El viejo proyecto
Justo cuando Manuel paró a echar gasolina en un pueblo del Aljarafe sevillano, llegó un coche muy viejo y anticuado que se paró junto al suyo. Lentamente se abrió la puerta del piloto y asomó una mano temblorosa con un bastón. Luego fue apareciendo el resto del cuerpo. Pese a rondar lo que se suele considerar la ancianidad, el cuerpo consiguió salir torpemente del coche. En la parte de atrás traía una perra de raza boxer. Era un anciano alto y llevaba un mapa de carreteras bajo el brazo. Se dirigió a Manuel con acento extranjero:
-¿Sabe usted donde están Ruinas Itálicas? –se colocó junto al joven mientras éste echaba gasolina, sin respetar mucho la distancia habitual entre desconocidos y le plantó delante de sus narices el mapa de carreteras. Sus manos, poco precisas, algo crispadas, más que sostener el mapa se aferraban a él y lo arrugaban.
-Un momento, un momento que termine de llenar el depósito- dijo Manuel, y llevó la mirada al contador del surtidor que estaba ralentizando el paso de las vueltas, hasta que las cifras se detuvieron.
-Me parece que me he liado un poco –dijo el anciano, que no se había separado de su lado-.Usted sabe donde es, ¿verdad?
-Sí, ejem, claro, no está lejos, aunque es un poco enrevesado de explicar… -Manuel le miró a la cara, luego a las manos y se fijó en sus dedos- yo creo que a usted le conozco ¿no?–. A una de las manos que sujetaba el mapa le faltaban dos falanges de la mano derecha y un dedo completo.
-¿Usted conocerme?
-Sí, claro, fuimos a grabarle, a su invernadero en Málaga –Manuel parecía contento de que fuera él-. Señor Sinden, espere un instante –. Se remangó la camisa, colocó la manguera en la percha del surtidor y cerró el tapón del depósito. El viejo se quedó mirando al vacío, en actitud de estar recordando y asintió repetidamente con la cabeza para sí mismo. Manuel estaba terminando de quitarse los guantes de plástico. Comprobó que el tapón del depósito estaba realmente cerrado. Se acercó al señor mayor y éste exclamó:
-Me “recuerdo”, sí, tú ser cámara, me hicisteis reportaje…
-Bueno, yo no soy cámara, en realidad, yo iba con el cámara y con su amigo Nacho, el periodista, ya sabe lo que le aprecia… Soy realizador…
-Si, si, me debéis la copia del video.
-Ah, bueno, de eso se tenía que encargar Nacho…
-Pero al final no sirvió de mucho, de todas formas...-movía la cabeza negativamente de manera exagerada y guardó el mapa.
- Eh, ¿por qué?–Manuel se rascó la cabeza.
- Cuando salió el reportaje, con las denuncias que puse a la guardia civil, vino a verme un hombre. Yo estaba cansado, era después de comer: “Qué quieres”, dije. “Hablar con usted, señor Sinden”. Le hice pasar. Pero a la puerta, no a la casa. No me gusta.
-Sí, no está cómodo usted con gente extraña dentro de casa, lo recuerdo…-dijo Manuel mirando el reloj –Espere, ¿un café, señor Sinden? ¿Tiene prisa? Y me lo cuenta. A mi compañero Nacho le va a dar mucha alegría cuando le diga que me he encontrado con usted, le aprecia mucho…usted sabe.
Manuel aparcó el coche en un área reservada para automóviles y autobuses, junto a la puerta de un bar que estaba pegado a la gasolinera. El hombre mayor no se complicó mucho, y se dispuso a aparcar justo al lado de donde habían estado hablando, en un hueco reservado para el agua y el inflado de neumáticos. Manuel bajó la ventanilla mientras maniobraba:
-¡Señor Sinden, ahí no! –el viejo paró el motor. No oyó a Manuel, que estaba terminando de cuadrar su coche en paralelo al bordillo, pero bastante más lejos. Se bajó y fue al sitio donde estaba Sinden, que ya se bajaba del vehículo.
-Señor Sinden –corría hacia el anciano-, ahí puede estorbar su coche–. El vejete hizo un gesto de malestar, parecía un poco cansado. -No se preocupe, yo se lo aparco, dijo Manuel. Sinden se bajó trabajosamente, y se montó en el asiento del acompañante, acomodando primero las piernas y luego el bastón en el pequeño coche. El bar estaba a unos veinticinco metros.
-La marcha atrás…mmm…ah, sí, a la derecha y luego atrás –dijo Manuel, y la perra le olisqueó la oreja. La marcha no entraba, pese al esfuerzo de Manuel. Sinden le quitó la mano del cambio de marcha, y empujó él. Aquello crujió y finalmente entró la marcha.
-Es viejo pero buen coche –el vejete acarició el salpicadero con las dos manos.
- Qué viene usted… ¿de Málaga? -preguntó Manuel maniobrando, y dejando el viejo coche junto al suyo, en la puerta del bar.
El viejo Sinden parecía no oírle.
-¿Viene de su invernadero? –Manuel elevó el tono de voz.
-Ya no es mi invernadero –cerró los ojos y se puso a llorar- ¡Mi invernadero!
Manuel enrojeció. Miró alrededor del coche, y luego puso su mano en el hombro del viejo. La perra ladró varias veces.
- Todo por culpa de esos malditos drogadictos–. Sinden se sonó la nariz con un viejo pañuelo arrugado que sacó del bolsillo. Se calmó.
-¿Para qué fue a verle ese hombre?
-El tipo estaba enfadado, me dio miedo. “Lo que usted dice de nosotros no es verdad, ¿cómo se atreve a denunciarnos en la televisión?”. Me empujó. –Manuel le ayudó a salir del coche. Antes de cerrarlo, el viejo dejó un cristal medio bajado para que la perra no se asfixiara.
-Pero en el reportaje no se habló de los drogadictos. Solo se dijo que usted había puesto denuncias por la muerte de algunos perros.
-Yo le dije: “Vosotros me obligasteis. La gente tiene que saber lo que hace gente centro de drogadictos a un pobre viejo” –diciendo esto había levantado el bastón, que sostenía con la mano derecha pese al dedo y las falanges que le faltaban.
Caminaron juntos hacia el bar. Entraron y había mucha gente. Acababa de parar un autobús de turistas. La pareja llegó a la barra y el camarero les miró atento, en un hueco que había entre dos señoras y un grupillo de japoneses.
-¿Qué va a tomar, señor Sinden? –dijo Manuel.
-Leche.
-Un vaso de leche, y un café, por favor.
Manuel consiguió una mesita alta que acababa de quedar libre junto a una máquina tragaperras pero cercana a la barra. Acomodó a Sinden en un taburete y él se quedó de pie.
-Espere, un momento por favor –el vejete sacó una funda del bolsillo de la camisa, y extrajo unas gafas pequeñas con un cordón. Se las colocó. –Ahora sí, le veo mejor… –agarró a Manuel del brazo, y lo miró a los ojos.
-Sí, sí, usted es el del reportaje, claro que sí…
- ¿Quién se creía que era? –. El camarero dejó el café y la leche en la barra.
-La vista me engaña. Qué te decía, ¡ah!, ¡sí!, el hombre me empujó, a mí, a un pobre viejo: “por qué tuviste que acusarnos”. Malditos drogadictos. Mataron mis perros. ¡Y ahora iban a por mí!, te lo puedo jurar…-se sobresaltó con el comienzo de la canción de la máquina tragaperras, que comenzó de improviso.
-¿Por qué va a Itálica entonces? –dijo Manuel levantando la voz.
-¿Cómo?
-¿Qué por qué va a Itálica?
-Mi amigo trabaja de encargado, vive en recinto de Itálica. No le importa yo allí, tiene sitio para mi perra.
>> El hombre que vino a casa me dijo: “Nosotros no le hemos hecho nada. No se qué le ha pasado a sus perros, pero nosotros no hemos sido. Ahora se va a enterar usted porque esto ha sido demasiado, nos ha difamado”. Y se fue y me quedé muy preocupado.
-¿Y todos aquellos perros que quedaban cuando fuimos a grabarle?
-Envenenados, todos. Me los mataron después del reportaje, menos uno, la perra que traigo –suspiró, y miró al suelo.
-Me deja usted de piedra -Manuel le puso un brazo en el hombro y le buscó los ojos. -Nacho no sabe nada de esto, si no me lo habría contado. ¿Y no puso otra denuncia?
-La guardia civil y el ayuntamiento, seguro que están todos de acuerdo para joderme, los del ayuntamiento me cortaron el agua.
-Pero Sinden, eso fue un decreto de ley, su invernadero incumplía no se qué papeles, debe usted aceptar que…
-Un extranjero viejo que no vende su tierra en Málaga. Pero ya lo han conseguido. El hombre me amenazó con matarme a Cira.
-¿Se lo dijo? –Manuel daba pequeños sorbos a su café, mientras escuchaba.
-No me lo dijo. Pero yo lo sé. El hombre vino por eso, para que tuviera cuidado yo. Ellos quieren el terreno de mi invernadero. Saben Cira es mi única compañía.
>>El caso es que al poco tiempo vinieron los del ayuntamiento, para que yo me fuera a una residencia.
-Bueno, Sinden, eso tampoco está tan mal-. La máquina tragaperras comenzaba una nueva melodía mientras uno del pueblo se había animado a jugarse los euros.
-¿Irme a residencia? Todo lleno de viejos. Nunca lo haría…y dejar mi invernadero… Fui científico de la FAO, mi invernadero tiene especies únicas. Intentaron joderme –su vaso de leche permanecía intacto.
-¿Volvió a saber algo más del tipo? –Manuel se acercó a Sinden para que le escuchase bien.
-Al día siguiente volvió con dos más. Me trajeron unos papeles. Unas denuncias, de difamación. Yo les grité, no les dejé pasar. Esta vez, se asustaron de mí. Cira les ladró y se fueron.
>>A los dos días vinieron unos hombres de chaqueta. Me dijeron que eran del ayuntamiento, que no podía estar allí por bien mío, que esa chabola no era para una persona, que no tenía agua. Yo bebo agua de la lluvia, tengo sistema. Tú viste.
-Sí recuerdo, recuerdo, aquellas cisternas grandes… –Manuel apuró su café.
-¡Chabola! Les dije que se podían ir por vuelta-.
- …por donde habían venido-Manuel esbozó una sonrisa.
-Eso. Que no volvieran. Maldita gentuza. Meterme en residencia es meterme en asilo, es meterme en cárcel. Llevan treinta años jodiéndome. Gobierno de España me dio proyecto para desarrollar las especies nuevas, y luego…-torpemente cogió el vaso con su mano, y dio un par de sorbos- …me quitaron las subvenciones, me empezaron a cortar el agua, querían que murieran mis plantas -.Se giró y dio con el brazo derecho en el hombro del hombre que estaba jugando en la máquina, y el vaso se derramó.
-Perdón –dijo el hombre que jugaba.
-No, no, si no ha sido usted –dijo Manuel, que se acercó a la barra y pidió una bayeta. Recogió la leche de la mesa y el taburete. Sinden cogió servilletas y se limpió la camisa y el pantalón, que se habían manchado.
En ese momento la máquina reprodujo una música diferente. Empezaron a salir muchas monedas del dispensador. El hombre recogió todo lo que iba saliendo, se lo guardó y llamó al camarero:
-Lo de estos señores está pagado-. Y se dirigió a Sinden: -¿Me ha dado usted suerte, sabe?-. El vejete sonrió, y el hombre del pueblo, dijo adiós y se fue.
-¡Ah, la suerte…! –suspiró el viejo Sinden.
-¿Ha visto? Le ha dado suerte usted.
-Sí pero a mi nadie me da suerte. Después de todo aquello, me pusieron el centro de drogadictos al lado. Empezaron a morir mis perros.
-Pero los que le ofrecen el asilo no le han hecho nada a sus perros. Son servicios sociales, usted podría estar más cómodo.
-No dejo mi Cira. En residencia no pueden estar perros.
-¿Y hasta cuando piensa quedarse en Itálica?
-Es mi amigo. Tiempo que yo quiera. Mucho tiempo, no quiero volver. Vinieron hombres de chaqueta otra vez. Yo escuché motor de coche por el carril que viene a mi invernadero. Yo estaba preparando una orquídea para un trasplante, les oí. Me escondí muy rápido. Entonces salí de allí. Es la primera vez en treinta años que dejo invernadero. Especies irán muriendo. ¿Si yo no estoy regando y cuidando plantas, quién las va a cuidar?
-Entiendo, entiendo. Pero acaba de irse. Mire podemos arreglar las cosas, seguro que esto tiene otra manera de arreglarse. Quizás Nacho pueda hacer algo.
-¿Qué va a hacer? Me van a llevar de todas formas de allí los del ayuntamiento al asilo. Perra a perrera seguro. Mis plantas muertas seguro. O peor, me vienen drogadictos de centro y me matan la perra, o me matan a mí.
-Puede usted volver a Málaga. ¿No conoce a nadie allí? No tiene por qué dormir en el invernadero, seguro que alguien puede cuidar de la perra un tiempo, y usted sigue en el invernadero. De todas formas el asilo no debería verlo tan trágicamente.
-Yo vine hace treinta años, yo traje proyecto, ese invernadero costó mucho trabajo. Ellos fueron destruyéndolo con juego sucio. Mucho tiempo luchando por él.
-Por eso. Mire, vuelva al invernadero, quédese con la perra si quiere. Avisamos a las autoridades de esta situación. Seguro que le ayudan y entienden lo de su perro y le buscan una residencia donde pueda quedarse con él.
-¿Tú crees?
-Claro. No tiene por qué haber problema. Y usted sigue con la perra en el invernadero. ¿No es eso lo que usted quiere? ¿Por qué tiene que dejar el invernadero?
-Puede ser.
-Hoy duerma con su amigo de Itálica. Pero mañana es domingo, si quiere yo le acompaño a Málaga, y vamos al invernadero. Por un día de ausencia no creo se haya estropeado ninguna especie. Y a la perra le buscamos un sitio seguro unos días.
-No, la perra duerme conmigo.
-Bueno, pues la perra con usted. Pero no deje su invernadero. No huya, la cosa puede arreglarse.
-Mire, tome mi tarjeta –Manuel le da una de su cartera- llámeme si está convencido. Se lo piensa, y si está dispuesto, yo le acompaño mañana y ya verá como todo vuelve a su cauce.
-Es posible –el viejo parecía algo más animado.
Salieron del bar y se despidieron. Fueron a sus respectivos coches. Cuando Manuel metía la llave en la cerradura de su coche, oyó un grito:
-¡Venga, venga, por favor!.
Era Sinden, que había encontrado a la boxer muerta en el asiento de atrás.
19/5/09
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