Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

7/5/09

-Relato 4 de Javier Vargas

Esta es la primera vez que me planteo escribir un relato de tipo juvenil, y la verdad es que me he divertido más de lo que hubiera podido imaginar. Es también el relato más largo que tengo: 12 páginas. Sí, ya podéis esconderos bajo la mesa, armario, bunker anti misiles nucleares, o donde queráis (no, armarios no, así nos ahorramos el chiste fácil).
Los espacios(entre líneas) y tabulaciones que tenía el relato en el Word, se han puesto de huelga al pasarlo aquí (misterios de la informática), por lo que en la parte de diálogo, sin paños calientes, se leen como el culo. He intentado arreglarlo metiéndole una línea de espacio después de cada párrafo y 2 cuando cambio de escena, pero para arreglar los diálogos habría que meter un espacio después de cada línea, trabajo titánico donde los haya y ,considerando que son las 2:21 am, la verdad es que no estoy por la labor ahora, y total, para los 4 gatos que lo van a leer (que al final será 1, pero hay que ser optimista), pues como que no me cunde (ahora menos, que mi amigo Zorro me ha abandonado; se echan de menos esas discuciones/charlas sobre el relato :( ).
No me alargo más, aunque total, leer 5000 palabras (sí, por fin superé la bonita barrera de las 5000 palabras en un relato) o 5100 da lo mismo, y si Asimov y Stephen King escriben también comentarios antes de sus relatos, ¿por qué yo no puedo? Ah sí, porque soy un completo desconocido; bah, tonterías. Ya caerá algún incauto/a y me leerá. Viva la ingenuidad y el derecho a la pretenciosidad.
El ciclo de la vida.

El timbre que indicaba el fin de las clases estalló, sobresaltando a Mike. Fijó su mirada en Jessica y tragó saliva; tanta belleza podía llegar a asustar. Se levantó de su asiento con rapidez y caminó hacia el de ella. Se detuvo poco antes de llegar. “¿Por qué siempre estará rodeada de chicas?” se preguntó. “¿Quizás porque es guapa y popular?” le llegó la respuesta automática de su cerebro. Y así era. Jessica era el prototipo de chica ideal con el que todo adolescente desearía despertar algún día, o al menos soñar. Boca pequeña, rostro de facciones delicadas y unos pechos firmes que se adivinaban a través de las finas camisetas que solía llevar (era el tema de conversación favorito de los chicos cada día). Su rojizo cabello, reflejo del fuego que bullía en su interior, los volvía locos; sin embargo, bajo aquella imagen angelical se escondían unos ojos astutos que pocos conocían. Jessica ejercía sobre los chicos una total atracción, era guapa y lo más importante: lo sabía.
Mike esperaba impaciente que el grupo de chicas que la rodeaba se fuera, cuando se fijó que había alguien más esperándola: Adam. Aunque fueran compañeros de clase, Mike no recordaba haber intercambiado más de un par de palabras con él en todo el año. No sabría explicarlo con exactitud, pero Adam no le caía bien. Quizás fuera aquella mirada de autosuficiencia que exhalaban sus ojos, que parecían tener un cartel luminoso con el rótulo de: “Soy mejor que tu, y lo sé”, o ese cabello rubio siempre inmaculadamente engominado y peinado hacia atrás, sin un solo pelo fuera de su lugar; el caso es que cada vez que Mike veía a Adam, lo único que pasaba por su cabeza era cómo estropear ese anguloso rostro de niño rico mimado, o al menos despeinarlo. Sí, despeinar a Adam debía de sentirse igual que mezclar las piezas de un puzzle totalmente ordenado. Mike sonrió ante la idea.

La guardia real de Jessica dio por terminada la sesión de adulación e inició la retirada.

—Jessica… —se atrevió por fin a decir Mike.
—¿Si? —respondió ella, que en ese momento se encontraba sumida en la contemplación de sus uñas perfectas.
—Hola Jessica —se adelantó Adam, desde detrás de Mike.
Mike maldijo por lo bajo. Adam se acercó a ella y continuó.
—Quería hablarte del baile de fin de curso…
Los ojos de Jessica se posaron sobre Adam, fingiendo sorpresa. Era el cuarto chico que se lo pedía hoy.
—¿Quieres esperar tu turno, Adam? —Mike no pudo evitar que las palabras salieran atropelladamente de su boca, ni que el tono no fuera de enfado.
“Turno”, repitió Mike en su mente. Sonaba a carnicería, aunque no iba muy desencaminado de la realidad, que a fin de cuentas la conversación iba de carne; la de Jessica.
—El caso es que yo también venía a hablarte del baile —interrumpió Mike.
La mirada de Jessica brilló con malicia. Los observó detenidamente, como si estuviera eligiendo qué vestido ponerse. Adam y Mike aguantaban en silencio, como dos concursantes de algún programa de la tele, a la espera de que uno de ellos sea eliminado. La mente de Jessica empezó a funcionar con rapidez. Adam era atractivo, casi tanto como el grosor de su cartera y, a pesar de que a ella le encantara el olor del dinero, tenía prioridades. Si bien Mike no era lo que se dice un guapo oficial (aunque tenía cierto atractivo), Jessica sabía que Sara suspiraba por él, y esa era una oportunidad que ella no iba a desaprovechar. Jessica no tenía un motivo especial para odiar a Sara, pero hacía uso del derecho fundamental del odio sin razón que le otorgaba su status de popularidad.

Horas más tarde, arropado en la comodidad de su cama, Mike seguiría rememorando aquella tarde. Hasta la última de sus neuronas se concentraba en el mismo pensamiento: Jessica. “Jessica”, repetía con voz de idiota, acariciando cada letra con suavidad, con la misma intensidad que un moribundo en su lecho de muerte.

Aquella misma tarde, Eric se había armado de valor para hacer lo mismo con Susan. Llevaba toda la semana ensayando frente al espejo, y ya había podido eliminar casi todo el temblor de su voz, aunque el de sus piernas eran otra historia. Conocía a Susan desde hacía siete años; hacían juntos el camino de vuelta a casa cada tarde al salir del instituto. Cada año, Eric ensayaba el discurso triunfal con el que finalmente le pediría a Susan ir juntos al baile, y cada año Eric no conseguía articular palabra alguna frente a ella. Pero este año será distinto, se dijo Eric. Ya no era un niño; tenía dieciocho años, todo rastro de acné de su etapa de adolescente tímido había desaparecido, su autoestima estaba más alta que nunca y, por si fuera poco, estaban todas esas horas ensayando frente al espejo palabra a palabra lo que pensaba decirle.

Susan sostenía los libros contra su pecho y Eric caminaba a su lado en silencio, esperando el momento. Hasta el último detalle había sido elegido con cuidado. Cada palabra, cada gesto, cada pausa, cada tono que tendría que usar, había sido estudiado a conciencia, como si fuera la petición más importante de su vida. Sin que Susan lo notara, Eric sacó un trozo de papel de su bolsillo y le echó un vistazo rápido. El temblor de sus manos dificultó la tarea pero no importaba; Eric no necesitaba repasar el guión. Se sabía de rigurosa memoria todo lo que estaba escrito, así que sólo quedaba entrar en escena.

Se aclaró la garganta y se notó la boca seca. Su cuerpo había adoptado la consistencia de una masa gelatinosa. Se giró y la miró a los ojos. Se perdió en un mar verde que centelleaba bajo los rayos del sol. “¿Por qué tiene que ser tan guapa?”, pensó, volviendo a la realidad. La tocó del brazo para que se detuviera un momento y el contacto con su piel hizo que Eric se derritiera sin poder evitarlo. “Vamos Eric, concéntrate”, se dijo a sí mismo. Por fin llegó la hora de la verdad.
—Ss…Susan…eh…tu…yo…baile…juntos… —balbuceó a duras penas.
Semanas de ensayo resumidas en una frase. “Te has lucido Eric”, sonó una voz en su cabeza, y eso fue todo lo que duró el intento. Y ahí estaba Eric, inmóvil, mientras Susan intentaba descifrar el mensaje en su cara, algo difícil teniendo en cuenta que lo único que había ahí era una expresión de idiotez y vergüenza infinita. Tic, tac…El silencio se hacía más denso a cada momento que pasaba; cada segundo que se deslizaba impactaba con furia en su cabeza, hasta que Eric no pudo soportarlo. “El barco se hunde”, le dijo una voz en su cabeza. No, el barco no se hundía, el barco yacía ya en el fondo del mar. Los tiempos cambian y las reglas de moralidad también. Ya no es preciso que todo capitán se hunda con su barco, así que Eric salió de ahí a toda velocidad, sin darse cuenta que de su bolsillo caía un trozo de papel arrugado.

La palabra hablada es siempre fuente de malentendidos, por suerte existe la misma escrita. Susan terminó de leer el trozo de papel con una sonrisa en los labios. Al llegar a casa corrió al teléfono y, después de tres o cuatro intentos donde la madre de Eric le dijo que su hijo no podía ponerse al teléfono, consiguió hablar con él. Todo se solucionó en apenas unos segundos y hasta encontró tierna la huída de su futura pareja de baile.

Mientras que para algunos el baile de fin de curso representaba una noche especial, había otros que no lo recibían con tanta emoción.

Brian caminaba atado a la mano de Melanie, su novia, por el camino que bordeaba el parque. En la cabeza de Brian, su atención se repartía entre pensamientos sobre fútbol y una pequeñísima parte restante en oír a Melanie para saber cuándo tenía que asentir. Melanie hablaba, Brian asentía y Melanie volvía a hablar. La práctica había hecho de Brian todo un maestro de las “conversaciones”; sabía ya el momento exacto de cuándo tener que asentir.
Al cabo de un tiempo, el molesto ruido de fondo se detuvo.
—Qué emoción. Mañana es el gran día —exclamó Melanie.
Brian empezó a sudar. “¿Gran día?”, se preguntó. Empezó a buscar en su cabeza. “¿Cumpleaños?”. No, sabía que no era el cumpleaños de Melanie porque era en verano. Lo recordaba bien porque en verano no había temporada de fútbol y se pasaba los días aburrido, tumbado en su cama. “¿Aniversario?”. Podía ser. Intentó relacionarlo con alguna fecha de fútbol pero no le vino ninguna a la cabeza, así que decidió apostar por aniversario.
—Hay que ver cómo pasa el tiempo. Si parece que llevamos juntos apenas unos meses— soltó lo primero que le pasó por la cabeza.
Melanie lo miró con la misma expresión que se le mira a un niño que acaba de decir una ingenuidad.
—Brian. Llevamos 4 meses saliendo.
—Eh…sí, por eso lo decía cariño. Me refería a que a tu lado el tiempo se hace más largo —y esbozó una sonrisa tímida.
—¿Más largo? —Melanie masticó despacio cada palabra y Brian supo por la expresión de su cara que se preparaba para atacar— ¿Cómo más largo? ¿Insinúas que te aburres conmigo?
Brian estaba perdido y lo sabía. Aunque en el fondo Melanie tuviera razón, consideró oportuno el no confesarlo. Lo cierto es que Melanie le daba un poco de miedo cuando se ponía así. Intentó apaciguarla, y qué mejor que el recuerdo del gran evento de mañana, fuera lo que fuera.
—No, no cariño, no quería decir eso. Piensa en lo de mañana.
Como un niño al que le enseñaran un dulce, los ojos de Melanie brillaron de emoción y su rostro volvió a adoptar una expresión de normalidad.
—Tienes razón. ¿Te hace ilusión lo de mañana? —preguntó Melanie.
—Sí, bueno —respondió casi sin pensarlo, con el mismo entusiasmo que si le acabaran de comunicar que había ganado un vale de descuento del 1% en libros.
—¿Sí, bueno?¿Tienes idea del tiempo que llevo preparándome para el baile de fin de curso? Peluquería, vestido, zapatos, bolso, maquillaje ¿Te suena algo de eso? —era increíble el parecido con la voz de su madre, pensó Brian— No, claro, tú qué vas a saber. Para ti es todo muy fácil siempre. Brian, el chico que…
“Por Dios, ¿cómo hago para que se calle?”, pensó mientras las palabras salían disparadas de la boca de Melanie sin cesar. Tuvo que actuar rápido. Se acercó y la besó. El dulce silencio volvió a bendecirlo.
—Que sepas que sigo enfadada, eh Brian —le advirtió Melanie cuando terminó el beso.
—Lo siento —dijo, y dio por salvado su pellejo.
—Bueno. Mientras volvemos a casa te iré comentando las ideas que he pensado para el baile de mañana. Primero: he pensado que el color del…
Brian desconectó. Activó el modo asentidor-automático y dejó a su mente volar por un espacio verde de césped con un balón en medio…

*
La gran noche llegó, a pesar de las súplicas al cielo y oraciones de Brian. Mike y Eric suspiraban sintiéndose afortunados, sin saber que lo más difícil aún no había llegado.

Mike conducía su viejo coche en busca de Jessica, con una sonrisa kilométrica. Llevaba puesto un esmoquin alquilado y unos zapatos heredados de su padre. En el asiento de al lado descansaba una rosa que pensaba entregar a su acompañante. Detuvo el coche y se aproximó a la casa de Jessica. Le aterrorizaba conocer a su padre, así que se paró en la puerta, cerró los ojos y empezó a contar hasta diez para tranquilizarse. “Tres, dos uno…”. Los abrió y unos ojos negros le observaban desde el umbral. La puerta estaba abierta y se asomaba una figura enorme con cejas pobladas y barriga prominente.

Brian consideró seriamente la posibilidad de salir huyendo pero detrás del hombre que lo observaba distinguió la silueta de Jessica.
—¡Jessica! Aquí hay un chico muy raro esperando. ¿Tú sabes algo? —resonó la potente voz del padre.
—Es Mike, papá. Es mi pareja para el baile.
—¿En serio? —preguntó con malicia, después de examinar a Mike de arriba a abajo.
Mike rió. Los nervios le traicionaban y era lo único que alcanzaba a hacer. Intentó tranquilizarse; el peligro había pasado.
—Pasa… —el rostro del padre de Jessica se mostró pensativo —¿Mark, has dicho?
—Mike.
—Eh, si bueno, pasa dentro chico.
Terror. Pánico. Las palabras daban vueltas por la cabeza de Mike.
—Hola Mike —saludó Jessica—, vuelvo enseguida —y subió las escaleras.
Jessica llevaba un vestido negro ceñido que se adhería perfectamente a cada una de sus curvas. Su escote no dejaba demasiado a la imaginación y Mike no pudo evitarlo. Sus ojos se clavaron en su trasero y siguieron con atención cada balanceo que se producía al subir las escaleras. Estaba tan hipnotizado que no reparó en que su padre le observaba. Bajó la mirada inmediatamente para intentar salvar su inocencia, pero ya era tarde.
—Chico, ven aquí, siéntate —dio unas palmaditas en el sofá, en el asiento de al lado.
Mike tragó saliva y se sentó.
—Aún no nos hemos presentado. Soy Markus Clint, el padre de Jessica —y alargó una mano en señal de saludo.
Mike se la estrechó y sintió cómo esa gran garra animal le aprisionaba y machacaba cada uno de sus huesos.
—Soy Mike Stevenson, señor —respondió con un hilo de voz apenas audible.
—Bien, muchacho. Así que vas a llevar a mi hija al baile —se tocó la barbilla como pensando la mejor forma de asesinarlo —.Quisiera hacerte unas preguntas.
—Por supuesto, señor, lo que usted quiera.
Mike temía lo peor y había estado preparando algunas posibles preguntas para la ocasión. Incluían las típicas de qué hará al terminar el instituto, en qué trabajan sus padres, de qué equipo es, etc.
—Chico, ¿qué piensas de las relaciones sexuales pre-matrimoniales? —disparó.
En el centro de la diana; esa pregunta no estaba en la lista de Mike. Enmudeció. Un líquido espeso y frío bajó por su garganta. Tic, tac…
—Pienso que son una aberración contra los valores morales y que deberían de eliminarse por completo —recitó Mike, sin saber con exactitud de dónde había sacado aquella respuesta salvadora. Más tarde, recordó que las había pronunciado el cura en su instituto en la charla de sexualidad. Para que luego digan que no sirve de nada.
—Bien, muy bien —apremió el padre, dándole palmaditas en la espalda.
—Jessica es mi única hija. Quiero que me prometas que la cuidarás muy bien —su voz no era un favor, era una orden—. Ya no quedan chicas con tanta pureza en este mundo de locos.
Pureza. En todos los años que llevaba Mike en el instituto, jamás había visto relacionada la palabra pureza con Jessica. No conocía todo su historial sexual pero podía asegurar que ella tenía de pura lo que su padre de dulce. Hizo un esfuerzo enorme para no estallar en carcajadas (le tenía un especial cariño a su cuerpo y quería que continuara entero para el baile, a ser posible), y asintió con la solemnidad de un juramento con la mano sobre la Biblia.
—¿Nos vamos, Mike? —llegó la voz salvadora de Jessica.
—Sí, claro —respondió, sin perder un segundo. Quería abandonar aquella casa lo antes posible.
Mike la acompañó hasta el coche y le abrió la puerta.
—Este es mi coche —exclamó con orgullo.
—Ah. Es muy… diferente —sus ojos observaban atónitos la chatarra en la que viajarían.
—Lo sé. Llevo toda la semana pintándolo y arreglándolo para la ocasión —la emoción hizo que no percibiera el tono de Jessica. Mike no podía dejar de sonreír.
—Ah, lo olvidaba —le entregó la rosa.
—Gracias Mike —respondió, aunque en el fondo pensara: “¿Dónde está el resto?”.
Jessica se sentó en el coche, intentando tocar lo menos posible (temía quedarse pegada a algo). Después de un par de intentos el coche lanzó un quejido y arrancó. El baile les esperaba.

El comienzo de la noche no fue menos complicado para Alex. Salió de su coche negando con la cabeza, respiró hondo y caminó hasta la puerta de la casa de su acompañante, Gretchel, mientras montones de pensamientos se arremolinaban en su cabeza. “¿Por qué?”, llevaba preguntándose todo el camino. “¿Por qué ella?”.

Los padres de Alex eran amigos de los de Gretchel, así que qué mejor forma de demostrarles su amistad incondicional que haciendo que su hijo la llevara al baile. Sin embargo, no había absolutamente nada en Gretchel que le gustara a Alex. Para empezar el nombre. “¿Qué clase de chica se llamaba Gretchel Green?”, se preguntaba Alex. El hecho de que Gretchel casi le doblara en altura y en peso (en este aspecto sin el casi), unido a su carácter —casi tan dulce como un ogro recién levantado—, hacían de ellos una pareja de lo más peculiar.

Alex llamó a la puerta y deseó con todas sus fuerzas que no hubiera nadie en casa de los Green. Intentó, mentalmente, negociar con Dios, con ofertas de lo más variado: Ir a la Iglesia cada domingo, ayudar a la gente, vender su consola de videojuegos y donar el dinero a una ONG (inmediatamente se dio cuenta de semejante sacrificio inhumano y anuló este último ofrecimiento), pero la oferta de Gretchel debió de ser más sustanciosa, ya que Dios declinó la de Alex y segundos más tarde se abrió la puerta.
—¡Llegas tarde! ­—gritó Gretchel, como saludo.
—Lo siento, es que…
—¡Ahora no pierdas el tiempo hablando. Pasa dentro! —le cortó.
Alex reconsideró su oferta con Dios e incluyó la consola sin dudarlo. Quizás aún pudiera evitarse (una indigestión de último minuto, una cancelación del baile a causa de un huracán que se acercara inevitablemente o algo del agrado del Altísimo).
Alex entró, sintiéndose abandonado por la religión. Dentro, lo esperaban los señores Green, y en medio su pequeña hija. Alex se sintió más pequeño aún, si cabe. Sus 1,60m de estatura, ya de por sí cortos, se vieron más empequeñecidos frente a la gran montaña Gretchel que, por si fuera poco, se había puesto tacones.
“¿Tacones? ¿No hay alguna ley que lo prohíba (de vestir, o física)?”
—Buenas noches señor y señora Green —saludó con timidez.
—Buenas noches Alex —respondieron en perfecta sincronía de voces.
El padre de Gretchel se acercó, y le plantó un abrazo que lo dejó sepultado bajo su gigantesca anatomía. Fue una suerte que a la madre de Gretchel, que era aún más voluptuosa, no se le pasara por la cabeza aquella muestra de aprecio. Mirándola de reojo, Alex comprendió de dónde había sacado Gretchel su generoso trasero.
—Bueno, qué, ¿no vas a decirme lo guapa que estoy? —ladró Gretchel.
Alex tragó saliva. Por primera vez desde que había cruzado la puerta se fijó bien en Gretchel. Casi prefería la imagen que tenía de ella en el instituto, sin arreglar. Notó que Gretchel tenía la misma destreza con el lápiz labial que con la combinación de colores. Su boca estaba cubierta de una mancha roja, sin forma, y aunque él no fuera un entendido en moda, sabía que combinar un vestido rojo con unos zapatos verdes iba en contra de toda norma de moda (y de sentido común).

Alex hizo de tripas corazón. No le gustaba mentir, pero tampoco quería experimentar qué se sentía el ser placado por una mole de 100 kilos (a ojo, que Alex no dominaba con tanta soltura el cálculo de volúmenes cilíndricos).

—Estás muy guapa Gretchel —dijo finalmente sin demasiada convicción, pero ella no notó la diferencia.
—Sí, lo sé —se sonrojó como una colegiala que recibiera un piropo.
—Gretchel, cariño, ven un momento —llamó la madre, interrumpiendo el momento romántico (para suerte de Alex).
—Alex, hijo, ven, siéntate aquí, a mi lado —hizo lo propio el padre de Gretchel.
Alex respiraba ya tranquilo, sin imaginar que todo no había terminado. Se sentó en el sofá, al lado del padre, y esperó.
—Hacéis una pareja preciosa. Tienes mucha suerte de tener a mi pequeña Gretchel de novia.
Algo se rompió dentro de Alex.
—No…no somos novios, señor —balbuceó como pudo sin salir de su estado de shock.
—Bueno, bueno, los jóvenes de ahora odian las formalidades pero ambos sabemos lo que hay, ¿verdad? — y le guiñó un ojo.
El semblante bonachón y divertido del padre contrastaba con la rigidez de Alex. Empezaba a palidecer.
—Gretchel me ha contado lo entusiasmado que estabas con invitarla al baile —continuó el padre.
“¿Entusiasmado?”, se preguntó atónito. Alex hizo memoria de aquel día: “Gretchel, verás… eh… mis padres dicen que estaría bien que fuéramos juntos al baile”.
—Sí, me contó lo nervioso que estuviste al pedírselo —sonrió el padre—. Me alegro mucho de lo vuestro, Alex. Que sepas que contáis con todo nuestro apoyo; conocemos a tus padres desde que éramos jóvenes y para mí eres como de la familia. Yo también he tenido dieciocho años y sé lo que es tener las hormonas correteando sueltas por ahí —hizo una pausa para volver a guiñarle un ojo—, y te comprendo perfectamente ¿Te gusta la fresa, Alex?
Alex se había perdido en el camino.
—Sí, claro —respondió dubitativo.
—Perfecto entonces.
El padre buscó en el armario una caja de cartón, metió la mano y le entregó un envoltorio plateado de forma cuadrada y plana.
Alex tardó apenas una fracción de segundo en horrorizarse. Cogió el preservativo con dos dedos en forma de pinza, y procedió a devolvérselo.
—No, señor, yo… —intentó continuar, pero las palabras no salían de su boca. Su cara adquirió una tonalidad rojiza intensa.
—No te avergüences muchacho —el padre le hizo gestos con la mano para que renunciara a devolverlo—. Somos unos padres muy modernos y comprensivos. Sé que esta noche será muy especial para ambos, y si os hiciera falta más privacidad… tenéis el coche ¿Es cómodo tu coche?
—¡No! —rugió Alex, sin medir la fuerza de su voz.
—Bueno, bueno, seguro que ya encontraréis otro sitio más confortable.
Alex se quedó helado ante la simple mención de semejantes actos deleznables. Sintió como si le hubieran robado la inocencia de golpe. Ya no podría volver a mirar su coche de la misma manera.
Gretchel bajó las escaleras, cogió del brazo a Alex, se despidieron (sólo Gretchel; Alex había enmudecido) y salieron por la puerta en busca de la gran noche.

*

Era una noche clara. Un puñado de estrellas se esparcía sobre un cielo despejado, y una luna brillante bañaba con luz plateada la escena. A diferencia de otros años, el baile de fin de curso se celebraba a cielo descubierto, en el prestigioso club Stone. La decoración era elegante, los camareros llevaban traje negro con guantes blancos, las copas de champán resplandecían con orgullo, y la comida presentaba un aspecto de lo más apetecible. Hasta el más mínimo detalle había sido elegido con esmero para hacer de esa noche algo inolvidable.

Las parejas fueron llegando poco a poco a lo largo de la hora señalada. Las chicas lucían sorprendidas ante tanto derroche de glamour y los chicos soltaban exclamaciones ante tanta y tan variada comida.

Todas las miradas se dirigieron a la entrada. Decenas de ojos observaban con interés: Jessica hacía su entrada, acompañada por Mike. Se produjeron los típicos comentarios y cuchicheos sobre la ropa, pero por más que el resto de chicas pusieran todo su empeño, poco o nada había que criticar de su vestido: estaba sencillamente espectacular, así que centraron la atención de las críticas en Mike.

Los invitados volvieron a girar la cabeza hacia la puerta. Ashley Taylor, otra de las chicas más populares, se deslizaba con elegancia por la alfombra de bienvenida. A su lado iba Kent Miller, ídolo de masas femeninas, que consiguió arrancar algunos “wow” y otros tantos “Dios” de las chicas que le miraban embelesadas.

Ashley llevaba un vestido rojo pasión, con un escote que no dejó indiferente a nadie (pasó a ser uno de los temas principales de los chicos en la fiesta, sólo superado por los coches). Su cuerpo bronceado, en contraste con el color de su vestido, le daba un aire increíblemente sexy. Ashley sonreía ampliamente como una miss Universo en su primer día de coronación. Jessica se sintió eclipsada por primera vez.

A pesar de que Ashley fuera nueva en el instituto, Jessica sabía que podía perder la corona contra una chica como ella. Tenía que contraatacar.

El baile se desarrollaba sin muchos contratiempos. Jessica bailaba con Mike, aunque sólo de cuerpo presente, ya que su mente se dedicaba a pensar qué hacer con Ashley. Eric concentraba todas sus fuerzas en no pisar a Susan mientras bailaban (ya sólo lo hacía 3 o 4 veces por cada pieza de baile, lo cual era una mejora muy sustancial respecto de antes), y se sentía el hombre más afortunado del mundo. Brian bailaba sin seguir el ritmo con Melanie (que no dejaba de hablar), buscando alguna excusa para poder permanecer el resto de la noche sentado, hablando con sus amigos, o al menos encontrar el botón de silencio de Melanie. En una esquina de la fiesta (consideraba que aquello era sumamente vergonzoso como para exhibirse en medio de la pista), Alex intentaba aferrarse a los grandes brazos de Gretchel, así como evitar que incontables kilos, concentrados en un pequeñísimo tacón, perforaran alguno de sus pies (era una tarea tediosa el tener que mirar al suelo a cada momento, pero el riesgo que corría lo justificaba).

La música cesó unos instantes, dando por finalizada la canción. Eric aprovechó la pausa para ir en busca de refrescos. Se acercó hasta la larga mesa que contenía todo tipo de bebidas, y se quedó pensando en cuál le gustaría más a Susan. Un suave roce en el brazo le sacó de sus pensamientos. Se giró y ahí estaba: Ashley Taylor en todo su esplendor le devolvía la mirada. “¡Oh Dios, es Ashley Taylor!¡Y me ha tocado!”, gritó una voz en su interior. “¡Cállate!”, le espetó Eric.
—Hola Eric.
“Sabe cómo me llamo”. Eric estaba aturdido. No recordaba que Ashley le hubiera hablado alguna vez.
—Hola Ashley.
—¿Puedo pedirte un favor? —su dulce voz le acarició los oídos.
Eric asintió. En un gesto ensayado hasta la saciedad, Ashley sonrió complacida, pestañeó lentamente dos veces, se acercó a Eric, rozó levemente su oído con sus labios, y le susurró algo. Para terminar, Ashley llevó su dedo índice hasta su pecho y, fingiendo hacerlo distraídamente, jugó con la gargantilla de oro que terminaba encima de sus tetas. Escena digna de una película porno. A su lado, las conejitas Playboy serían sólo un grupo de mojigatas aburridas.
—¿Qué me dices, Eric, me ayudarás?
Eric tenía que tomar una decisión. Por un lado estaba Susan, el amor de su vida, y por el otro estaba Ashley, el amor… de todo individuo perteneciente al género masculino. Eric sabía que estaba mal, pero ¿cuántas veces iba a volver a sucederle algo así? Por alguna extraña razón, el destino le había dado esa oportunidad, y no quería ofenderle rechazando su generosidad; sabía muy bien lo rencoroso que éste podía llegar a ser. Eric terminó sus cavilaciones filosóficas y tomó una decisión.
—De acuerdo –dijo y se sintió como si acabara de vender su alma, eso sí, a un muy buen precio.
Ashley asintió, con una expresión de triunfo en su mirada. Sabía que Eric aceptaría. Se alejó en busca de otro ayudante, alguien que no fuera demasiado difícil de convencer. “Qué fáciles que son”, pensó. Su plan estaba en marcha.

Alex, a regañadientas, caminaba junto a Gretchel, camino del coche. Aquella mancha roja que Gretchel tenía alrededor de la boca, había perdido intensidad.
—¿Y tenemos que ir hasta el coche sólo por el pintalabios? —preguntó Alex.
Gretchel lo fulminó con la mirada.
—¡Claro que sí! ¡Soy una dama y debo de estar encantadora en todo momento!
“¿Acaso pensará que voy a besarla?”. Los pensamientos le revolvieron el estómago. Tampoco consideró prudente preguntarle el concepto que tenía de la palabra encantadora. Suponía que el criterio de ambos diferían, y mucho.
Alex abrió el coche, se sentó en el asiento del conductor y cerró la puerta. Gretchel se sentó a su lado, mientras buscaba el pintalabios en el bolso olvidado. Eric advirtió caer algo de su bolsillo, se agachó y lo recogió, sin saber aún lo que era.
Los pequeños ojos de cerdito de Gretchel se llenaron de una mezcla de ira e indignación. Eric, horrorizado, se dio cuenta de que sostenía en su mano el regalo del padre de Gretchel.
—¿PERO CÓMO TE ATREVES? ¿ASÍ QUE ÉSTE ERA TU PLAN AL INVITARME AL BAILE? ¿HACERME SEMEJANTE PROPOSICIÓN INDECENTE? ¡DEGENERADO! — gritó Gretchel, que era un volcán en plena erupción.
Eric no tuvo tiempo de responder. Cinco dedos porcinos impactaron de lleno en su cara, haciéndole ver no solamente estrellas, sino constelaciones enteras.
Eric se fijó en su alrededor. Alguien podría haberlo visto todo, y el ser derribado por una chica (aunque tuviera la constitución de un luchador de sumo de tamaño medio), no es que ayudara a sumar puntos en la escala social. Lo que Eric ignoraba era que hoy no tenía nada que temer.

A pocos metros de Alex y Gretchel, en el club, todo el baile estallaba en risas y señalaba a Jessica. Ashley había sido más lista y se había adelantado. El plan para poner en ridículo a Jessica había funcionado.

Aquel fugaz tesoro que llamamos fama, es necesario amasarlo día a día con paciencia, pero basta un pequeño golpe para que hasta los cimientos más firmes caigan derribados.

Mañana, las lenguas afiladas de los estudiantes descuartizarán hasta el último rastro de la popularidad de Jessica. Hay manchas que no se borran, ni con el tiempo, remedio de casi todo. La memoria es débil, y los recuerdos que se mantienen en nuestra cabeza siguen un orden caprichoso e ilógico.

A rey muerto, rey puesto. No hay tiempo para lamentarse.

Y así se cierra el círculo, hasta que otra Ashley Taylor venga a suceder a Ashley Taylor, continuando así con el ciclo animal de la vida.
*****

3 comentarios:

  1. Estimado Javi (si me permite dirigirme a usted con tal apelativo). Al leer este relato suyo y su encabezamiento he vuelto a releer los comentarios que tuvimos después de su relato sobre el ajedrez y la vida. Y me he encontrado con una visión totalmente distinta de la que tuviera hace ya un mes. Me he encontrado con un zorro violento y estúpido, picajoso y nervioso. Sin que pueda servir de justificación he de decirle que a veces tropiezo con mi capa y me pincho con mi espada. Mi falta de educación no tiene perdón. Pongo mis armas y mi capa a sus pies. Espero poder pagarle en penitencia lo que merezco por mi fatal culpa de tacto.
    Atentamente suyo, el Zorro.

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  2. No pasa nada. Es muy fácil malinterpretar las palabras cuando están escritas, sin poder percibir muchas veces el tono.

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  3. No te rindas zorro , el pueblo te necesita

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