Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

29/5/09

- Relato 8 Manuel López

Arcilla


El primer día llegó Luis a las nueve menos cuarto. Se puso en la cola en la que había tan sólo dos personas y esperó a que le llegara su turno. A las nueve estaba frente a la caja, una de las dos de la pequeña sucursal de la caja de ahorros de granadilla. En ese momento, ya delante del cajero José al que conocía desde que hace 20 años entró a trabajar en la caja ( “No, José, las transacciones tiene que hacerse así, primero actualiza la libreta…” le decía Luis con paciencia), José se levantó dejándolo con los buenos días colgando de la boca. Luis miró a Lucía, la otra cajera y ésta encogió los hombros y arrugó las cejas dando a entender: “Ya mismo viene, no te preocupes, ya sabes las cosas de José, cuando le dan los voluntos no hay quien lo pare, se va y se olvida hasta de saludar, pero tu sabes como yo que es buena gente, no tardará mucho, espera un poco. Gracias, yo también te quiero, quieres acostarte conmigo? Yo lo estoy deseando. Revolcarnos en el suelo como animales, hacer el amor como locos, follar despiadadamente, olvidándonos de todo…”. Por fin había encontrado un tema sobre el que mantener miradas de complicidad, y pensaba explotarlo al máximo. En esto que llegó José. Traía un objeto bajo el brazo, pesado y envuelto en plástico, treinta centímetros de alto, diez de grosor. Le dio los buenos días a Luis y se sentó en su silla. Luis miraba el reloj porque tenía el tiempo calculado exactamente para estar en el trabajo a las 9.15, había pedido 15 minutos de gracia. José, tras los buenos días, y ante el asombro de Luis, volvió al manejo del objeto que traía con atención. Se agachó y de debajo de la mesa sacó una chapa circular que con cuidado colocó encima de la mesa, junto a la impresora en la que se metían las cartillas para su actualización. Lucía lo miraba de refilón. Luis empezó a impacientarse.
- José, a ver si me puedes hacer un traspaso a esta cuenta y me sacas los….
- Un momento, Luis.
Luis no salía de su asombro. Miró hacia abajo y revisó su libreta y los papeles que traía en una carpeta, los ordenó de nuevo. Ocasionalmente miraba hacia arriba y observaba a José. Éste colocaba sobre la plataforma circular el objeto pesado que traía. Lo desnudo de un plástico que lo cubría. Se trataba de un pedazo de arcilla, de forma poliédrica. La plataforma, metálica, tenía unos pinchitos sobre los que colocó la arcilla. Luis no daba crédito alo que veía. Miraba a Lucía y compartían expresiones de asombro. José se volvió de pronto a Luis:
- ¿Qué pasa, Luis? Dime.
- Mira, te traigo esto a ver lo que puedes hacer con ello. Entro a las nueve y cuarto, a ver …
Y en cinco minutos, como si nada, José ventiló los asuntos bancarios de Luis.

Lucía buscó durante la mañana el momento de encontrarse a solas con el director de la caja.
- Tiene que ser así, Lucía, tiene que ser así.- Le respondió Roberto el director cuando le contó el caso. Delgado, alto, complaciente y condescendiente.- Es más, Lucía, tendría que ser así.- En ese momento sonó el teléfono de su despacho.- Perdón, Lucía, luego hablamos.


Al mediodía, en su casa, Luis hizo un breve relato a su mujer de lo que le había acontecido en la caja bancaria. Delante había un plato de berenjenas fritas y un par de latas de cerveza ( “¿Una tapa, Luis? Voy a freír las berenjenas que compramos ayer tarde, y mientras se termina de hacer la paella”. Luis bebía un vaso de agua junto al fregadero. “Sí, vale. Y espera a que te cuente lo que me ha pasado en caja granadilla, te vas a quedar pasmada.”)


El segundo día fue a los ocho días. Pero esta vez al final de la mañana. Salió a las dos. Con la moto atravesó la ciudad en diez minutos y antes de las dos y cuarto estaba entrando en la sucursal. Había cola en ambas cajas, tres o cuatro personas. Se puso en la de José. Siempre le había llevado él las cuentas. Con el casco en una mano y la carpeta en la otra. Distraídamente miró a José y se quedó helado al percibir como éste trabajaba sobre el pedazo de arcilla. Había catalogado como episodio ocasional lo ocurrido y el volver a ver a José enfrascado en el tarugo le produjo una violenta tormenta mental de incomprensión y extrañeza. Todo daba a entender que hacía un ejercicio de modelado. Ensimismado utilizaba los útiles con habilidad. También los mismos dedos le servían de instrumentos para arrancar formas del tarugo. Miró a Lucía. Esta tenía la vista fija en él y su gesto de complicidad (“Estaría haciendo el amor hasta la extenuación. Te quiero, Luis, te quiero como una loca, desde ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?, te quiero y te deseo.”) Luis volvió el rostro hacia José. Con habilidad manejaba los instrumentos. Luego se volvía al cliente y lo atendía. El cliente pasaba al irse junto a Luis, con los impresos llenos de arcilla, mascullando palabras y gesto de disgusto, “Esto no puede ser, todos los papeles manchados”. El cliente miraba de refilón el despacho del director.
Cuando llegó el turno de Luis, el mismo proceso se produjo. Durante la operación bancaria, el cajero se enfrascaba algunos momentos en el trabajo sobre la arcilla, sin aviso previo, le venía una idea, dejaba al cliente y arañaba el tarugo; inmediatamente proseguía la operación bancaria. Aquel día Luis quedó impresionado con la habilidad de José.


El tercer día Luis buscó una excusa para ir a caja granadilla. Una actualización y la comprobación de unos pagos le sirvieron de auto excusa para ir y ver la marcha del trabajo de José. Cuando entró se encontró con que en la cola del a ventanilla de José solo había una persona a la cual atendía, mientras en la de Lucía se agolpaban diez o doce personas. Lucía lo localizó con la mirada y le mandó una sonrisa sin levantar la cabeza de su escritorio. Se le veía estresada, de hecho si siquiera se le había pasado por la cabeza acostarse con él como siempre pensaba. José mantenía su trabajo dual. Luis lo miraba. Disfrutaba con su quehacer, con su destreza. Las manos llenas de arcilla, el traje, algunos rebañones en la cara, la impresora, el ordenador. El barro lo invadía todo. Luis miró a la cola que esperaba a que Lucía le atendiera y descubrió a todos callados, observando a José, embelesados.
Cuando el público se fue aquel día, Lucía volvió a hablar con el director.
- Lucía, tiene que ser así.-Volvió a asegurar Roberto complacientemente.- Yo te entiendo, todo lo que me dices te entiendo, pero tiene que ser así. Piensa que soy el jefe y sé lo que interesa a la empresa y a los empleados.
- ¡Pero es absurdo, Roberto, es absurdo! tú lo has visto, ¿no?
- Los absurdos tienen una vida. De pronto mueren igual que han nacido.

El cuarto día la mujer de Luis se empezó a mosquear.
- Has estado en el banco cuatro ves en dos semanas. ¿Para qué tanto?
- No te puedes hacer una idea de lo que pasa. Es alucinante ver a José modelar el tarugo de arcilla. Está trabajando, con los clientes y demás, ¿no? y de pronto se vuelve y hace un gesto, le añade algo, quita algo de barro, pone en otro sitio, suaviza….- y Luis hacía gestos, imitaba el baile de dedos de José.- Ya está cerca, cada vez está más cerca, le queda poco. Pues, te conté el otro día que no había nadie en su cola… Hoy su cola estaba llena de gente. Todos pendientes de él. Lucía casi sola. Y me puse con ella en su cola, pero sin perder de vista…
- Si ya lo sabía yo que era la cajera.-quedó pensativa un momento, como acumulando fuerza.- Porque es la cajera, ¿verdad?
- ¿A qué te refieres?
- La cajera, lo sabía lo sabía que no era normal tantos viajes. Cuánto tiempo lleváis, ¿os veis fuera?
- Pero ¿de qué estás hablando? Entre Lucía y yo no hay nada. Lo dices con un desprecio… la cajera… la cajera. ¡Si la conoces perfectamente!.- “Lucía, cuando conozcas a Luis, te vas a enamorar de él, es un encanto, me ha pedido salir al cine este viernes”, lucía y la actual mujer de Luis tenían comentarios así delante de una cocacola y con el archivador y los libros de la universidad delante.- Se llama Lucía. No vayamos a empezar con ese tema.
- O sea, que es por ella. Es por ella por lo que vas tanto al banco. Siempre lo supe. Nunca lo asumió, es una celosa.
- Pero qué dices, mujer, que no es por ella. Y la celosa eres tú, ¿eh? ¿Quieres dejarme hablar? Que no quiero entrar en ese tema. José está…
- Tenía que habérmelo olido.
- Y pienso seguir yendo. Pienso seguir yendo. Y me voy a abrir un plan de pensiones, nada más que para hacer cola y ver a José.
- No sigas por ahí que acabamos mal. No sigas por ahí.


El quinto día que Luis fue a la sucursal la cola de la caja de José llegaba hasta la puerta. Si es que podía llamársele cola. La gente intentaba por todos los medios acercarse lo más posible para ver a José trabajar. Salían del banco contentos, las manchas de arcilla sobre sus impresos eran tomadas como autógrafos de un deportista famoso o de un actor. José trabajaba sin descanso. Cuanto más tenía que resolver para el banco en la caja más parecía venirle la inspiración y se volvía continuamente al tarugo de arcilla en el que se adivinaba perfectamente la forma final y los rasgos de brillantez de un genio. José sudaba. Se mezclaba la humedad con el barro transmitiéndole brillantez y tersura. Los clientes remoloneaban, no querían dejar de ser espectadores de ese particular fenómeno. Los que habían terminado sus operaciones bancarias se inventaban otras. Planes de pensiones, plazos fijos, todas las ofertas del banco eran estudiadas y requeridas con tal de que fuera José el que lo hiciera. Luis se tiró toda la mañana. Empeñó todos sus ahorros en ofertas.
Ahí empezó el principio del fin. Porque, ¿quién convencía a su mujer de que ese dinero lo había invertido Luis por propia iniciativa y no por convencimiento de Lucía?


El sexto día que Luis acudió a la Caja, la mujer de Luis se acababa de ir de casa. Tras levantarse, Luis fue al cuarto de baño y allí encontró una nota con las palabras: “Ya no aguanto más hacer la tonta. Quédate con mis cuernos. Te mandaré a mi abogado”. Luis acudió entonces a caja granadilla con el fin de despejarse del golpe. Era algo que se estaba viendo venir y el tema de Lucía era una excusa para ello. Así pensaba al menos Luis. “Se veía venir, se veía venir, lo de Lucía ha sido una excusa para dejarme” Cuando estaba en la cola de la caja de José ya no se acordaba de todo esto y atento observaba los movimientos de José. Luis no comprendía cómo no estaba ya hecha la figura. “Esta perfecta, esta perfecta, ya ha acabado” y se sorprendía a sí mismo cuando José volvía de nuevo a ella y alcanzaba un grado aún mayor de perfección. Lucía lo llamó:
- Luis. Luis - Lucía estaba sola en su caja.
- ¿Qué hay, Lucía?- Luis se acercó.
- Te atiendo yo si tienes prisa.
- No, no te preocupes. He pedido diez días para solucionar varios asuntos bancarios, no tengo prisa.
- Oye, y tu mujer, hace tiempo que no la veo.- En ese momento Luis dejó de fijarse en José y miró a Lucía. Ella le sonrió.
- Pues bien. Bueno, ahora estamos pasando una mala racha, ya sabes, cosas del matrimonio.
- Oye, si quieres quedamos y me lo cuentas. Cuando quieras nos tomamos una cerveza.- en ese momento el director de la sucursal, que se encontraba dando paseos por la entidad, se acercó a Lucía. Luis se alegró de tener esa excusa para volver a mirar a José.
- Lucía.- le dijo al oído- ¿te has fijado?
- Dime.- sentía su mano sobre su hombro.
- ¿Recuerdas lo que te comenté? Las cosas tienen que ser así, es más las cosas deberían ser así. ¿Lo entiendes ahora?- El director acercó un dedo índice, largo, huesudo al ordenador de Lucía y pulsó tres teclas. Una información apareció en la pantalla: la oferta de fondos a medio y largo plazo se había agotado. Lucía se volvió y miró al director. Éste sonreía con expresión de complicidad, y volviendo un poco la cara, señaló con la mirada a José.


El séptimo día que Luis fue a la sucursal José terminó la obra. Habían pasado tres semanas desde el primer día en que empezara a modelar. Cuando llegó su turno, José estaba enfrascado limpiando su mesa, el ordenador, ordenando los papeles. Tenía un paquete de toallitas húmedas. José de pronto sintió una gran tristeza. Miró la obra, estaba terminada. Le llenaba de admiración. Miró a José y este le atendió. Al darse la vuelta para marcharse oyó a Lucía.
- Luis, ¿cómo estás?
- Bien. No te lo dije el otro día pero: mi mujer no ha aparecido. Me ha dejado. En todo el fin de semana… ni me ha llamado, ni coge el móvil, nada.
- Vaya, lo siento.- Le dijo, aunque alegrándose por dentro. Una alegría que era una venganza desde hacía años. “Aquel es, Lucía, aquel que va por allí es. Es tan guapo… y me quiere a mí, solo a mí”; en el campus universitario era el más famoso por haber llevado a la universidad el trofeo de tenis. “No sabes lo que me alegro”, le respondió Lucía viendo a Luis desde lejos, atractivo y fuerte. Ahora, notó de pronto la llegada de su oportunidad. La venganza de su largo amor en espera.
- José ha terminado, ¿no?- Luis señaló levemente con la cabeza la caja de José.
- Sí, parece que todo vuelve a ser lo que debe ser. Al menos así pienso yo.- y su mirada recuperó la complicidad.
- Sí, eso parece.
- ¿Qué haces esa tarde? ¿Nos tomamos una caña?- Lucía daba vueltas con una mano a la pulsera que tenía en la muñeca del otro brazo.
- Vale, no tengo nada que hacer. De acuerdo.
A las tres salió Lucía del trabajo. Comió y se echó un rato. No se podía dormir. A las seis se duchó y merendó algo. Intentó ver la tele pero no se concentraba. En el cuarto de baño arregló su pelo y se maquilló. Cuando terminó de vestirse cogió el bolso y se fue. Ya que estaba fuera del edificio volvió y cambió el bolso. Cenaron Luis y ella. Había sonrisas.
Tomaron una última copa en la casa de Luis y pasaron el resto de la noche follando.

1 comentario:

  1. Gracias no surrender. He corregido lo que me decías, estaba mal, y reformateado según indicaciones del profe.Puede mejorarse el tema de la tensión. Lo tengo en cuenta.
    Hablamos pronto!!!!

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