Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

11/5/09

-Relato 5 de Javier Vargas

Siempre había querido escribir sobre religión, pero hasta ahora no me había atrevido. Suele ser un tema muy controvertido y bastante difícil de afrontar. La religión es como una ecuación con miles de variables y, si no conoces gran parte de ellas, es difícil tener una idea global del tema, por lo que decidí aplazarlo, pero pienso que tarde o temprano hay que mojarse.

Intenté no caer en tópicos, esas ideas y soluciones fáciles que se nos vienen a todos a la cabeza, pero éstos son demasiado tentadores en este tema. La religión ha sido un tema demasiado rebatido y estudiado durante siglos como para sacar ideas nuevas a estas alturas, pero es algo que tenía que intentar.

Críticas (tanto destructivas como aquellas otras invisibles[¿constructivas se llamaban?]), comentarios, amenazas e insultos (sí, estos también. Mi maestro zen dice que ya soy capaz de soportar todo, algo en lo que coincide con mi psicólogo) son bien recibidos.

La gran Guerra Religiosa.

El jefe de policía Harold Wagner trabajaba en su mesa, ajeno al bullicio que reinaba en la comisaría. Los gritos de “Soy inocente”, juntos con los de “Déjenme salir”, resonaban a lo lejos.

Sostenía el bolígrafo con firmeza, y a su lado descansaba una humeante taza de café cargado.
El ruido del metal de las esposas al chocar le hizo levantar la mirada. Un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado entraba por la puerta esposado.

—¿Quién es tu invitado, Bill? —preguntó Harold.
—No lo sé exactamente, señor. No tiene documentación.
—¿Qué ha hecho?
—Lo encontré en la plaza Anderson. Estaba rodeado de una multitud que le escuchaba con atención. Decía traer la palabra de Dios.
—Bah —resopló Harold—, otro predicador loco. Como si no tuviéramos ya suficientes problemas en este mundo como para volver a caer en esas patrañas. No entiendo como la gente puede seguir oyendo semejantes idioteces.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Harold, dirigiéndose al detenido.
Negó con la cabeza.
—Lo suponía. Otro desequilibrado más que ni sabe en qué mundo vive —exclamó Harold—. Has sido detenido por violar el decreto 15450, que prohíbe expresamente cualquier tipo de incitación a la religión.

Harold lo observó detenidamente. Sus palabras no habían provocado efecto alguno en aquél hombre. Su rostro presentaba un aspecto cansado, pero su mirada mostraba una firme determinación.

—Te has metido en un buen lío, amigo —continuó Harold—. Ya sabes qué hacer, Bill, búscale una celda.

Bill condujo al detenido a la única celda libre que quedaba, al final del pasillo. Le dedicó una mirada de tristeza antes de girar la llave e irse.

—¿Estará mucho tiempo ahí dentro, jefe? —preguntó Bill
—Sí. Es lo de siempre. Nunca falta un pobre infeliz que, en los tiempos que corren, aún se aferra a la religión como último recurso. No se dan cuenta de todo el daño que ha provocado. Es un delito grave; se quedará aquí una buena temporada.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. Nunca he entendido la dureza con la que se castigan estas cosas— Harold le clavó la mirada y le dedicó una sonrisa glacial.
—Debes de ser muy joven Bill, y esto ocurrió hará ya unos 30 años. Habrás oído hablar de la gran Guerra Religiosa, ¿no?
—Sí, aunque sólo en libros, en el instituto.
—Ese es el problema. La humanidad tiende a suavizar sus crímenes más horribles. Pronto no se hablará de ello ni en los libros de texto, al igual que ocurrió con el Holocausto. La Historia es la única memoria que poseemos para avergonzarnos de nuestras atrocidades, y aprender de nuestros errores. ¿Qué sabes de la aquella guerra?
—Sé que fue una especie de guerra mundial, enfrentados por la religión.
—Fue más que eso. Cada nación no defendía una bandera, defendía una religión. En las guerras mundiales, hay países que permanecen neutros, pero en la gran Guerra nadie se mantuvo al margen. Nadie iba a dejar que su Dios fuera pisoteado.
—¿Entonces fue algo así como una guerra mundial pero a más escala?
—Peor. Nadie luchaba por un trozo de tierra, petróleo o cualquier bien material.
—¿Entonces?
—Luchaban por la salvación de sus almas.
—¿Y qué diferencia hay?
Harold lo observó con atención. Sus ojos se llenaron de indignación y la ira se abrazó a su voz.
—¡Todo! Dale a un hombre un sueldo y defenderá su país porque es su trabajo. Pero prométele la vida eterna y hará hasta lo imposible por entregar su vida a la causa. Hay algo infinitamente más fuerte que el dinero: la fe. La fe mueve montañas, sí, pero de odio. ¿Cómo pude haber gente tan ingenua para creer en el premio de vida eterna?
—O ¿cómo puede haber gente tan segura de lo contrario para no intentarlo? —replicó Bill, sin medir el alcance de sus palabras.
Harold cerró los puños y apretó los dientes.
—¿Tu también, Bill?
—No, señor, no quería defender los motivos de la guerra, pero pienso que es bueno creer en algo.
—¿Por qué?
—Porque creo que así nos sentimos más seguros. Es como cuando eres pequeño y piensas que tu madre puede arreglarlo todo. Te sientes protegido. Supongo que eso es lo que busca la gente: alguien que los proteja.
—¿Y por eso buscar apoyo en un ser irreal? —Harold hizo una pausa—. ¿La religión es una paradoja. Debemos de creer que allí arriba hay alguien que escucha nuestras peticiones y vela por nosotros. Pero si nos encontramos con un problema y ese alguien no hace nada, no es que no exista, no, simplemente es que nos está poniendo a prueba, en su infinita sabiduría divina —pronunció estas últimas palabras elevando la voz y estirando mucho las sílabas, con voz de predicador—, y se nos dirá que las cosas pasan por algún motivo. En cambio, si por alguna razón nuestro problema se soluciona, ¿a quién le atribuimos el milagro? ¿A la suerte, al azar? No. A Dios. Como puedes ver, Dios nunca pierde; es una contradicción todo lo relacionado con él. Y eso, Bill, es porque DIOS NO EXISTE —volvió a elevar la voz—; Dios no nos creó, nosotros lo creamos; nuestro miedo ante los problemas de la vida lo creó.
—Entonces, señor, ¿usted en qué cree?
—Creo en la ciencia —afirmó Harold con convicción.
—¿Y cree que la ciencia puede resolver todas las preguntas?
—La ciencia tiene todas las respuestas que yo necesito.
—Con el debido respeto, si un día es afectado por una enfermedad incurable, ¿le rezará a la ciencia, señor?
Harold tardó en responder. Miró a Bill con desilusión y negó con tristeza.
—Eres joven muchacho. Tú no tuviste que vivir los tiempos de la gran Guerra. Hubo más muertes que en todas las guerras mundiales juntas.
—¿Cómo ocurrió?
—El problema de la religión es antiguo, muy antiguo, desde su creación. Los fanatismos religiosos siempre han existido. Lo que no se puede refutar con palabras se hace con armas. Se les inculca a los creyentes —a veces sutilmente, otras de forma más directa— que su religión, y su Dios, son únicos en el universo, y el resto son impostores que manchan su nombre. Se les enseña que el fin justifica los medios; se les enseña a exculpar el odio y la violencia tras la palabra de su Dios. Pero es todo una mentira.
—¿Por qué?
—Porque no son las palabras de su Dios. Son manipulaciones, interpretaciones deformadas, hábilmente ejecutadas, hace ya muchos siglos, con el fin de dirigir el rebaño de ovejas mansas hacia un mismo punto —la rabia en la voz de Harold era palpable.
—Y usted, señor, ¿alguna vez creyó en Dios? —preguntó el joven con timidez.
Harold pareció ofendido. Su vista se nubló y tardó unos segundos en responder.
—Sí, hace mucho. Era muy joven también.
—¿Y qué ocurrió?
—Dios me puso a prueba —respondió con amargura.
—Nos estamos desviando del tema —continuó Harold—. Antes de la gran Guerra se produjo un debate internacional. Los fanatismos religiosos estaban alcanzando un punto alarmante. Había más de 2000 millones de católicos, por poner un ejemplo, 1500 millones de musulmanes, y otros tantos miles de millones de otras religiones. Tarde o temprano tenía que explotar aquello.
—¿Y qué fue lo que lo originó?
—Puede decirse que la propia naturaleza del hombre: el odio—la voz de Harold era fría —¿Conoces los Evangelios Apócrifos?
—Algo he oído hablar. Una especie de relatos sobre la vida de Jesús que no están aceptados por la Iglesia Cristiana.
—No aceptados porque muchos de ellos ensuciarían la imagen de divinidad que se tenía de él —puntualizó Harold—, por lo que su descubrimiento supuso un golpe directo a los cimientos del Cristianismo.

>>Algo así sucedió con el Islam. Se hallaron unos manuscritos muy antiguos, cuya fecha de creación se remontaba a los siglos V y VI d.C. y que representarían el libro del Corán en sus orígenes.

—¿Y cuál fue el problema? —preguntó Bill.
—No se parecía demasiado al actual. Aunque sí tenía muchas coincidencias, lo que indicaba que el Corán actual se había basado en aquellos manuscritos encontrados. Miles de teólogos y estudiosos se apresuraron en analizar su contenido. Se realizaron todo tipo de pruebas para aproximar la fecha de su creación así como verificar su autenticidad.
—¿Y qué obtuvieron?
—Llegaron a la conclusión de que era real. El islamismo se tambaleaba.
—¿Por qué era tan grave que no fuera exactamente igual al actual?
—Para los musulmanes el Corán es un libro sagrado que contiene la palabra de Dios revelada. El descubrimiento significaba que los miles de millones de seguidores del Islam habían basado su religión en mentiras. ¿Cómo te sentirías si descubrieras que tu padre, o tu hermano, o tu abuelo, se han inmolado en nombre de una mentira? Todo ese cielo eterno prometido sería sólo una promesa vacía, ya que el Corán no era ya la palabra de Dios, sino un conjunto de interpretaciones hechas arbitrariamente a partir del Corán original.

>>Nadie quiso aceptarlo. Era un golpe más fuerte que el que había recibido la Iglesia. La religión musulmana se vio en serios apuros, así que alimentó rumores de que aquellos manuscritos eran un montaje a gran escala realizado por sus detractores para desmoronar su religión. Las inculpaciones sucedieron unas tras otras. Los dedos acusadores se elevaron entre distintas religiones y, entre fanáticos, la distancia que hay entre palabras y balas es muy corta.

>>Fue terrible. Los creyentes religiosos vendían sus pertenencias para financiar la compra de armas. No existían continentes, ni naciones, ni ciudades, ni familias; sólo existían religiones. Fue un caos. EEUU contaba con cientos de cabezas nucleares repartidas a lo largo de su territorio, y cada territorio estaba dominado por distintas religiones, lo que provocó una guerra interna. China, segunda potencia mundial, mantenía ocultos otros cientos, que no dudó en lanzar a sus enemigos religiosos. Cada nación hizo lo propio.

>>La Iglesia Cristiana difundió entre sus seguidores la idea de que aquella guerra era una prueba de Dios, al igual que el sacrificio de Abraham contra su hijo Isaac. “Todo pasará, y seréis recompensados”, decían. Cada religión, a su manera, prometió a sus creyentes el cielo eterno. Hambre, muerte, sangre, sufrimiento y destrucción fue lo que trajo la gran Guerra.

—¿Y cómo terminó todo?
—Nadie pudo soportarlo. Al principio la gente lo aceptaba porque pensaba que todo pasaría y que vendrían tiempos mejores. Las religiones se encargaban de infundir ese optimismo a sus fieles. Pero el tiempo pasaba y nada parecía mejorar. La sangre seguía tiñendo todo, mientras los seguidores esperaban el mensaje de su Dios que les dijera que sólo había sido una prueba para demostrar su fe, que era hora de la recompensa; algo que nunca llegó. Ya agotados, finalmente abrieron los ojos.
—¿Sobre qué?
—Entendieron que aquello no podía ser una prueba de Dios. La guerra cesó. Se decretó la abolición de todo tipo de religión, así como la incitación a ella.
—Entiendo que la guerra estuviera manipulada por los dirigentes de cada religión, que los creyentes pensaban que luchaban por su Dios, pero ¿y si un día se descubriera que Dios existe de verdad?
—Sería una desgracia. Se ocultarían las pruebas; nadie quiere otra nueva matanza religiosa. Habría extremistas que lo negarían y otros que creerían en él con fe ciega. La guerra se retomaría, esta vez con más intensidad.

Bill estaba atónito.

—Bill, échale un vistazo a nuestro invitado. Llévale un poco de agua —ordenó Harold, dando por zanjada la conversación.

Bill se acercó hasta la celda y palideció.

—Jefe, venga rápido por favor.

La celda estaba vacía. La cerradura no había sido forzada ni había huellas que indicaran una huída.

Harold entró a la celda; sus ojos examinaron la escena con atención. Encima de la cama descansaba un libro desgastado. Lo cogió con rapidez y lo sostuvo entre sus manos. La Sagrada Biblia anunciaba con letras doradas.

Un crucifijo la mantenía abierta por la parte del profeta Ezequiel. Harold leyó el pasaje que aparecía subrayado:

“¡Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquéllos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos! ¡Y tú sabrás que mi nombre es Yahveh, cuando mi venganza caiga sobre ti! “

El terror se apoderó de Harold. Dirigió su mirada al cielo y exclamó, casi en un susurro:

—Que Dios se apiade de nosotros…

2 comentarios:

  1. Me tienden a gustar las historias futuristas y eso, por lo que personalmente me ha gustado tu relato. Y eso que no soy de leer cosas religiosas.

    Sin embargo, creo que has sabido llevarlo bien ya que los argumentos de ambos eran iguales de válidos en cuanto a tener Fe o no.

    Sólo he visto un pequeño fallo técnico en la narración: metes mucho diálogo, pero no nos cuentas lo que hacen mientras hablan. Podrías poner algún pequeño detalle y eso.

    Nada más que comentarte =) me ha gustado bastante y está bien escrito.

    Atte,

    Sweet Shadow

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  2. Tienes razón con lo de mucho diálogo. En principio habían ciertas pausas donde describía lo que hacían :Harold le dio un sorbo a su café, Bill se levantó de su asiento, etc, pero me dio la impresión de que distraía el tema principal y estaba tan concentrado en mostrarlo que ya opté por quitar toda distracción del relato y centrarme en la idea.

    Me apetecía probar un relato básicamente a base de diálogos, tipo Asimos. Si te gusta la ciencia ficción mezclada con filosofía es posible que te guste Asimov.

    Un saludo y gracias por leer.

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