LO QUE ME QUEDA DE ELENA
Estimado Director y compañero:
Lo dejo. Dejo la Facultad. Dejo la formación de nuevos filósofos para que luego se conviertan en tristes funcionarios de la enseñanza, expendedores a granel de conceptos manidos ya nada revolucionarios, y lo dejo porque ya no creo en ello, y por Elena, y, sobre todo, por absurdo que te resulte, a causa de la palabra "ráfaga" y por los estornudos de Lourdes. Permíteme Juan, que, por el tiempo en el que estudiamos juntos y por el que después hemos trabajado codo con codo en este Departamento y porque tú conociste a Elena y me viste sufrir con ella, te cuente, querido amigo, cómo he llegado a esta conclusión.
Ayer, cuando iba a toda prisa hacia la Facultad en mi coche, eché una ráfaga de luces largas a un peatón que hizo la intención de ponerse a cruzar y, entonces, me acordé de ella, de Elena. Porque cuando echo una ráfaga, Juan, siempre me acuerdo de ella, te parecerá una tontería, pero es así: cuando echo una ráfaga de luz me acuerdo de Elena porque un día –tendríamos, entonces, 18 años- ella dijo que le parecía una pijada echar ráfagas: "Se creen muy señoritos echando sus ráfagas" o algo así debió de decir. Y yo no sé por qué, Juan, aquel momento se me quedó grabado. O sea, dos años de novios en los que la inestabilidad de parejas era la tónica y sin embargo nosotros hacíamos récords, dos años en los que yo nunca terminé de creerla mía y luchaba cada día como un perro por sus caricias, por sus atenciones, por su mirada, por su amor, en definitiva -por típico y tópico que te parezca-, dos años descarnados y los cuatro o cinco después que me pasé, tú lo sabes bien, llorando por haberla perdido y por verla con el monitor de tenis (qué típico, Juan; ¡qué patético!, Juan, ahora que lo recuerdo), tantos años, y el único recuerdo que me queda es que, cuando echo una ráfaga con la luz de mi coche, me acuerdo de que a ella eso le parecía una pijada. Y no comprenderás qué tiene que ver todo esto con dejar la carrera hacia la Cátedra, pues lo tiene que ver todo, por extraño que te parezca. ¿Qué me ha quedado, Juan, de todo aquel tiempo luchando por ella, sufriendo por ella? Me ha quedado una chorrada, una pamplina, una tontería. Ella era lo que yo más amaba y sólo me ha quedado un acto reflejo absurdo. Un acto reflejo que, indudablemente significa que todavía cuando echo unas ráfagas me siento juzgado por ella (a ella le parece una pijada, el acto ridículo y prepotente de un señorito), juzgado y condenado, Juan, porque cuando echo una ráfaga siento que me gusta, que es ágil, ágil y útil, la típica precaución de alguien que tiene los suficientes reflejos –los reflejos y la agilidad de quien se siente deportivo- como para ir avisando de sus movimientos con suficiente antelación, previendo, presintiendo, sospechando lo que harán otros conductores, los peatones, los motoristas. Y cuando estoy en la cumbre de mi autoestima admitiendo mi agilidad, viene siempre Elena a mi pensamiento y me lo chafa todo. Sí, Juan, porque me hunde. Y cuando me ha hundido la autoestima diciéndome que es una pijada típica de señorito, encima, voy yo y me deprimo aún más pensando que eso es todo lo que me queda de Elena: su recuerdo escrutador cuando echo las ráfagas. ¿Te das cuenta? Han pasado más de veinte años y, después de tanto amor y tantas lágrimas como le di, sólo me queda ese recuerdo absurdo.
¿Y qué dejamos nosotros en la conciencia de nuestros alumnos, Juan? ¿Para qué sirven nuestras clases? Ayer cuando iba en mi coche a la Facultad, ya sabes, eché las ráfagas, me acordé una vez más de que a Elena no le gustaba, pensé en lo poco que después de tantos años me quedaba de ella, pensé en lo poco que nos queda de todo aquello que entregamos y me acordé, seguidamente, de una alumna que me encontré en un viaje de tren años después de darle clases y que me contó que se acordaba de mí en momentos tan absurdos como en los que yo me acuerdo de Elena.
La alumna se llamaba Lourdes, y coincidimos en el pasillo de un tren en uno de esos largos viajes desde las provincias al centro. Yo le había dado clases en mis primeros años de becario, cuando yo mezclaba la ética con la estética y la filosofía revolucionaria, cuando yo hablaba del pensamiento con pasión (¿te acuerdas de esos buenos tiempos, Juan?). Ella era una diosa de la sonrisa. Miraba, analizaba y reía seduciendo sin quererlo. Yo estuve loco por ella sin decírselo nunca y quizás por eso me paré más tiempo del necesario a hablar con ella en aquel tren. Después de mucho rato poniéndonos al día de nuestras vidas (en la suya habían ocurrido muchas más cosas que en la mía), me confesó que había un momento permanente en el que siempre se acordaba de mí. En un segundo pensé –ya sabes a qué velocidad puede correr nuestra imaginación cuando se nos está alabando- que posiblemente me recordaría por mi insistencia en que la poesía también era un modo de conocimiento de la realidad o por mi defensa socrática de que nadie es culpable sino ignorante de lo que sea el mal. ¿Y sabes, querido Juan, por qué me recordaba? Por los estornudos. Al parecer, una vez en clase, en un comentario, como verás, sin importancia, alguien estornudó, la compañera dijo "¡Jesús!", y yo –en aquel mi permanente deseo de utilizar cualquier excusa para introducir el laicismo (y a ser posible el ateísmo) en las conciencias de mis alumnos- aproveché para explicar lo que tú ya sabes de que eso proviene de una superstición absurda por la que los antiguos creían que, estornudando, la gente echaba los malos espíritus, y se defendían conjurándolos con la Sagrada Familia y que lo más correcto (y lo más ateo) era decir "salud" en vez de "Jesús". Bueno, Juan, pues cada vez que alguien estornudaba, Lourdes se acordaba de mí. Ese es el resumen de todo lo que aprendió de mí después de un año de Ética y Estética.
La enseñanza, Juan, a veces, como ya ves, sigue unos vericuetos indescifrables que nosotros creemos que se introducen por los conceptos y por la palabra y sin embargo quizás estén más afincados en los gestos, o en las adulaciones, sí, quizás eso que tanto llaman el refuerzo positivo. Pero yo ya paso, lo dejo. En realidad creo que el mundo va a la deriva, que la educación ya nada tiene que hacer para detener la avenida de estos nuevos tiempos de egoísmo pontificado y de seducción permanente de nuestros bajos instintos que traerán como consecuencia la absoluta insumisión a las reglas de convivencia y el caos progresivo que nos empujará a ocultarnos de los demás porque les temamos y que nos abocará al salvaje estado de naturaleza en el que todos volveremos a competir con todos hasta la victoria de los más fuertes. De nada servirá ya el pensamiento ni la filosofía, de nuevo los instintos dominarán el mundo y nada del trabajo que hemos intentado hacer durante siglos habrá servido para nada, porque ayer cuando iba en coche hacia la Facultad todo se unió en un punto como en un fogonazo. La claridad y el azar me asaltaron de golpe: vi un peatón que iba a cruzar la calle, le eché la ráfaga para indicarle que pasara, pensé en Elena y en lo poco que me quedaba de ella, recordé lo poco que he sido capaz de dejar en los demás y vi en el destello de la ráfaga que quien cruzaba era el monitor de tenis que luego se casó con Elena y, sin dudarlo, rompiendo todas las reglas de convivencia de este mundo absurdo en el que empezamos a comernos unos a otros, comprendiendo más que nunca que yo no era culpable sino que estaba siendo arrastrado, como decía Sócrates, por la presión de los tiempos de egoísmo dominante, apreté el acelerador y lo reventé contra el morro de mi coche y lo arrastré por el asfalto siendo absolutamente consciente de la poesía configuradora de realidad que transfería el sonido de su cuerpo enganchado entre mis ruedas y el freno de mano con el acelerador a tope y los golpes que sus musculosos y después pelados miembros percutían contra los bajos del coche como cruzando un pedregal, mientras cruzaban por mi memoria imágenes sin nombre y sin esencia de Elena y el tiempo en que la quise y el tiempo en que la lloré, y sólo me venía a la cabeza la frase estúpida de la ráfaga, y sólo era capaz de imaginar la de veces que Lourdes se habría acordado de mí al ver mocos saltando, caras descompuestas en el rictus imparable del estornudo, y los años dedicado a la buena enseñanza para ver que, no obstante, el mundo iba a peor.
Por eso creo que ya de nada vale seguir y que, en realidad de nada valió todo lo que hicimos: sobrevivimos, pero sin recuerdos, envueltos nada más que en una pasta densa y espesa de presente incomprensible. Por eso escribo esto: para que quede, para que el tiempo no borre que yo maté a ese hombre, para que quede algo más que un gesto de un hombre que cruza y otro que le avisa que no debe hacerlo por medio de una ráfaga, como mis testigos confirmaron, y para que sepas que sintiéndome al mismo tiempo víctima y verdugo del perdido mundo en el que vivo, dejo la enseñanza para refugiarme en la búsqueda de mis recuerdos y en un lugar lejano donde los esbirros del poder, analizado el cadáver, no puedan descubrirme.
Quizás allí recupere a Elena.
Estimado Director y compañero:
Lo dejo. Dejo la Facultad. Dejo la formación de nuevos filósofos para que luego se conviertan en tristes funcionarios de la enseñanza, expendedores a granel de conceptos manidos ya nada revolucionarios, y lo dejo porque ya no creo en ello, y por Elena, y, sobre todo, por absurdo que te resulte, a causa de la palabra "ráfaga" y por los estornudos de Lourdes. Permíteme Juan, que, por el tiempo en el que estudiamos juntos y por el que después hemos trabajado codo con codo en este Departamento y porque tú conociste a Elena y me viste sufrir con ella, te cuente, querido amigo, cómo he llegado a esta conclusión.
Ayer, cuando iba a toda prisa hacia la Facultad en mi coche, eché una ráfaga de luces largas a un peatón que hizo la intención de ponerse a cruzar y, entonces, me acordé de ella, de Elena. Porque cuando echo una ráfaga, Juan, siempre me acuerdo de ella, te parecerá una tontería, pero es así: cuando echo una ráfaga de luz me acuerdo de Elena porque un día –tendríamos, entonces, 18 años- ella dijo que le parecía una pijada echar ráfagas: "Se creen muy señoritos echando sus ráfagas" o algo así debió de decir. Y yo no sé por qué, Juan, aquel momento se me quedó grabado. O sea, dos años de novios en los que la inestabilidad de parejas era la tónica y sin embargo nosotros hacíamos récords, dos años en los que yo nunca terminé de creerla mía y luchaba cada día como un perro por sus caricias, por sus atenciones, por su mirada, por su amor, en definitiva -por típico y tópico que te parezca-, dos años descarnados y los cuatro o cinco después que me pasé, tú lo sabes bien, llorando por haberla perdido y por verla con el monitor de tenis (qué típico, Juan; ¡qué patético!, Juan, ahora que lo recuerdo), tantos años, y el único recuerdo que me queda es que, cuando echo una ráfaga con la luz de mi coche, me acuerdo de que a ella eso le parecía una pijada. Y no comprenderás qué tiene que ver todo esto con dejar la carrera hacia la Cátedra, pues lo tiene que ver todo, por extraño que te parezca. ¿Qué me ha quedado, Juan, de todo aquel tiempo luchando por ella, sufriendo por ella? Me ha quedado una chorrada, una pamplina, una tontería. Ella era lo que yo más amaba y sólo me ha quedado un acto reflejo absurdo. Un acto reflejo que, indudablemente significa que todavía cuando echo unas ráfagas me siento juzgado por ella (a ella le parece una pijada, el acto ridículo y prepotente de un señorito), juzgado y condenado, Juan, porque cuando echo una ráfaga siento que me gusta, que es ágil, ágil y útil, la típica precaución de alguien que tiene los suficientes reflejos –los reflejos y la agilidad de quien se siente deportivo- como para ir avisando de sus movimientos con suficiente antelación, previendo, presintiendo, sospechando lo que harán otros conductores, los peatones, los motoristas. Y cuando estoy en la cumbre de mi autoestima admitiendo mi agilidad, viene siempre Elena a mi pensamiento y me lo chafa todo. Sí, Juan, porque me hunde. Y cuando me ha hundido la autoestima diciéndome que es una pijada típica de señorito, encima, voy yo y me deprimo aún más pensando que eso es todo lo que me queda de Elena: su recuerdo escrutador cuando echo las ráfagas. ¿Te das cuenta? Han pasado más de veinte años y, después de tanto amor y tantas lágrimas como le di, sólo me queda ese recuerdo absurdo.
¿Y qué dejamos nosotros en la conciencia de nuestros alumnos, Juan? ¿Para qué sirven nuestras clases? Ayer cuando iba en mi coche a la Facultad, ya sabes, eché las ráfagas, me acordé una vez más de que a Elena no le gustaba, pensé en lo poco que después de tantos años me quedaba de ella, pensé en lo poco que nos queda de todo aquello que entregamos y me acordé, seguidamente, de una alumna que me encontré en un viaje de tren años después de darle clases y que me contó que se acordaba de mí en momentos tan absurdos como en los que yo me acuerdo de Elena.
La alumna se llamaba Lourdes, y coincidimos en el pasillo de un tren en uno de esos largos viajes desde las provincias al centro. Yo le había dado clases en mis primeros años de becario, cuando yo mezclaba la ética con la estética y la filosofía revolucionaria, cuando yo hablaba del pensamiento con pasión (¿te acuerdas de esos buenos tiempos, Juan?). Ella era una diosa de la sonrisa. Miraba, analizaba y reía seduciendo sin quererlo. Yo estuve loco por ella sin decírselo nunca y quizás por eso me paré más tiempo del necesario a hablar con ella en aquel tren. Después de mucho rato poniéndonos al día de nuestras vidas (en la suya habían ocurrido muchas más cosas que en la mía), me confesó que había un momento permanente en el que siempre se acordaba de mí. En un segundo pensé –ya sabes a qué velocidad puede correr nuestra imaginación cuando se nos está alabando- que posiblemente me recordaría por mi insistencia en que la poesía también era un modo de conocimiento de la realidad o por mi defensa socrática de que nadie es culpable sino ignorante de lo que sea el mal. ¿Y sabes, querido Juan, por qué me recordaba? Por los estornudos. Al parecer, una vez en clase, en un comentario, como verás, sin importancia, alguien estornudó, la compañera dijo "¡Jesús!", y yo –en aquel mi permanente deseo de utilizar cualquier excusa para introducir el laicismo (y a ser posible el ateísmo) en las conciencias de mis alumnos- aproveché para explicar lo que tú ya sabes de que eso proviene de una superstición absurda por la que los antiguos creían que, estornudando, la gente echaba los malos espíritus, y se defendían conjurándolos con la Sagrada Familia y que lo más correcto (y lo más ateo) era decir "salud" en vez de "Jesús". Bueno, Juan, pues cada vez que alguien estornudaba, Lourdes se acordaba de mí. Ese es el resumen de todo lo que aprendió de mí después de un año de Ética y Estética.
La enseñanza, Juan, a veces, como ya ves, sigue unos vericuetos indescifrables que nosotros creemos que se introducen por los conceptos y por la palabra y sin embargo quizás estén más afincados en los gestos, o en las adulaciones, sí, quizás eso que tanto llaman el refuerzo positivo. Pero yo ya paso, lo dejo. En realidad creo que el mundo va a la deriva, que la educación ya nada tiene que hacer para detener la avenida de estos nuevos tiempos de egoísmo pontificado y de seducción permanente de nuestros bajos instintos que traerán como consecuencia la absoluta insumisión a las reglas de convivencia y el caos progresivo que nos empujará a ocultarnos de los demás porque les temamos y que nos abocará al salvaje estado de naturaleza en el que todos volveremos a competir con todos hasta la victoria de los más fuertes. De nada servirá ya el pensamiento ni la filosofía, de nuevo los instintos dominarán el mundo y nada del trabajo que hemos intentado hacer durante siglos habrá servido para nada, porque ayer cuando iba en coche hacia la Facultad todo se unió en un punto como en un fogonazo. La claridad y el azar me asaltaron de golpe: vi un peatón que iba a cruzar la calle, le eché la ráfaga para indicarle que pasara, pensé en Elena y en lo poco que me quedaba de ella, recordé lo poco que he sido capaz de dejar en los demás y vi en el destello de la ráfaga que quien cruzaba era el monitor de tenis que luego se casó con Elena y, sin dudarlo, rompiendo todas las reglas de convivencia de este mundo absurdo en el que empezamos a comernos unos a otros, comprendiendo más que nunca que yo no era culpable sino que estaba siendo arrastrado, como decía Sócrates, por la presión de los tiempos de egoísmo dominante, apreté el acelerador y lo reventé contra el morro de mi coche y lo arrastré por el asfalto siendo absolutamente consciente de la poesía configuradora de realidad que transfería el sonido de su cuerpo enganchado entre mis ruedas y el freno de mano con el acelerador a tope y los golpes que sus musculosos y después pelados miembros percutían contra los bajos del coche como cruzando un pedregal, mientras cruzaban por mi memoria imágenes sin nombre y sin esencia de Elena y el tiempo en que la quise y el tiempo en que la lloré, y sólo me venía a la cabeza la frase estúpida de la ráfaga, y sólo era capaz de imaginar la de veces que Lourdes se habría acordado de mí al ver mocos saltando, caras descompuestas en el rictus imparable del estornudo, y los años dedicado a la buena enseñanza para ver que, no obstante, el mundo iba a peor.
Por eso creo que ya de nada vale seguir y que, en realidad de nada valió todo lo que hicimos: sobrevivimos, pero sin recuerdos, envueltos nada más que en una pasta densa y espesa de presente incomprensible. Por eso escribo esto: para que quede, para que el tiempo no borre que yo maté a ese hombre, para que quede algo más que un gesto de un hombre que cruza y otro que le avisa que no debe hacerlo por medio de una ráfaga, como mis testigos confirmaron, y para que sepas que sintiéndome al mismo tiempo víctima y verdugo del perdido mundo en el que vivo, dejo la enseñanza para refugiarme en la búsqueda de mis recuerdos y en un lugar lejano donde los esbirros del poder, analizado el cadáver, no puedan descubrirme.
Quizás allí recupere a Elena.
La historia no tiene consistenia. Está todo pillado por los pelos. ¿No tiene remordimientos después de haber cometido un asesinato? ¿Lo confiesa tranquilamente? ¿Y al cabo de un rato? El asesinato nombrado es un truco literario para mantener la atención en la lectura de la carta.Siendo así me siento engañado. Si su alumna solo recordaba el estornudo de sus clases, vaya profe aburrido, tenía que haber dimitido antes.
ResponderEliminarAyyy...!! !Qué sueño¡
Con el sueño me he equivocado, quería decir consistencia, no consistenia.
ResponderEliminarY yo, que de mis amores pasados me ha quedado el recuerdo de la pasión y no el dolor del adios; el rojo húmedo del beber nuestros labios, no los portazos y desaires.