Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

3/5/09

-Relato 3 de Elena Pentinel de la Chica

RETORNO AL BLANCO

Llega a las primeras calles de la ciudad casi sin aliento. Se refugia a cada rato tras una esquina entre el gentío atareado, que se mueve de un lugar hacia otro con terribles prisas y decisión, cada vez que le parece vislumbrar alguna luz brillante sobre el techo de un coche, o algún individuo uniformado –puede que sea el repartidor de leche, puede que el de los periódicos, puede ser un guarda de los grandes almacenes-, desde lejos él sólo aprecia el peligro de un uniforme que puede acercársele repentinamente y torcer sus planes, impedir que cumpla lo que irremisiblemente se ha propuesto cumplir. Intenta parecer decidido, no mostrarse asustado pero el corazón le palpita violentamente en la garganta y los olores de las calles en ebullición le provocan unas náuseas indescriptibles: huele a fritanga, al olor antiguo del serrín de los bares de barrio, al perfume barato de las mujeres mal vestidas que se cruzan con él mirándolo apenas y que van enfrascadas en sus conversaciones a gritos, huele al humo amargo y dulzón de los coches, al aroma perfumado de la cera que surge de repente tras la puerta entornada de una iglesia. Se siente aturdido en ese bullir de olores y movimiento, de voces y ruidos. Ha perdido la costumbre de sumergirse en la realidad, para él dejó de ser un acto inconsciente y cotidiano y todas las caras, todas las precisas aristas que le circundan se le hacen palpables, audibles, simultáneas. Ya se ha acostumbrado a la quietud, a la soledad, a la ausencia que está presente de continuo en su día a día. Para él la realidad tiene desde hace tiempo un brillo blanco y aterrador, una luz constante que le aturde y le hace cerrar los ojos, dormitar siempre para huir de la claridad. En cambio ahora, en la ciudad los colores también le marean: las fachadas multicolores, el gris plata que refulge en el asfalto, los fogonazos de rojo que vienen de una prenda, de un semáforo, de unos labios o unas uñas excesivamente maquillados. Lo primero que ha de hacer es digerir todo ese torbellino de sensaciones y hacer que pare de dar vueltas en su cabeza, si no lo descubrirán, notarán que es un fugitivo.
“Debo concentrar mi mente en algo”, piensa y recuerda aquel juego que tanto le gustaba y que practicaba compulsivamente cada vez que caminaba, o viajaba en el asiento trasero del coche de su padre: empieza a formar palabras con las letras de las matrículas de los coches que se cruzan con él, pero sólo los impares, siente cierto aborrecimiento por las cosas pares, las detesta, le parecen insultantemente planas. Es una pena que a veces en los pares aparezca la posibilidad de una hermosa palabra, pero ésas son las reglas del juego. Piensa: ggt, gigante, atz, atroz, jgr, jolgorio, glc, glauco, o podría ser glucosa, pero falta la ese, y además él prefiere ese desusado adjetivo, “verde claro”, glaucos los ojos de ella, el color que siempre sueña del mar. Le ponen triste las palabras, mejor va a jugar con los números, son más impersonales, no aprietan el corazón como las palabras. Multiplica las cifras de las matrículas entre sí, las suma y finalmente las reduce a una sola, es increíble como todo puede reducirse y acabar así: dos, simplemente dos, o nueve. Recuerda que un día descubrió que la suma de las cifras al multiplicar nueve siempre da nueve: nueve por tres, veintisiete, dos más siete, nueve, nueve por ocho setentaidós, siete más dos, nueve, y así siempre. Por fin ha conseguido distraer su pensamiento. Se siente más seguro, más ágil. En un acto de osadía decide entrar a tomar un café en el bar que ve en la esquina. Es improbable que allí le reconozca nadie, lleva seis años alejado de la ciudad y ese barrio está apartado del suyo y del de ella. Dentro la oscuridad le deja momentáneamente ciego, apenas distingue la barra y la camisa blanca del camarero cuando se acerca a pedir el café. Las persianas están entrecerradas, sólo dejan pasar algunos rayitos llenos de partículas danzarinas de polvo a través de sus pequeñas ranuras. En la mesa que elige hay un círculo soleado, se entretiene haciéndolo pasar de la mesa a su mano, a su dedo, al plato del café. Observa los restos que se incrustan en los bordes de la mesa, migas de innumerables desayunos, trocitos que forman figuras si se las observa bien –un ojo cerrado y otro abierto, el recorte de una uña perfectamente curvada- cercos de vasos ya imborrables, repasados con la misma bayeta una y otra vez. Y las moscas, que vuelan en círculos concéntricos, como siguiendo un ritual oculto, para, de repente, salirse de la órbita cansina y posarse en una mancha, en el mostrador, en el tirador de cerveza. Quiere seguir el recorrido de una de ellas, pero nunca lo consigue, se mezclan y revuelven una y otra vez, como queriendo huir de su mirada, queriendo confundirle. ¿Por qué todo es tan huidizo, todo se escapa? se pregunta pesadamente. Ella también es así, como las moscas. Él creía tenerla fija en su mirada para siempre, que su presencia siempre estaría ahí delante, cuando él la invocara, pero ella se empeñaba en escaparse. En este momento le parecía increíble no poder recordar nítidamente su rostro, apenas su figura. Piensa que lo más cercano y lo más amado quizá es lo que antes se desdibuja, pues está tan dentro que no consigue proyectar hacia fuera su imagen con independencia. La imagen de Alicia está hecha de retazos, y él no logra encajar todas las partes: sus manos delgadas en el gesto de subir, acariciándolas, las medias, sus hombros esbeltos vistos de espaldas mientras él se aproxima con creciente impaciencia, su boca dura, de mármol que se resiste a entregarse en los besos y casi siempre sus ojos, los ojos glaucos que se metarmorfosean en mil maneras, con una luz hiriente en el sol de la tarde, con un brillo malicioso en la ironía de sus palabras, con una amargura indefinida y opaca ante los requerimientos incesantes de él.
Son las doce y veintisiete en el reloj publicitario que hay encima de la máquina humeante del café. Decide que saldrá de allí, en su busca en cuanto la aguja llegue al seis. Tres minutos. Tan sólo se da tres minutos para decidir qué va a hacer exactamente. El impulso que le movía cuando se escapó se ha paralizado y ahora no sabe a ciencia cierta lo que hará. Quizá lo mejor sea dejarse llevar por las acciones, que ellas vayan dirigiendo los movimientos, que antecedan a cualquier decisión o reflexión. Siempre que no ha tenido claridad en sus pensamientos ha hecho lo mismo, dejarse empujar por alguna voluntad recóndita e inconsciente que le libera del peso de pensar, que apaga su conciencia y le lleva a moverse maquinalmente. Le ocurrió aquella vez de niño, cuando, tras escuchar toda la noche los aullidos incesantes del perrito de mamá, mientras ésta agonizaba en su cama sudada, lo tomó por las patas traseras con decisión y lo arrojó al pozo que había frente a la casa, entre los escuálidos árboles del huerto. Después le ocurriría más veces, en insignificantes circunstancias, hasta aquella última vez, que quizá Alicia no le había perdonado.
Hacía dos semanas que no se veían, por otra estúpida bronca provocada por la incomprensión de ella. A veces ella parecía ignorar lo importante que para él eran los detalles, lo mucho que la amaba. Alicia se había puesto un vestido que él no le había visto en once meses de paseos y cines y encuentros presurosos en la falsa intimidad de su coche. “¿Cuándo lo compraste? No hemos ido de compras últimamente”, le clavó las palabras. Ella hizo lo peor, se rió con indiferencia y se alisó la falda con despreocupación. Él se levantó y se fue, ofendido, con el firme propósito de no perdonarla hasta que ella suplicase. Al cabo de dos eternas semanas, tras el implacable insomnio que le abatía cada noche su mente iba a explotar, no paraba de atormentarse por el silencio impasible del teléfono, por la inexpugnabilidad de la puerta de su habitación. No sabía qué iba a decirle, sólo sabía que tenía que verla y enfrentarla, pero tenía claro que no se contentaría esta vez con la sombría inercia del perdón, casi arrancado de sus labios. Se dirigió presuroso a la facultad tantas veces rondada y la vio en una de las calles aledañas, junto a la puerta del cine en que se besaron complicadamente la primera vez. Vio el perfil de Marilyn, con la boca entreabierta y sus ojos lascivos en el cartel de la película que reponían esa semana, Niágara. Alicia llevaba puesto el mismo vestido de la tarde anterior, que se movía, anárquico, con el viento dejando ver sus muslos a media altura mientras ella lo sujetaba apenas con coquetería e indolencia. Con los libros apretando su prominente pecho sonreía con descarado galanteo al joven que agitaba junto a ella los brazos, contándole alguna divertidísima anécdota, un mamarracho en el trámite consabido de la seducción, pensó con punzante dolor en el estómago. Justo en ese momento volvió a sentir el bloqueo en su cabeza, la imposibilidad de todo pensamiento y el vértigo se adueñó de él.
El minutero salta en ese instante hasta el seis. Se levanta como un resorte y sale a la calle ya sin miedo. Irá a la facultad, la buscará entre los pasillos como siempre, la convencerá serenamente de su error, la llevará fuera, a los jardines y le explicará que él realmente no es así, que se ha equivocado tantas veces, que él nunca había querido dañarla a pesar de las gotas rojas que mancharon su blanco vestido nuevo, pero que va a cambiar porque la ama, porque su vida sin ella es una desgracia, porque le duele horriblemente su ausencia, porque el blanco de la luz le hace daño cuando está solo.
En la puerta enrejada que circunda el edificio de la universidad se topa de repente con el coche que emite sonidos que se interrumpen, estridentes, por la radio. Las letras de su matrícula le dicen dcs, descanso, o descenso. Junto a las puertas abiertas ve a los cuatro hombres. Dos de ellos se acercan a él con suavidad hipócrita y le toman de los brazos con firmeza. En sus sienes se agolpa una fiebre sudorosa y fría cuando ve sus uniformes blancos. El pánico le cierra la garganta cuando piensa, “ no quiero volver a esa luz blanca, déjenme a la sombra de ese árbol mientras espero a Alicia”. Nota un agudo pinchazo en el brazo que le empieza a sumergir en lo negro con blandura y entrega. El nudo de la garganta y la opresión del estómago ceden lentamente. Alcanza a pensar, “por fin la oscuridad”.

3 comentarios:

  1. Ni idea de lo qué pretenderá la autora, pero me ha gustado. Desde mi posición profana, me parece un texto bonito: triste, al final. Quizá algo tétrico incluso, al final... He echado de menos algún comentario antes que el mío, porque me encantan, ya lo he sugerido, leer tanto los textos como los comentarios de gente que considero tan formada.

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  2. perdonádme, se me ha colado una tilde de más. Lo siento de veras.

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  3. Anónimo1/6/09, 4:58

    es un bello y tristísimo relato.... enhorabuena

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