas las mañanas en la terraza. Serían las doce y cuarto. Su perro, Borges, un pastor alemán, descansaba junto a él. El camarero, con barba blanca y gafas, le trajo el periódico. Se estaba muy a gusto allí, pero llevaba ya rato mirando a dos jóvenes que, con las cabezas sobre una milhoja rosa y una palmera de huevo, roncaban como angelitos en la mesa de al lado. Llamó al camarero, que ya volvía adentro del bar:

-Perdona -el hombre de la barba blanca se acercó-. ¿Llevan mucho rato así?

-Cuando entré a trabajar ya estaban así.

-¿Dormidos?

-No precisamente... Desnudos.

-Ajá -le dio un sorbo a su café, que estaba ya un tanto frío para su gusto-. ¿Y yo?

-¿Usted?

-Sí, yo; ¿llevo mucho rato aquí?

-Pues en cuanto llegó me pidió un café y el periódico, y yo se los traje.

-Pero el café está frío.

El camarero de barba blanca tocó el vaso de tubo.

-Tiene usted razón. Déjeme que se lo caliente, si no es molestia.

Paco estaba un tanto desconcertado. Accedió al favor. El camarero cogió el café, y cayó fulminado al suelo, quieto como quien duerme un sueño profundo y pesado. Respiraba lentamente. El café se había derramado por el suelo y por su pantalón. Borges empezó a lamerle las perneras, no sabía si por beber algo o como una muestra de cariño perruno.

Paco miró la hora: las doce y cuarto. Dejó al camarero y a los dos jóvenes allí, dormidos, y se fue de la terraza. Abrió su coche, colocó a Borges en el asiento del copiloto y arrancó. Tenía que llevar el coche al taller, porque la dirección había empezado a fallarle. Con un movimiento brusco, lo arrancó, y salió del aparcamiento. Pasando junto a la terraza, uno de los neumáticos estalló, y Paco torció por la esquina, perdiéndose con el paso borracho de su cojo automóvil.

Con la explosión, los dos jóvenes y el camarero se despertaron.

-Jose, ¿qué ha sido eso?

-No sé, ha parecido una explosión, ¿no?

-A lo mejor era un sueño.

-No, es imposible que hayamos soñado lo mismo.

-¿Quién sabe? -Juan se echó para delante-. ¿Qué has soñado?

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