Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

31/5/09

Taller de Creación Literaria de la Universidad de Sevilla

Esta página es una invitación a los alumnos del Taller de Creación Literaria de la Universidad de Sevilla para que cuelguen aquí sus textos redactados para clase y puedan compartirlos. Os animo a que como título escribáis: -Relato 1 de Fulanito de Tal (con el guión al principio), esto nos servirá para comparar el trabajo hecho con cada una de las técnicas propuestas.

- Relato 6 Manuel López

Astillas.

Y ese señor mayor de sombrero color marrón y traje de corbata que todos los días iba a la catedral a oír misa desde el pueblo, ese mismo señor junto a cuyo pie había quedado su rostro, se inclinó hasta el suelo y la asió por los brazos.
- ¿Se encuentra bien, Adela?
- Las rodillas, las rodillas.
Una vez en el suelo, fuera del autobús, Adela había dio unos pasos. Los primeros apoyada en el señor mayor y el conductor. Después la soltaron y observaban su tambalearse prestos a cogerla si caía. Se encaminó a su casa. Andaba con pasos pequeñitos en los que mantenía las rodillas lo más rectas posibles. José levantó la vista del hueso de cerdo al que acababa de asestar un hachazo con todas sus fuerzas y distinguió más allá del escaparate de la carnicería a Adela detenida y apoyada en una farola.
- Adela, ¿qué le ha pasado? ¿Se ha mareado?
- José, pero ¿qué hace aquí?
- La he visto venir andando mareada y apoyarse en la farola, ¿se encuentra bien?
- Me he caído en el autobús, José, como una patosa, he tropezado y me he caído.
- Venga que le ayudo… a la carnicería, desde allí llamamos a una ambulancia…
- Quite, quite, yo llamo a mi hijo y viene a por mí. Y que no es para tanto, José, unos cardenales y ya está.
- Vale, pero desde la carnicería, venga y se sienta y le doy un poco de agua.
Le pusieron una silla en la que sentarse y otra para apoyar los pies. José, mano enguantada con guantelete de acero, le acercó un vaso de agua. Dos vecinas la rodearon mientras llegaba su turno. Y José alcanzó un hueso de jamón de un gancho y lo colocó sobre la madera. Se mezclaban las explicaciones de Adela a sus vecinas con el astillarse de los huesos bajo los golpes del carnicero.
Fidel ayudó a su madre a subir al coche y la llevó a casa.
- Qué no, Fidel que no. Que no es para llevarme al sanatorio, ahora se ponen a hacerme radiografías y nos tiramos toda la mañana.
- Pero, mamá, no seas, cabezona, si la mañana ya está echada. Tiro para el hospital. ¡Me da igual lo que digas!
- Y la señora, ¿qué va a decir la señora?
- La señora que diga lo que quiera… pero ¿qué va a decir? Has tenido un accidente y no vas en un día, no pasa nada.
- Qué no, que yo voy. Tú ahora me llevas a casa, me arreglo un poco, me cambio de medias y cojo el siguiente autobús.
- De eso nada, mamá, ¡¡si no puedes dar un paso!!
- ¡He dicho que voy y es que voy! ¡¡Vuelve a casa, Fidel; que des media vuelta y vuelvas a casa ahora mismo!!
El silencio se hizo con el interior del coche.
Cuando por fin en su casa pudo estirarse en el sofá, tenía dos agujeros grandes en las medias a la altura de las rodillas y un enrojecimiento que se mezclaba con la inflamación.
Metió la mano en el bolso y sacó el móvil. Resbaló de sus manos y cayó al suelo.
- ¡Dios mío!¡¡Cuando más prisa tiene una…!!
- Toma, mamá. ¿Por qué estás tan nerviosa?
- Gracias, Fidel. Puri… Sí, soy yo, Adela. Mira Puri, tienes que ayudarme… No, no es eso, resulta que he tenido un accidente…he tropezado y caído en el suelo del autobús; no, no ha sido nada, las rodillas, las rodillas me duelen… pero, no te preocupes… Mira, ¿tienes un par de horas esta mañana?
Su hijo levantaba los hielos envueltos en trapos y observaba los moratones que iban apareciendo en la carne antes blanca de su madre.
- Tengo que ir contigo, Puri, tengo que ir contigo. Fidel nos lleva… Está aquí estudiando, nos acerca… No, tiene que acercarnos él, he perdido mucho tiempo y nos tiene que dar lugar a todo… Va ahora a recogerte… luego te lo explico. En un par de horas … yo te digo lo que tienes que hacer. No, no puedo faltar, hoy no! ¡¡¡Qué no, Puri, que no!!! Luego te lo explico… son cosas del trabajo, no tiene la menor importancia pero… Vale, vale, va Fidel a por ti. Hasta ahora.
- ¿Qué dice la tita, mamá?
- Vete a recogerla y os venís. No tardéis.
- Tu sabrás lo que haces…
- ¡Sí, hijo, lo sé! Antes de irte, tráeme de mi cuarto el botecito de colonia que hay junto al espejo, el que me regaló la señora, y unas medias, por favor. Pero mira, Fidel!
Fidel vuelve sobre sus pasos.
- Dime.- Fidel está de pie, con los brazos caídos. Observa a su madre desde arriba.
- Que no tiene importancia, no pasa nada, es que hoy no puedo faltar al trabajo, sabes que me costó mucho encontrar un trabajo con estas condiciones…
- Ya lo sé, mamá.- Fidel alarga la mano hasta la cabeza de su madre.- Mira lo que tenías entre el pelo. Será del suelo del autobús. Parece una astilla de hueso.
- Anda, tráeme las medias, por favor. Fidel, no olvides el bote de colonia.
- Sí, mamá, sí.

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Puri miró a Adela antes de entrar en el dormitorio de invitados de la casa de la señora. Moviendo los brazos para adelante y atrás, Adela la animó a entrar. Llevaba las dos manos ocupadas con el carrillo de la limpieza. Lo detuvo delante de la puerta y golpeó con los nudillos. Una voz de hombre le invitó a entrar:
- Adela, ¿a qué se debe este retraso?
- Estoy enferma, señor, ¿no me oye la voz? vengo del médico, un enfriamiento quizás.
- Tiene que cuidarse, Adela, tiene que cuidarse. Ya sabe usted que yo me preocupo por usted.
- Lo sé, señor, lo sé.
Puri empieza a recoger del suelo ropa que está dispersa por los rincones, pantalones, ropa interior usada, camisas.
- Adela… acérquese.
- Diga, señor.
- Enciéndame un cigarrillo.
- Un cigarrillo…. Un momento señor, que me he dejado fuera el mechero.
Puri volvió en poco tiempo:
- Señor, sabe que sus hijos no quieren que fume.
- Adela, eso ya lo hemos hablado muchas veces… enciéndemelo.
- Aquí tiene señor.
- Pónmelo en la boca, pónmelo en la boca.
Adela se lo puso en la boca y vuelve a sus quehaceres.

- Adela, sabes que te he echado de menos todos estos días… voy a hablar con mi hijo… quiero que me deje pasar una larga temporada aquí con él y Mariam, así nos veremos con frecuencia.
- Lo que usted diga, señor.
El señor, pelo blanco, quieta la cabeza, tenía las manos en los apoyabrazos del sillón.
- ¿Te gustaría que pasara más tiempo aquí? Todas las mañanas nos veríamos y así no pasarías las mañanas tan sola con las tareas. Yo podría ayudarte incluso, sabes que la plancha para mí no tiene secretos.
- Sería un placer, señor.
- Te veo seria, Adela, como distante.
- Es el enfriamiento, me tiene como un poco mareada y cansada.
- Cuídate, Adela, cuídate, ¿qué sería de esta casa y de mí sin ti? Y, ¿qué sería de mi Ita?
- Eso, señor, eso.
- Sólo come de tus manos. Bien lo sabes. Tráeme su comida, por favor, tiene que estar hambrienta.
- Sí, señor.
Puri salió de la habitación. Adela estaba sentada en una silla, como esperándola. Cuando la vio se incorporó un poco.

- Ya, Adela, quiere la comida de Ita.- le decía mientras sujetaba una bolsa de tela en la que algo se movía convulsamente.
- Toma, aquí la tienes. Y esta es la comida del perro lazarillo. Te dirá ahora que se la des también. No te pongas nerviosa, échate más colonia, que este viejo huele los nervios y el miedo.
Puri cogió la bolsa y volvió a la habitación.

- Señor, aquí tiene.
- Gracias, Adela.
Puri miraba a los ojos blanquecinos, como de pez, del señor, y alargando la mano dentro de la bolsa, sacó de la misma un conejo vivo que le alargó.
El señor, agarró al conejo por las patas traseras y lo levantó. Esperó un tiempo. El conejo dejó poco a poco de convulsionar hasta que permaneció quieto, inmóvil. Lo acercó a su nariz y le olió el hocico. Posteriormente lo fue bajando hasta que la cabeza del conejo quedó entre sus piernas, y con un movimiento rápido y coordinado, cerró de golpe sus piernas y, cogiendo con las dos manos el cuerpo del conejo, lo rotó hasta que se oyó un crujido seco. Le había retorcido el pescuezo.
- Ahora voy a facilitarle la digestión.
Y agarrando al conejo por las patas comenzó a golpearlo contra el suelo. Puri se había sentado en la esquina de la cama, algo pálida. El sonido de la rotura de huesos se oía mezclándose con los ladridos del perro lazarillo.
- Ah, la comida del Bobi, Adela, dásela también. Toma, esto ya está.
Puri cogió al conejo, por cuya nariz aparecían gotas de sangre y se acercó a la caja de Ita.
- Tu eres la única persona que le da de comer, deberías tenerlo a orgullo Adela.
- Sí señor.
Cuando abrió la caja, la lengua afilada apareció, seguida por la cabeza ávida y el cuerpo musculoso. Moviéndose despacio, Puri desplazó el conejo hasta situarlo a un palmo por encima de la cabeza de Ita. Ésta abrió la boca. Puri sujetó con las dos manos el conejo; sentía la presión de Ita mientras engullía la comida. Cuando más de la mitad del conejo estaba dentro fue separando las manos y la serpiente hizo el resto. Se fue replegando despacio y quedó de nuevo tumbada en la caja.
- ¿Todo bien, Adela? ¿cómo la ves?
- Todo bien, señor. Se lo ha comido con apetito, ya está reposando.
- Para dentro de dos semanas, cuando vengamos de nuevo, quiero que le prepares cobaya, ya le toca cambiar de dieta.
- Claro. Voy a ponerle el pienso al perro, señor.
- No tardes, que no me gusta que me dejes solo.
En la terraza de la habitación, sobre un plato de comida grande, volcó un poco de pienso para animales. El perro, educadamente, esperó a que ella terminara de volcar la comida y se separara para empezar a comer.
- Ven, Adela, acércate a mí.
- Señor…
Después de limpiar a conciencia el cuarto de baño y de restregar los cristales de la habitación, Puri se despide del señor.
- Señor, nos vemos el próximo día. Voy a seguir por las otras habitaciones.
- Muy bien Adela. Siempre es un placer conversar contigo.
- Adiós, señor.
- Adiós.
Puri se dispone a cerrar la puerta a sus espaldas.
- Un momento.
- Diga señor.
- No te olvides de dar recuerdos a Adela… y hablaré con mi hijo, tu trabajas mejor que Adela.
Sin abrir la boca, Puri cierra.
Adela estaba apoyada en el brazo de Puri y en la baranda de la rampa del portal. Sus pasos seguían siendo pequeños y cortos. La puerta de la calle estaba a apenas unos metros, y, más allá, en la acera, les esperaba Fidel.
- Adela, no sé cómo puedes aguantar al viejo…
- Es un poco zalamero pero es inofensivo.
- ¿Inofensivo? Con esa forma de tratar el conejo… Y se ha dado cuenta de que yo no era tú… Además, Adela, le he tenido que dar de comer a Ita…
- ¿Qué? Por eso te ha conocido, ¡¡¡¡yo nunca lo hago!!!!! Por eso te ha conocido, por eso. Ay, Puri, ¿ahora cómo me presento yo la semana que viene? ¡Estamos perdidas!
- Perdida tú, Adela, yo ya he hecho bastante, yo no vuelvo a aparecer. Viejo loco maniático, retorcido.

29/5/09

- Relato 8 Manuel López

Arcilla


El primer día llegó Luis a las nueve menos cuarto. Se puso en la cola en la que había tan sólo dos personas y esperó a que le llegara su turno. A las nueve estaba frente a la caja, una de las dos de la pequeña sucursal de la caja de ahorros de granadilla. En ese momento, ya delante del cajero José al que conocía desde que hace 20 años entró a trabajar en la caja ( “No, José, las transacciones tiene que hacerse así, primero actualiza la libreta…” le decía Luis con paciencia), José se levantó dejándolo con los buenos días colgando de la boca. Luis miró a Lucía, la otra cajera y ésta encogió los hombros y arrugó las cejas dando a entender: “Ya mismo viene, no te preocupes, ya sabes las cosas de José, cuando le dan los voluntos no hay quien lo pare, se va y se olvida hasta de saludar, pero tu sabes como yo que es buena gente, no tardará mucho, espera un poco. Gracias, yo también te quiero, quieres acostarte conmigo? Yo lo estoy deseando. Revolcarnos en el suelo como animales, hacer el amor como locos, follar despiadadamente, olvidándonos de todo…”. Por fin había encontrado un tema sobre el que mantener miradas de complicidad, y pensaba explotarlo al máximo. En esto que llegó José. Traía un objeto bajo el brazo, pesado y envuelto en plástico, treinta centímetros de alto, diez de grosor. Le dio los buenos días a Luis y se sentó en su silla. Luis miraba el reloj porque tenía el tiempo calculado exactamente para estar en el trabajo a las 9.15, había pedido 15 minutos de gracia. José, tras los buenos días, y ante el asombro de Luis, volvió al manejo del objeto que traía con atención. Se agachó y de debajo de la mesa sacó una chapa circular que con cuidado colocó encima de la mesa, junto a la impresora en la que se metían las cartillas para su actualización. Lucía lo miraba de refilón. Luis empezó a impacientarse.
- José, a ver si me puedes hacer un traspaso a esta cuenta y me sacas los….
- Un momento, Luis.
Luis no salía de su asombro. Miró hacia abajo y revisó su libreta y los papeles que traía en una carpeta, los ordenó de nuevo. Ocasionalmente miraba hacia arriba y observaba a José. Éste colocaba sobre la plataforma circular el objeto pesado que traía. Lo desnudo de un plástico que lo cubría. Se trataba de un pedazo de arcilla, de forma poliédrica. La plataforma, metálica, tenía unos pinchitos sobre los que colocó la arcilla. Luis no daba crédito alo que veía. Miraba a Lucía y compartían expresiones de asombro. José se volvió de pronto a Luis:
- ¿Qué pasa, Luis? Dime.
- Mira, te traigo esto a ver lo que puedes hacer con ello. Entro a las nueve y cuarto, a ver …
Y en cinco minutos, como si nada, José ventiló los asuntos bancarios de Luis.

Lucía buscó durante la mañana el momento de encontrarse a solas con el director de la caja.
- Tiene que ser así, Lucía, tiene que ser así.- Le respondió Roberto el director cuando le contó el caso. Delgado, alto, complaciente y condescendiente.- Es más, Lucía, tendría que ser así.- En ese momento sonó el teléfono de su despacho.- Perdón, Lucía, luego hablamos.


Al mediodía, en su casa, Luis hizo un breve relato a su mujer de lo que le había acontecido en la caja bancaria. Delante había un plato de berenjenas fritas y un par de latas de cerveza ( “¿Una tapa, Luis? Voy a freír las berenjenas que compramos ayer tarde, y mientras se termina de hacer la paella”. Luis bebía un vaso de agua junto al fregadero. “Sí, vale. Y espera a que te cuente lo que me ha pasado en caja granadilla, te vas a quedar pasmada.”)


El segundo día fue a los ocho días. Pero esta vez al final de la mañana. Salió a las dos. Con la moto atravesó la ciudad en diez minutos y antes de las dos y cuarto estaba entrando en la sucursal. Había cola en ambas cajas, tres o cuatro personas. Se puso en la de José. Siempre le había llevado él las cuentas. Con el casco en una mano y la carpeta en la otra. Distraídamente miró a José y se quedó helado al percibir como éste trabajaba sobre el pedazo de arcilla. Había catalogado como episodio ocasional lo ocurrido y el volver a ver a José enfrascado en el tarugo le produjo una violenta tormenta mental de incomprensión y extrañeza. Todo daba a entender que hacía un ejercicio de modelado. Ensimismado utilizaba los útiles con habilidad. También los mismos dedos le servían de instrumentos para arrancar formas del tarugo. Miró a Lucía. Esta tenía la vista fija en él y su gesto de complicidad (“Estaría haciendo el amor hasta la extenuación. Te quiero, Luis, te quiero como una loca, desde ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?, te quiero y te deseo.”) Luis volvió el rostro hacia José. Con habilidad manejaba los instrumentos. Luego se volvía al cliente y lo atendía. El cliente pasaba al irse junto a Luis, con los impresos llenos de arcilla, mascullando palabras y gesto de disgusto, “Esto no puede ser, todos los papeles manchados”. El cliente miraba de refilón el despacho del director.
Cuando llegó el turno de Luis, el mismo proceso se produjo. Durante la operación bancaria, el cajero se enfrascaba algunos momentos en el trabajo sobre la arcilla, sin aviso previo, le venía una idea, dejaba al cliente y arañaba el tarugo; inmediatamente proseguía la operación bancaria. Aquel día Luis quedó impresionado con la habilidad de José.


El tercer día Luis buscó una excusa para ir a caja granadilla. Una actualización y la comprobación de unos pagos le sirvieron de auto excusa para ir y ver la marcha del trabajo de José. Cuando entró se encontró con que en la cola del a ventanilla de José solo había una persona a la cual atendía, mientras en la de Lucía se agolpaban diez o doce personas. Lucía lo localizó con la mirada y le mandó una sonrisa sin levantar la cabeza de su escritorio. Se le veía estresada, de hecho si siquiera se le había pasado por la cabeza acostarse con él como siempre pensaba. José mantenía su trabajo dual. Luis lo miraba. Disfrutaba con su quehacer, con su destreza. Las manos llenas de arcilla, el traje, algunos rebañones en la cara, la impresora, el ordenador. El barro lo invadía todo. Luis miró a la cola que esperaba a que Lucía le atendiera y descubrió a todos callados, observando a José, embelesados.
Cuando el público se fue aquel día, Lucía volvió a hablar con el director.
- Lucía, tiene que ser así.-Volvió a asegurar Roberto complacientemente.- Yo te entiendo, todo lo que me dices te entiendo, pero tiene que ser así. Piensa que soy el jefe y sé lo que interesa a la empresa y a los empleados.
- ¡Pero es absurdo, Roberto, es absurdo! tú lo has visto, ¿no?
- Los absurdos tienen una vida. De pronto mueren igual que han nacido.

El cuarto día la mujer de Luis se empezó a mosquear.
- Has estado en el banco cuatro ves en dos semanas. ¿Para qué tanto?
- No te puedes hacer una idea de lo que pasa. Es alucinante ver a José modelar el tarugo de arcilla. Está trabajando, con los clientes y demás, ¿no? y de pronto se vuelve y hace un gesto, le añade algo, quita algo de barro, pone en otro sitio, suaviza….- y Luis hacía gestos, imitaba el baile de dedos de José.- Ya está cerca, cada vez está más cerca, le queda poco. Pues, te conté el otro día que no había nadie en su cola… Hoy su cola estaba llena de gente. Todos pendientes de él. Lucía casi sola. Y me puse con ella en su cola, pero sin perder de vista…
- Si ya lo sabía yo que era la cajera.-quedó pensativa un momento, como acumulando fuerza.- Porque es la cajera, ¿verdad?
- ¿A qué te refieres?
- La cajera, lo sabía lo sabía que no era normal tantos viajes. Cuánto tiempo lleváis, ¿os veis fuera?
- Pero ¿de qué estás hablando? Entre Lucía y yo no hay nada. Lo dices con un desprecio… la cajera… la cajera. ¡Si la conoces perfectamente!.- “Lucía, cuando conozcas a Luis, te vas a enamorar de él, es un encanto, me ha pedido salir al cine este viernes”, lucía y la actual mujer de Luis tenían comentarios así delante de una cocacola y con el archivador y los libros de la universidad delante.- Se llama Lucía. No vayamos a empezar con ese tema.
- O sea, que es por ella. Es por ella por lo que vas tanto al banco. Siempre lo supe. Nunca lo asumió, es una celosa.
- Pero qué dices, mujer, que no es por ella. Y la celosa eres tú, ¿eh? ¿Quieres dejarme hablar? Que no quiero entrar en ese tema. José está…
- Tenía que habérmelo olido.
- Y pienso seguir yendo. Pienso seguir yendo. Y me voy a abrir un plan de pensiones, nada más que para hacer cola y ver a José.
- No sigas por ahí que acabamos mal. No sigas por ahí.


El quinto día que Luis fue a la sucursal la cola de la caja de José llegaba hasta la puerta. Si es que podía llamársele cola. La gente intentaba por todos los medios acercarse lo más posible para ver a José trabajar. Salían del banco contentos, las manchas de arcilla sobre sus impresos eran tomadas como autógrafos de un deportista famoso o de un actor. José trabajaba sin descanso. Cuanto más tenía que resolver para el banco en la caja más parecía venirle la inspiración y se volvía continuamente al tarugo de arcilla en el que se adivinaba perfectamente la forma final y los rasgos de brillantez de un genio. José sudaba. Se mezclaba la humedad con el barro transmitiéndole brillantez y tersura. Los clientes remoloneaban, no querían dejar de ser espectadores de ese particular fenómeno. Los que habían terminado sus operaciones bancarias se inventaban otras. Planes de pensiones, plazos fijos, todas las ofertas del banco eran estudiadas y requeridas con tal de que fuera José el que lo hiciera. Luis se tiró toda la mañana. Empeñó todos sus ahorros en ofertas.
Ahí empezó el principio del fin. Porque, ¿quién convencía a su mujer de que ese dinero lo había invertido Luis por propia iniciativa y no por convencimiento de Lucía?


El sexto día que Luis acudió a la Caja, la mujer de Luis se acababa de ir de casa. Tras levantarse, Luis fue al cuarto de baño y allí encontró una nota con las palabras: “Ya no aguanto más hacer la tonta. Quédate con mis cuernos. Te mandaré a mi abogado”. Luis acudió entonces a caja granadilla con el fin de despejarse del golpe. Era algo que se estaba viendo venir y el tema de Lucía era una excusa para ello. Así pensaba al menos Luis. “Se veía venir, se veía venir, lo de Lucía ha sido una excusa para dejarme” Cuando estaba en la cola de la caja de José ya no se acordaba de todo esto y atento observaba los movimientos de José. Luis no comprendía cómo no estaba ya hecha la figura. “Esta perfecta, esta perfecta, ya ha acabado” y se sorprendía a sí mismo cuando José volvía de nuevo a ella y alcanzaba un grado aún mayor de perfección. Lucía lo llamó:
- Luis. Luis - Lucía estaba sola en su caja.
- ¿Qué hay, Lucía?- Luis se acercó.
- Te atiendo yo si tienes prisa.
- No, no te preocupes. He pedido diez días para solucionar varios asuntos bancarios, no tengo prisa.
- Oye, y tu mujer, hace tiempo que no la veo.- En ese momento Luis dejó de fijarse en José y miró a Lucía. Ella le sonrió.
- Pues bien. Bueno, ahora estamos pasando una mala racha, ya sabes, cosas del matrimonio.
- Oye, si quieres quedamos y me lo cuentas. Cuando quieras nos tomamos una cerveza.- en ese momento el director de la sucursal, que se encontraba dando paseos por la entidad, se acercó a Lucía. Luis se alegró de tener esa excusa para volver a mirar a José.
- Lucía.- le dijo al oído- ¿te has fijado?
- Dime.- sentía su mano sobre su hombro.
- ¿Recuerdas lo que te comenté? Las cosas tienen que ser así, es más las cosas deberían ser así. ¿Lo entiendes ahora?- El director acercó un dedo índice, largo, huesudo al ordenador de Lucía y pulsó tres teclas. Una información apareció en la pantalla: la oferta de fondos a medio y largo plazo se había agotado. Lucía se volvió y miró al director. Éste sonreía con expresión de complicidad, y volviendo un poco la cara, señaló con la mirada a José.


El séptimo día que Luis fue a la sucursal José terminó la obra. Habían pasado tres semanas desde el primer día en que empezara a modelar. Cuando llegó su turno, José estaba enfrascado limpiando su mesa, el ordenador, ordenando los papeles. Tenía un paquete de toallitas húmedas. José de pronto sintió una gran tristeza. Miró la obra, estaba terminada. Le llenaba de admiración. Miró a José y este le atendió. Al darse la vuelta para marcharse oyó a Lucía.
- Luis, ¿cómo estás?
- Bien. No te lo dije el otro día pero: mi mujer no ha aparecido. Me ha dejado. En todo el fin de semana… ni me ha llamado, ni coge el móvil, nada.
- Vaya, lo siento.- Le dijo, aunque alegrándose por dentro. Una alegría que era una venganza desde hacía años. “Aquel es, Lucía, aquel que va por allí es. Es tan guapo… y me quiere a mí, solo a mí”; en el campus universitario era el más famoso por haber llevado a la universidad el trofeo de tenis. “No sabes lo que me alegro”, le respondió Lucía viendo a Luis desde lejos, atractivo y fuerte. Ahora, notó de pronto la llegada de su oportunidad. La venganza de su largo amor en espera.
- José ha terminado, ¿no?- Luis señaló levemente con la cabeza la caja de José.
- Sí, parece que todo vuelve a ser lo que debe ser. Al menos así pienso yo.- y su mirada recuperó la complicidad.
- Sí, eso parece.
- ¿Qué haces esa tarde? ¿Nos tomamos una caña?- Lucía daba vueltas con una mano a la pulsera que tenía en la muñeca del otro brazo.
- Vale, no tengo nada que hacer. De acuerdo.
A las tres salió Lucía del trabajo. Comió y se echó un rato. No se podía dormir. A las seis se duchó y merendó algo. Intentó ver la tele pero no se concentraba. En el cuarto de baño arregló su pelo y se maquilló. Cuando terminó de vestirse cogió el bolso y se fue. Ya que estaba fuera del edificio volvió y cambió el bolso. Cenaron Luis y ella. Había sonrisas.
Tomaron una última copa en la casa de Luis y pasaron el resto de la noche follando.

Relato 8 de Rafa Castaño

EL ENTERRADOR


Todavía era de noche y Manuel se despertó. Parecía una momia desenterrada del tiempo y el olvido, envuelto en las sábanas blancas, recién cambiadas. Siempre parecía otra cama cuando se cambiaban las sábanas. Otras veces el que se sentía distinto era él mismo. En la translúcida lógica del sueño recién interrumpido deseó ser un bebé, volver a ser pequeño, una bola de carne pegada al pecho de su madre, bebiendo de sus pezones nevados.

Se llevó el pulgar a la boca. “Menos mal que nadie me ve”. Juraría haber soñado con eso: con él, de bebé, bebiendo la leche de los pechos de su madre. No lo recordaba exactamente, pero le parecía que cada vez mordía con más fruición y deseo, y su madre le intentaba apartar con dificultad, cogiéndolo con los brazos sin ninguna dulzura. “Quita, que me haces daño”. Al final, mordía tanto que se le quedaban los dientes pegados al pezón, y su madre se dormía. No podía ser un recuerdo real. Nadie se acuerda de lo que hizo cuando era un bebé. “Yo no me acuerdo”. Hablaba solo. Mentalmente, y eso no era un signo de locura.

Buscó a tientas las gafas, palpando con la mano, que daba saltitos de gorrión por la madera de la mesita de noche. Se las puso y, en calzoncillos como estaba, se levantó y se fue al cuarto de baño. Ese día tenía varios entierros.


-Lo siento.

Otra mujer.

-Lo siento -le dio la mano. Cada vez que le iba a dar la mano a alguien se la limpiaba con la camisa. Era una de las muchas camisas sucias que se ponía para enterrar. Una de las muchas camisas, con tristes jirones colgando de las mangas. Otra mujer. “Vaya tío”-. Lo siento.

Eran todas muchachas jóvenes. El hombre muerto se fue con ochenta y tres años. Se lo imaginaba viviendo en una mansión, rodeado de mujeres. Se acordó de Hugh Hefner, y se lo imaginó enterrándolo, y se imaginó a las plañideras de silicona diciéndole que muchas gracias, que con lo bueno que era, que si más tarde tienes algo que hacer, que estoy muy sola... Era lo malo de ser enterrador: tenía que tener cuidado con lo que hablaba consigo mismo. Podía ser inmoral a la situación.

Más de una vez se le había escapado una risa incontenible, pero no por ello incomprensible, que le había convertido en planeta, pues las miradas de los que acudían al entierro le rodeaban como satélites de ceño fruncido.

-Lo siento.

El último era un hombre.

-Muchas gracias.

-De nada, señor. Que les sea leve -dijo Manuel. Era una frase hueca, una fórmula. Cuántas veces podía haber pronunciado la frase, y cuánto significado había perdido ya para él. La primera vez no fue así. “Que... les sea... leve”. Le caían dos lagrimones por la cara, pesados como mármol, muerto de pena por un desconocido. Tanto contacto con la muerte tiene sus ventajas. La vuelve neutral-. Que les sea leve.

Hundió la pala en la tierra y empezó a cubrir el ataúd. El sonido le recordaba al de la lluvia cayendo en el techo del coche cuando iba con sus padres a la casa del campo. Se miró las uñas. Estaban rayadas, roñosas. Un día se tendría que lavar las uñas. Como si se pudieran cambiar... ¿Se podían cambiar? Se imaginó la carne bajo la uña, virgen de luz, pura pero informe, inane a la imaginación. Le dio un escalofrío. Siguió tapando al muerto.

-Señor.

Tiró la pala con un respingo, convencido de que el ruido salía directamente del atáud que estaba enterrando. La pala, que se había quedado suspendida con la mitad del mango sobre la tumba, perdió el equilibrio y se cayó sobre la caja de pino.

-Señor... ¡ay!

Manuel, se quedó mudo. Eso no venía en los manuales. Era una frase hecha, claro. Los enterradores no tienen manual. Al menos él no se leyó ninguno. “Cómo enterrar”. Se imaginó leyéndolo. “Paso 1: coja una pala”. “Paso 2: busque una tumba vacía”. Se imaginó riéndose. “Paso 3: asegúrese de que el ataúd está ocupado”. Paso 4: “En caso de estar ocupado, asegúrese de que el muerto no está vivo”. Qué fallo. Se reía macabramente. Estaba asustado de sí mismo. Debería haberse leído el manual.


Manuel le llevó una tila a Emilio.

-Bueno, cálmese, ande. Que a cualquiera le puede pasar eso.

El viejo sollozaba como un bebé. Era como si hubiera vuelto a nacer. Manuel se lo iba a decir, pero prefirió callarse. Emilio bebió un trémulo sorbo de la tila.

-Pero cómo pueden haberme hecho esto...

-Hombre, si le metieron ahí es porque se hizo usted muy bien el muerto -menuda cagada. Tenía que aprender a pensar las cosas antes de decirlas. O a no decirlas. O a no pensar tanto. Cava y calla. Se había tirado a la tumba, con cuidado de no golpear el ataúd, aunque después de que le golpeara una pala, no creía que el viejo se quejara demasiado si le daba sin querer con la pierna. Se había quedado mirando el ataúd, pero después de oír dos gritos más implorando a un señor desconocido, decidió abrir, con cuidado de no caerse él también en el ataúd. “Ande, cójase de la mano, así”. Era de esas cosas de las que te ríes después de que te hayan pasado-. Ya verá lo que se va a reír cuando se enteren. Verá la cara que ponen.

-Yo no quiero volver con esa gente.

-Que sí, hombre, ande, que yo sé lo que me digo. Un fallo lo tiene cualquiera. Lo suyo... Vale, pudieron haberse equivocado el médico, la familia entera... Pero bueno, no somos máquinas. Vivimos y morimos. Y también cometemos errores. Como usted, que se ha ido a morir cuando no le tocaba -esperaba que el viejo se riera. Pero se había quedado completamente serio-. Venga, hombre, deles una segunda oportunidad -le dio una palmadita en la espalda. Justo después de hacerlo, en una milésima de segundo, recordó una serie en la que un tío mataba y revivía a la gente tocándola. Pensó que tendría ese poder, así que temió haber matado a Emilio. Pero el viejo se quedó igual-. Uf.


-Abre el paraguas, hazme el favor.

-Vaya día para llover.

-La voluntad de Dios es a veces incomprensible, pero todo tiene su razón. Gracias a esta lluvia, saldrán adelante muchas cosechas.

-Y yo qué -Manuel no era muy religioso. No se llevaba muy bien con los sacerdotes desde aquel incidente con el incensario, el cura y la policía. “¡Ese niño está poseído!”. En cuanto la policía posaba su mirada sobre él, Manuel ponía carita de ángel. El ángel exterminador. Como la película de Buñuel. Se rió-. Padre Pío, ¿no podríamos dejar esto para mañana?

-No, tienes una obligación, y debes cumplirla. Debes huir de la pereza.

-Si no es pereza, padre, si es que me voy a poner hasta arriba de fango.

-Pero esta buena gente necesita de tu ayuda para enterrar dignamente a sus familiares -hablaba lentamente, como todos los curas. Los de las películas. No conocía a muchos curas en la vida real, sólo al padre Pío y a un primo lejano de su madre que una vez santificó la cena en una comida familiar en Navidad. “Et in nomine patre... ¡Manuel, espérate!”. Un día organizaría una cena para el padre Pío. Era un poco cansino a veces, pero eso lo compensaba con su gran corazón, como jugosa bola de carne sanguinolenta. La verdad es que el símil no era exactamente el adecuado-. Tome el paraguas, me iré entonces a seguir enterrando.

-Así es, hijo. El Señor sabrá recompensarte.

Que fuera con otro paraguas. O con unas botas nuevas. Lo único bueno de la lluvia es que la tierra se humedecía, y era más fácil hundir la pala. El de ahora era un joven de unos veinte años de edad, pelirrojo. Pero ahora siempre hacía lo mismo. Esperaba a quedarse solo, cogía la pala, echaba un poco de tierra sobre el ataúd, y lo abría para dejar salir al vivo. Al muerto. Era difícil especificarlo. Ya había devuelto a la vida a treinta y tres hombres y mujeres, que después de despertar confusos y apolillados, le agradecían con amargos vahídos el favor que les hacía. “De nada, de nada. Tómese esta tila, ande”. Y luego tapaba el hueco con tierra, dejando el ataúd vacío para que los gusanos se lo comiesen, si es que los gusanos pueden comer madera. El caso es que tan vana necrópolis no creaba suspicacias en los habitantes del pueblo. Más bien lo que sorprendía era la llegada masiva de muertos desde el más allá, llamando a las casas, abrazando a sus familiares, devolviendo antiguas deudas de las que no pudieron escaparse. Llegaron al pueblo investigadores, adivinos, zahoríes, geólogos, biólogos, médicos, alcaldes, curiosos. La noticia del curioso fenómeno comenzó a expandirse por toda la zona, hasta que sus ondas se propagaron por todo el mundo. Nadie sabía el por qué de esa repentina tregua de la muerte en el pueblo. Y Manuel, claro, callado como una tumba.


Despierto, en la oscuridad, Manuel meditaba. ¿Qué pasaría si se enteran? ¿Y si soy yo el que se muere? ¿Podré revivirme? ¿Acaso seré inmortal? Se hacía esas y otras preguntas sobre el arcano misterio de la vida y la muerte, imaginándose a veces el ataúd abierto como una puerta hacia otro mundo, saliendo de su madre en cuanto tocara la fría superficie de pino.

Parecía un capullo. De rosa. Estaba replegado sobre sí mismo, bajo las sábanas, nuevas otra vez. Las solía cambiar cada poco. Éstas le volvían a parecer extrañas. Buscó las gafas en la mesita de noche, pero su mano no palpó nada. Extrañado, se incorporó, y buscó el interruptor de la habitación con el dedo. Tampoco. Se sentía desorientado en una oscuridad tan imperturbable. Se levantó. El suelo estaba muy frío. Las babuchas tampoco estaban bajo la cama. Echó los brazos hacia delante. Parecía una momia.

Recordó cómo de pequeño jugaba a la gallinita ciega. A él encantaba ser el que la quedaba. Se movía lo más rápido posible para pillar a sus amigos que, desequilibrados por el repentino ataque, se caían al suelo. Todo eran risas. A lo mejor era un sueño. Otro sueño de cuando era niño, era eso. Le parecía escuchar las voces de los que jugaban con él. Parecían un tanto lejanas, como veladas. Avanzó, rozando con las manos lo que parecían ser sábanas, hasta chocarse con una pared. Intentó abrir los ojos para salir del sueño, que poco a poco estaba empezando a dejar de gustarle.

Escuchó algo.

-Oye.

-¿Quién habla?

-Alfredo Ruipérez Calderón, de ochenta y siete años de edad -se oyeron unos golpes secos-. Bueno, creo que ya me van a recoger. Encantado.


El padre Pío acompañó a la policía, que abrió la puerta. La luz llenó de vida la húmeda sala, que olía a cerrado y a muerte. A lo que sea que huela la muerte. Todas las camas donde los muertos esperaban a ser recogidos para ser metidos en sus respectivos ataúdes daban testimonio de la suciedad y el olvido acumulado entre sus cuatro patas.

Manuel estaba quieto. Tumbado sobre la cama. Se lo habían encontrado muerto, al lado de una tumba vacía. “Hay que hacerle un entierro digno a este pobre hombre”. Todo el pueblo vio cómo sacaban su cuerpo, lo metían en un ataúd, y lo metían en la tumba. Después del correspondiente responso, el nuevo enterrador se quedó esperando para darle el pésame a los conocidos de Manuel.

-Lo siento -el joven enterrador se rascó la media melena pelirroja, que siempre parecía recién salida de una tormenta-. Que les sea leve. Que les sea leve.

Relato 6 de Rafa Castaño

CARMEN


Fernando sale del edificio donde trabaja. Saluda al portero. Se saca un llavero del bolsillo derecho. Le da vueltas alrededor del dedo. Un taxi para frente a la acera por donde camina. Sale un hombre.

-Hasta luego, Fernando -dice el hombre. Tiene el brazo alzado.

-Adiós, Jacobo -Fernando aprieta la llave de su coche, abre la puerta. Más tarde arranca y gira por una bocacalle.

Jacobo saca la cartera del bolsillo trasero de su pantalón beige. Tiene la coronilla despejada y algunas entradas. Le da un billete de diez euros al taxista.

-Quédese con el cambio.

El taxista le dice que gracias, que tenga un buen día, que lo pase bien en el trabajo. Le llaman de la centralita.

Jacobo se dirige a la puerta del edificio donde trabaja. Se coloca la pernera derecha del pantalón. Está mascando un chicle. Se lo saca de la boca, lo hace una pelotilla, lo tira al suelo. Entra en el vestíbulo. Saluda al portero.

-Buenas tardes.

-Buenas tardes.

Llama al ascensor con la mano derecha, que sostiene un maletín. Estira rápidamente el brazo izquierdo. Mira el reloj. El ascensor todavía no ha llegado. Mira hacia las escaleras. Mira el botón encendido del ascensor. Lo pulsa de nuevo. Mira al techo. El botón se apaga. Se abre el ascensor. Salen dos personas. Se miran. No se conocen. Jacobo pulsa el botón que pone “3”. Se aprieta un poco la punta de la nariz. Se sube las gafas por el puente nasal. Inspira, suspira. Vuelve a mirar el reloj. El ascensor llega al piso tercero. Hay varios pasillos con gente sentada, de pie, caminando de un lado a otro... Algunos pasean grandes sobres. Otros, niños de mirada curiosa y chupete en la boca. Otros no tienen chupete. Lloran.

Jacobo sigue caminando. Se cruza con una compañera de trabajo. Lleva una bata azul y el pelo recogido en una coleta.

-Buenas.

-Buenas.

Llega a una puerta. Se saca un llavero del bolsillo. Mete una llave azul en la cerradura. Abre la puerta. Se sube las gafas por el puente nasal.

Deja el maletín en una silla. Se pasa la lengua por los dientes. Abre el maletín. Coge un cepillo de dientes y un tubo de pasta dentífrica. Entra en el pequeño baño. Mira al interruptor. Lo enciende. Empuja la puerta con el talón. Se mira al espejo. Se pasa la mano por las mejillas y el mentón. Echa pasta en el cepillo de dientes. Se los lava. Se lava la boca, escupe, cierra el grifo. Se seca las manos. Se mira de nuevo al espejo. Se gira, coge el pomo de la puerta, sale al despacho. Mete el cepillo de dientes y el tubo dentro del maletín. Saca del mismo una bata y un libro. Se quita el jersey, se pone la camisa por fuera, y se sienta en la silla giratoria. Deja la bata y el libro sobre la mesa. Se mueve, y se queda parado, mirando por la ventana. Se ve blanco. Da a una pared, a unos tres metros. Es un patio interior. Guiña un poco los ojos. Se rasca el izquierdo con la boca abierta. Se mira el dedo. Coge el libro y se pone a leerlo. Saca un marcapáginas morado de entre la primera mitad del tomo. Cruza los pies y empieza a leer.

Mientras tanto, suena el Carmen de Bizet. Es un mensaje. “Carmen” pone en la pantalla.

-Muy propio -dice.

Sonríe ligeramente. Arquea las cejas. Lee el mensaje. Mientras, se pone derecho en la silla giratoria. Se muerde la uña del meñique izquierdo y el pellejo del pulgar. Se guarda el móvil en el bolsillo. Deja el libro en la mesa. Se levanta de la silla. Se mete la camisa por dentro del pantalón, se pone la bata. Mete la mano en el bolsillo. Frunce el ceño. Busca algo en el otro bolsillo. Mira atrás, a la mesa. Mira al maletín. Entra en el cuarto de baño, enciende la luz, mira al lavabo, al suelo. Apaga la luz. Se rasca la frente con el índice, el pulgar apoyado en la sien. Abre la puerta. El llavero está colgando de la cerradura, por fuera. Suspira. Lo coge y cierra la puerta. Mete exageradamente la llave en el bolsillo. Se aprieta la punta de la nariz y se sube las gafas por el puente nasal. Recorre algunos pasillos. Llega a una puerta. Pone “Consulta 11”. Das dos golpes con los nudillos en la puerta. Se escucha un “¡pase!”. Jacobo abre la puerta.

-Hola, Carmen.

Carmen levanta la vista del móvil. Está seria.

-Hola, Jacobo.

Jacobo entra y cierra la puerta con pestillo.

Los dos sonríen. Caminan al centro del despacho. Se acercan el uno al otro, se quedan pegados, los rostros casi unidos. Se miran unos segundos. Se besan. No hablan. Se siguen mirando. Se van a una pequeña sala con una camilla. Ella se quita el coletero y la bata azul.

-Doctora, me gustaría hacerle un chequeo -hace una pausa- exhaustivo.

Carmen sonríe. La empuja contra la camilla. Carmen tira de una cortinilla blanca. Quedan ocultos. Se escuchan varios sonidos. Entre ellos, dos cremalleras, dos zapatos cayendo al suelo, un golpe seco contra un botiquín colgado en la pared, unas risas.

Una manga del jersey se ha quedado en el suelo, asomada, velando que nadie abra la cortinilla desde el despacho.



-Yo lo tengo dicho -habla entrecortadamente, corriendo por los caminos de tierra de un parque. Hace niebla.

-Pero que eso no es lo peor. Que va el tipo y me dice que si quería guerra que la iba a tener. ¿Tú te crees...?

-No, si... está claro que lo que no puede ser, no puede ser. Con gente así cualquiera habla, macho -hace una pausa-. ¿Paramos?

-Desde luego, hay gente de toda clase, pero los hay de una calaña... Mira, precisamente, y al hilo de todo esto, me encontré con Carmen. El otro día. Tío, cada vez que la veo me pone de una manera...

Empiezan a correr un poco más rápido. Fernando se mira el pecho.

-Es que Carmen... ¿Qué te dijo?

-Pues nada, la vi al lado de mi casa. Yo la vi como muy seca, muy... no sé, rara. El caso es que nos pusimos a hablar, en un principio de gilipolleces, lo típico: que si para dónde tiras, que si vengo de no sé dónde, que a ver cuándo nos tomamos algo... Bueno, que dejamos los formalismos, y le pregunté, así, como dejándolo caer, pero directo, que eso a las tías les encanta, a mí me funciona siempre, vamos. Cuántas veces no me habré yo ligado a las macizas de turno. Carmen se me resiste, de todas formas. No sé por qué.

Jacobo se sube las gafas por el puente nasal. Una capita de sudor le recubre toda la cara, y las gafas se le van resbalando poco a poco.

-Quizás porque no le va el rollo directo.

-No, me funciona con todas. Ella es que... se me resiste más, pero eso es... tiempo al tiempo, vamos.

-Estaba seca, y... -dice Jacobo.

-Pues eso, que le pregunté que si le pasaba algo, que la veía triste, como apagada. Al principio, pues lo típico, dijo que no le pasaba nada, se rió, como queriendo disimular, porque las tías son muy buenas para eso, para cambiar de tema, pero yo ya las tengo caladas. Hay que insistir, esa es la clave, tú. Un día te vas a venir conmigo por la noche a un local al que suelo ir, que no veas las tías que se presentan. Te enseño dos truquitos y en un momento te pones al día.

-No estoy yo para truquitos. ¿Qué te dijo?

-Pues eso, que yo le pregunté dos o tres veces más y, como eso siempre funciona, al final me soltó que nada, que problemas personales, de pareja.

-Oye, vamos a parar porque...

No dice nada. Siguen corriendo.

Fernando mira el reloj, activado en el modo “Cronómetro”. 16:34, marca. 35, 36. Alza la vista. Se queda mirando al frente.

-Y nada, que al final es que tiene un problema con su pareja, que pasan poco tiempo juntos, que ella cree que se la pega con otro... “Nada, nada”, le dije yo, y le puse una mano en el hombro, porque se estaba poniendo acaramelada. Total, que Carmen empezó a hablar, a explayarse. A soltar todo lo que se tenía guardado, vamos. Que iba a explotar. El caso, que al final nos fuimos a un bar, estuvimos charlando, una cosa llevó a la otra... Me entiendes, vamos.

Jacobo se para. Fernando mira para atrás. Para el cronómetro.

-Sentémonos, anda -dice Jacobo-.

Fernando se ríe.

-No te lo esperabas, ¿eh? Yo ahí diciéndote “se me resiste, no sé...”, y pensando “verás la cara que va a poner”.

Jacobo se había sentado en un banco. Respira profundamente, tose unas cuantas veces.

-Que te me vas a morir aquí, hombre -dice Fernando-.

Se queda de pie.

-No te lo esperabas, ¿verdad?

-No, la verdad es que no -Jacobo se rasca la casi calva coronilla-. ¿Y cómo dices que pasó todo?

-Pues nada tío, lo típico: si las tías son muy previsibles. Y yo, que lo sé, pues dejé que hablara, que contara todo lo que tuviera que contar... El caso es que se ablandara, eso es lo importante. Al final todas terminan cayendo -Fernando se mira el brazo. Lo extiende y lo contrae -. Toca, está duro.

-Ya... -dice Jacobo. Se seca con la muñeca la frente. Se la mira, mojada. Mira luego los pies de Fernando, dentro de sus zapatillas de deporte-. Y a ella... bueno, ¿ha pasado algo después?

-No, sinceramente me gusta la situación en la que estoy ahora. Me siento independiente, libre -se estira, con los brazos por encima de la cabeza, y suspira-. Ya sabes, las ventajas de ser un solterón de oro.

-De oro, sí -Jacobo le mira.

Fernando mira el reloj.

-¿Seguimos corriendo o todavía no te has repuesto del susto?

-No, no, seguimos corriendo.

Jacobo se levanta. Fernando mira a una chica que pasa corriendo junto a ellos.

-Joder, no te pierdas esa.

Jacobo se arrodilla. Se desanuda y se vuelve a anudar los cordones, apretándolos. Se levanta y estira un poco.

-Antes voy a ver si hay alguna fuente por aquí.

-Venga.

Jacobo se va andando, rascándose rápidamente la sien. Con el puño cerrado, se pasa una y otra vez el pulgar por el índice encogido. Un niño bebe en una fuente. Se queda al lado, esperando. El niño, de repente, cae al suelo, en un instante, fulminado. Al principio nadie se da cuenta. Jacobo se queda parado, mirando al niño, con los ojos no muy abiertos. Una mujer se da cuenta del estado del joven. Pasan unos segundos. La gente se va acercando. Alguien dice:

-¡Que alguien llame a una ambulancia!

-¡O a un médico, que este chico está mal, por Dios!

Ven a Jacobo parado frente al niño. Fernando llega corriendo. Ve al joven en el suelo.

-¡Jacobo, haz algo, qué haces parado!

Jacobo está quieto, mirando al frente. Apenas pestañea. Llega una ambulancia. La gente se aparta para dejar paso. Intentan reanimar al niño. Alguien dice algo. Algunos miran abajo, otros arriba. Algunos lloran. Otros miran a Jacobo. Fernando se queda mirando a Jacobo.

Empiezan a oírse comentarios. La gente sigue la camilla con el niño muerto.

-Jacobo, ¿qué coño te pasa? -lo dice casi callado.

-De oro, sí.

Suena entonces Carmen, de Bizet. Suena y suena, entera. Fernando murmura y masculla algo, se da la vuelta y se va, andando.

Jacobo pestañea unas cuantas veces seguidas. Saca el móvil del bolsillo de las calzonas. Lo abre.

28/5/09

-Relato 8 de Paco Basallote

BÚSQUEDA
Atardecía y en la calle se veía gente de todo tipo. Pero ninguna chica de falda roja y carpeta verde bajo el brazo. Familias, grupos de jóvenes, parejas de ancianos, cocheros de caballos, gente loca por completo, gente no loca del todo, repartidores de publicidad, guiris con mapas y cámaras de fotos, gente a pie, o en bici, o corriendo, o en patines, gente despistada, o atenta, gente completamente feliz y gente no feliz del todo aturdida por el ruido de la gente en la ciudad. Milo era uno de estos últimos y le aturdía también, sobre todo, la espera. Estaba allí apoyado en la pared del Archivo de Indias, con un fuerte picor en los ojos y preguntándose por qué no se había quedado en su casa viendo el ciclo de películas de Eric Rohmer de los jueves o matando el tiempo con cualquier libro antes de irse a dormir. Cualquier otra cosa menos estar allí, con la mente cansada de buscar una falda roja y una carpeta verde entre tan variada multitud.
Pero no podía hacer eso porque en ese caso se quedaría sin saber cómo terminaba la historia de su admiradora secreta. Así la llamó Juanan. “Seguro que es gorda, divorciada y con tres hijos”. Desde pequeñitos en el instituto Juanan siempre aguando la fiesta. Era uno de esos amigos que no tienen pelos en la lengua, como te cogiera con la sensibilidad a flor de piel, hablar con él podía resultar como andar descalzo por un suelo cubierto de trocitos de vidrio: de lo más sangrante.
-En realidad lo que ocurre es que a ti no te ha pasado nunca –Milo se mordía los bordes de los dedos, donde empiezan las uñas.
-Hombre la verdad es que no…nunca me ha llamado una desconocida para quedar…-Juanan no quitaba la mirada del televisor donde unos “expertos” debatían sobre asuntos de su equipo de fútbol.
-Te jode, que me haya pasado a ti y no a ti, reconócelo…
-¿Tío pero qué he dicho? Es una realidad, puede ser una gorda, ¿o tú la has visto?
-Pero siempre te pones en lo peor. Déjame al menos la ilusión. Además me gustó mucho su voz…
-No digas que te quito la ilusión, la ilusión no es…
-…Sí tío la ilusión no es una mochila que se quite y se ponga, no me vengas con el rollo de siempre…En realidad no me quiero ilusionar, la chica solo quiere ver mis dibujos…
-¡Ah, bueno! Entonces olvídate: no te vas a comer una rosca… Y no te muerdas los pellejitos de los dedos, que el sustituto del sexo es el chocolate, no las uñas.
-Ja, ja, muy gracioso –dijo Milo alejando sus dedos de la boca.
-Y déjame ver el debate.
-Pero tío si esto no es fútbol…
-Esto son claves para el partido del domingo. ¿No será que ahora va a dejar de interesarte el fútbol?
-----o-----

Últimamente sus relaciones con chicas habían resultado igual de productivas que sus últimos intentos de encontrar un trabajo más interesante: “Tiene usted muy buenos dibujos, un trazo muy peculiar, y sus obras demuestran mucha imaginación, pero ahora mismo no podemos pagar un nuevo ilustrador. Le llamaremos”, o “Eres un tío muy simpático, pero en estos momentos no estoy preparada para estar con nadie. Podemos ser amigos”.
Tras quince minutos de espera, apareció la combinación de la falda roja con carpeta verde, y la incógnita de la ecuación le pareció espectacular: cabello rojo, rostro pecoso, aire exótico. “¡Cuando Juanan la vea!”.
Él no sabía que decir. Ella tampoco tomaba la iniciativa.
-¿Rosa?–se lanzó él, sonriendo…
-Sí Milo, soy Rosa.
-Me alegro de conocerte en persona –dijo Milo antes de darle dos besos- ¿Qué tal?
-Bien –contestó ella, haciendo un mohín coqueto –¿y tú?
-Eh, bien…-la voz no le salía como debiera- ¿Está bonito el centro de la ciudad, verdad?
-Sí, sí, está muy bonito…
-Veo que trajiste los trabajos –dijo Milo mirando la carpeta verde que sostenía la chica…
-Sí, son algunos dibujos recientes -ella le miraba con humildad.
-¿Vamos a un bar? Me molesta mucho el ruido, y el centro es de lo más ruidoso. Además estaremos más cómodos.
-Vale.
Fueron a un local muy tranquilo, de elegancia media, donde de día se tomaba café con tarta y por la tarde noche la gente apuraba copas y escuchaba música de jazz. Él se pidió un gin-tonic. Ella un refresco.
-Oye perdona que te pregunte, –parecía seguro de sí mismo, pero se mordía los pellejitos de los dedos- ¿quién te dio mi teléfono?
-No me lo dio nadie. Lo busqué yo… –dijo Rosa con resolución.
-No es que me moleste ¿eh? –casi se le atragantó un trago –¿y dónde? En Bellas Artes…
-…En el directorio de Lítera.
-¡Ah! ¿Trabajas en la editorial? Pensé que estudiabas en la facultad de Bellas Artes.
-Estudio pero compagino. Trabajo en Lítera en turno de tarde.
-No te he visto nunca allí.
-Yo a ti sí, como te dije –dijo ella, sin darle mucha importancia- Pero porque me gustaron tus dibujos. Me gustó tu fantasía…
-Así que quieres cambiar de departamento, ser dibujante…-Rosa asintió- Bueno, ¿te parece que le echemos un vistazo a tus trabajos?–dijo él mirando la carpeta verde. Ella la abrió. Fue sacando láminas. La primera eran figuras evanescentes sin rostro, una multitud en la calle, grisácea, desenfocada como las fotografías en movimiento. “Típicos juegos de aprendiz”, pensó Milo sin poder evitarlo.
-Muy original, sí señor -sonreía mirándola a los ojos, haciendo gestos de aprobación. Sólo había una figura que destacaba por estar trazada con color, y porque era la única que tenía un rostro.
-Eres tú –dijo ella, sonriendo con su pequeña boca.
-¿Yo? –respondió él enrojeciendo. Sintió el calor en sus orejas y dio un trago a su gin-tonic, y de repente se le ocurrió una cosa:
-¿Cuándo has hecho este dibujo?
-Mientras me esperabas.
El escenario representado en la lámina estaba nítido: se apreciaban las cadenas y columnas que rodean el Archivo de Indias así como sus rectas puertas y ventanas. Era la esquina donde ambos habían quedado. La figura más enfocada y que destacaba entre la multitud llevaba la misma camisa roja de lino que él. De repente se rió a carcajadas:
-¡Me has dibujado mirando el reloj! –estaba colorado. Se la imaginaba observándole durante un cuarto de hora y se sentía halagado y excitado.
-Siento haberte hecho esperar. Por supuesto el dibujo es para ti.
-¿De verdad?
Ella asintió sonriendo. Tenía las mejillas más rojas que al principio; quizás el calor del bar, que debido a la hora que era se estaba llenando de gente.

Al día siguiente le llamó Juanan. Quería saber qué tal le había ido en su encuentro. Y cómo era ella.
-Tenías razón Juanan. Era demasiado gorda. Y sólo quería que viese sus dibujos nada más. Bueno y que le hiciera un dibujo para su hijo de dos años. Una noche perdida…
-¿En serio?
-Te juro que estoy flipando. Todo lo que te diga, por mucho que te cuente… –a medida que hablaba iba inflándose de aire-… no te puedo explicar lo de esta chica –fue soltando todo de golpe-. ¡Es alucinante…!
-Pero bueno, ¿tanto ha sido la primera impresión?
-Es un encanto. Mira estuvimos charlando en un bar de copas junto a la Catedral hasta las tres de la mañana. El tiempo fue pasando sin darme cuenta.
-Milo, Milo, que siempre te pasa igual…
-Vamos a ver tío…Siempre no se conoce una chica así.
-¿Pero qué tiene de especial?
-Bueno se sabe de memoria todos los sitios donde he trabajado, todos los concursos de pintura que he ganado, todos libros para los que he publicado…Al parecer ha estado yendo a todas mis exposiciones.
-Te ha ganado por el oído, vamos. Eso es que le gusta tu pintura.
-Espérate que no he terminado…es que además nos enrollamos en el bar…
-Tío, ¡qué bueno! –dijo Juanan. Había sido el muro de lamentaciones de su amigo en el último largo año de fracasos sentimentales, aunque sin ahorrarle todo tipo de afilados comentarios.
-Pero además…¡es que está buenísima! –dijo Milo.
-Eso ya te lo dije yo…
-Serás cabrón…
-----o-----

No sabía si había sido la última frase hiperrealista de su amigo Juanan: “Ten cuidado Milo, que tú ya estás muy mayor para hacerte ilusiones y de una niña de veintitrés, qué se puede esperar”. Desencadenó recuerdos: ¡cuántas veces se había enamorado en la facultad, cuando tenía más tiempo para esas cosas! ¡Cuántos proyectos se le pasaron por la cabeza en aquellos años y cuántos se fueron desmigajando como el pan en el agua! Recordó cómo le entraba el aire en el pecho en aquellos años. Le pareció maravilloso, un aire cristalino, azul, refrescante. Y sin embargo acto seguido ese recuerdo le pareció equivocado. Es cierto que era un aire más cristalino, pero no entraba de golpe, algo se lo impedía en aquellos años.
La película de Eric Rohmer que Milo y Rosa veían no era realmente de las más interesantes. Era la última del ciclo que proyectan los jueves. En el salón la lámina que le regaló Rosa ocupa un lugar privilegiado. Técnicamente no es gran cosa, se decía, pero había tocado su corazón de una manera especial. Estaban juntos en el sofá. Ella le besó.
-----o-----
Rosa esperaba en el hall de la galería de arte donde un cartel llevaba su nombre. Se la había conseguido Milo, a través de un amigo suyo, para realizar su primera exposición de lienzos. Estaba muy feliz. Era un momento de su vida en que todo estaba lleno de color: un trabajo en el departamento de ilustración de la editorial más prestigiosa de la ciudad, sus estudios en la facultad de Bellas Artes, y poder conocer y enamorarse de un dibujante fantasioso que la quiere. Con él había podido compartir grandes inquietudes. Los cuadros fueron fluyendo a lo largo de un año con una facilidad que nunca había sentido. Esta era su primera exposición. Antes de Milo, sus relaciones con chicos habían sido insípidas, y por supuesto ninguno la había animado a pintar y crecer como Milo lo había hecho. Y muchas veces sentía que aquello no podía ser verdad, algo tenía que fallar, todo no podía ser tan perfecto.
Entró Juanan, arreglado para la ocasión, dentro de su desaliño habitual
-Hola Juanan –Rosa estaba preciosa.
-¿Qué tal guapa? –Juanan venía también elegante. Para él llevar una camisa por dentro era como ir de etiqueta.
Se dieron dos besos.
- ¿Ha llegado Milo? –dijo él.
-No. Es extraño, él es puntual –dijo ella.
-Sí que lo es…
-Le he llamado, y no me lo coge.
-Eso es que se ha largado con otra –dijo él muy serio.
Ella no se rió. Su rostro cambió, como el de una niña que se siente atrapada por un miedo incomprensible.
-Era una broma, Rosita –dijo él quitando la máscara de seriedad de su rostro y acariciando el hombro de ella.
Ella siguió seria, frágil. Juanan se fijó en sus ojos. Estaban vidriosos, un atisbo de lágrima asomó en ellos. Pasaron unos instantes.
-Ya sabes como soy, si me mordiera la lengua, me envenenaría –se atrevió a decir el joven.
El tono jocoso de Juanan arrancó una leve sonrisa en Rosa, pero sólo fue un momento. Juanan supo que estaba a punto de llorar. Le ofreció un pañuelo de papel intentando rehacer los daños de otro más de sus poco meditados comentarios. Estaba acostumbrado y no se le daba mal dar consuelo a las personas que él mismo había dañado con sus bromas. Porque eran bromas pero la gente nunca lo entendía. Le culpaban a él de desilusionar, de quitar las ganas. “Las ganas no son una mochila que se quita y se pone”. Pero no siempre lo entendían. Y en realidad él si que tenía motivos para llorar. Pero no lo hacía, se reía de su situación. Así que ¿por qué no se reían los demás de las suyas? Desde que su novia le dejó nunca había conseguido entablar una relación seria. Pensaba que el amor era algo que no estaba destinado a él. “Con la de mujeres que hay por ahí, y la de cosas que me quedan por hacer”. Pero los domingos por la mañana echaba cuentas, y nunca recordaba con exactitud cuando habían sido sus últimas relaciones sexuales. Y sus amigas ya no le llamaban. Por la tarde, con el fútbol, estos pensamientos desaparecían como si nunca hubieran existido. Además estaba Milo, que seguía siendo su mejor amigo, y su nueva pareja era un encanto.
-Espérame dentro Juanan –dijo Rosa.
-¿Estás bien?-dijo él.
-Sí, pero quiero estar aquí un rato.
-¿Sóla?
-Sí, déjame cinco minutos. Ahora voy para adentro. Ve saludando a la gente.
-Vale, guapa…y perdóname –le dio un beso en la mejilla y se introdujo en la galería de arte.
Rosa salió y se apoyó en el mármol frío del céntrico edificio. Atardecía y se sentía extraña. Miró el reloj. En la calle había mucha gente, y miraba con distancia ansiando ver la figura de Milo, hasta que le dolieron los ojos. No quería entrar sin él. Aquello no tenía sentido sin él, la había animado a pintar todos los cuadros que estaban colgados en la galería. La había animado. Milo tenía que venir con una bolsa grande, con el cuadro que le había prometido que iba a colgar junto a la lámina que ella le regaló el día que se conocieron. Esa lámina ocupaba un sitio especial en la exposición. Y Milo le había prometido un cuadro parejo a ese, para realizar una especie de díptico. Pero ni rastro del pintor con su maletín. La calle era peatonal y ofrecía un bullicio de personas caminando. Vendedores de lotería, gitanas con manojos de romero, gente calmada, gente con prisas, jubilados solitarios, pandilleros sin trabajo, presumidos y altaneros, señoras con sus hijas o sus cuidadoras, parejas de policías, chicas jóvenes con sus novios, divorciados, separados, gente alegre o casi alegre, y gente triste con ansiedad por el temor a que sus miedos más terribles se hagan realidad.

27/5/09

RELATO 6 de Elena Pentinel de la Chica

CELEBRACIÓN


La estancia única del salón con la pequeña cocina americana a un costado aparecía grisácea y plomiza bajo el peso de la humareda de decenas de cigarrillos a medio apagar en los ceniceros repletos y en los dedos gesticulantes de los invitados. Las copas, a medio llenar se repartían entre las dos mesas auxiliares y las baldas cargadas de las estanterías. Una mancha de vino adornaba la esquina del kilim turco y unas bandejas geométricas mostraban restos de canapés y sandwiches.
-Jodido Xavi, me tienes que pagar la tintorería esta vez. Me dejo un riñón con tus estropicios cada vez que vienes a casa, -exclama Luis con ojos irónicos.
-Te la va a pagar tu padre, maldito burgués, que para eso eres niño de papá. Yo soy un pobre proletario que intenta ganarse la vida con estúpidos poemas que nadie lee. ¿Cómo se te ocurre que yo pague algo? Ni siquiera he entrado en una tintorería en mi puñetera vida.
Maika reía a carcajadas con las piernas encima de Xavi. Su falda arrollada dejaba ver la parte tupida de sus medias. Llevaba un estudiado despeinado que resaltaba su estilizado cuello.
-Recítanos uno de tus oscuros poemas, “paria catalán” y luego hablamos de tu gran compromiso con los desfavorecidos de este mundo, - carcajeaba Maika cerca del oído de Xavi. Su falda se deslizaba hacia arriba un poco más.
-Un buen tema, aunque algo manido ya, ¿no creéis? Evasión o compromiso. Yo siempre opto por la ética del placer y no del deber. Ya tuvimos demasiadas obligaciones de niños, tantas normas que aprender,... joder, ahora es el momento del goce. Mejor si es incontrolado, -dijo con voz ampulosa un chico de gafas negras y modernas. Todo él de negro, parecía un modisto de alta costura en el momento de saludar orgullosamente a su público, o quizá un creativo cocinero que se pavonea entre las mesas de sus comensales.
-Bueno, ya saltó el epicúreo con sus discursos. ¿Queréis que ponga algo de jazz? Tengo una versión en directo del “Blue Train” de John Coltrane. Genial – dijo con entusiasmo Luis mientras acariciaba y casi pellizcaba entre las arrugas de su shar pei que le observaba con devoción canina.
Se levantó de un salto y se dirigió con cierto tambaleo hacia el equipo de música. Por unos instantes se hizo el silencio.
-¿Por qué no pones mejor algo de Wagner, con amor para tu vecina la wagneriana, Dedícale el canto de amor de Isolda –vociferó el poeta.
-Tío, cállate, que estas paredes son de papel. Se oyen hasta los interruptores de la luz. Déjala si le gusta Wagner, afortunadamente aún quedan románticos, no todos son unos descreídos como tú. Peor sería que le diera por la copla española o, imagínate, por los boleros. Tiemblo sólo de pensarlo. Es una buena chica y además toca el piano.
-A ti nunca te gustaron las buenas chicas, ¿no es cierto, Luis? Prefieres a mujeres sofisticadas y complejas, como yo misma. Es un ejemplo,- decía con gesto teatral Merche, mientras hojeaba un pequeño libro de poemas, Poésies, Rimbaud, rezaba en la portada.
-Acércate, Egon, ¿quieres probar estos ganchitos asquerosos que nos sirve tu dueño?- dijo Maika, mientras se incorporaba en el sofá y liberaba a Xavi del abrazo de sus piernas. Se recompuso la falda, sin bajarla del todo. Una pequeña carrera seguía el perfil de su gemelo.
-No se puede ser más pedante. Por algo eres escritor. Llamar Egon a tu perro. ¿Qué pretendes, ligar con las universitarias de la filmoteca? Seguro. A ti la pintura te la trae al fresco, -opinó el de las gafas-. Nunca has valorado mis cuadros, eres un escritor con una imaginería más que deficiente.
- Pobre Egon, ven aquí, ¿tú que culpa tienes de nada? No os metáis con este lindo perrito –decía Maika mientras frotaba el lomo del perro- Lo que pasa es que ellos nunca llegarán a tu inocencia. No saben reconocer la pureza, son unos retorcidos- y se recostó mimosamente contra el hombro de Xavi.
-¿Acaso pretendes compararte con Egon Schiele? Menudo soberbio. Lo tuyo no es arte, lo tuyo es una tomadura de pelo para incautos deseosos de adornar las paredes de sus modernos salones. Acabarás decorando peluquerías. Al tiempo. Schiele es tragedia de la existencia, soledad y erotismo desgarrado. No hay palabras para describir su obra, -dijo Luis con voz altisonante.
-Si no tienes palabras, cállate entonces, que das dolor de cabeza con tus interpretaciones librescas,- todos rieron al unísono.
- Que no llegue la sangre al río. ¿Habéis traído algo para fumar?- Maika se levantó con el perro entre sus brazos, besándole en el cuello.
-Tú ya tienes bastante con lo que has bebido, Maika. Creo que ya va siendo hora de largarnos. Ya hemos arramplado con todo lo bebible y comestible de esta casa. Mañana tenemos la superconferencia de nuestro Luis en el centro ese para subvencionados de la cultura –sonrió Merche, mientras colocaba los libros que había estado hojeando encima de un estante de revistas.
-Bueno, ¿y de qué carajo iba tu charla, erudito? Seguro nos dormimos mientras filosofas para las cincuentonas que posan de cultas y que en realidad van a verte para tener tu última novelita dedicada. Creen que tendrán un gran valor en el futuro sus tristes ejemplares.
-“El mito del amor en Occidente”, contestó Luis. Rebuscaba entre los papeles desparramados de su mesa de trabajo y mostró un borrador en alto.
“Pretendo demostrar que el concepto de “amor” con mayúsculas es otro mito comparable al de “El Dorado” o al del elixir de la eterna juventud, o al de la vida eterna, ¿por qué no? El autoengaño más eficaz en nuestros tiempos. Es la nueva fe, la fe que mueve a adolescentes de hormonas exaltadas, a amas de casa frustradas y a jóvenes poetas que imitan la manera trovadoresca. Un invento culturalmente rentable que ha llenado montones de páginas de ficción. Pero también la coartada para hacer las mayores barbaridades. Opino que volvamos a la Razón y enterremos la decadencia. He dicho.” Se desplomó en el sillón. “Ahora sí que me fumaría algo”, concluyó retrepado entre los cojines.
-Ya es hora de marcharse, atajo de alcohólicos, dijo Merche desde la puerta, mientras se calzaba los zapatos de tacón, tambaleándose.
-Cualquier autoengaño es maravilloso, si nos hace felices. ¿Acaso no es el origen de la creación artística, de vuestra propia obra literaria? Hipócritas, -Maika miraba con seriedad a Luis, luego a Xavi.
-Tú lo has dicho, el invento de la literatura para tener sobre qué escribir. Vamos a contar mentiras es la máxima –exclamó Luis.
-Nos vamos. Adiós Egon, bonito. Tienes que estar harto de tanta impertinenencia,-Maika le dio un leve beso en la boca al perro –Ya son las tres de la mañana. Vamos, Xavi, acompáñame a mi coche.
-Si obtengo algo a cambio puedo ejercer de guardaespaldas.
- Yo te acerco a tu casa, Merche. Tengo en el maletero el catálogo que me pediste.-El chico de negro se dirigía hacia la puerta, tomando a Merche por la cintura y apoyándose a medias en ella.
-Largaos ya, tengo un sueño tremendo. Mañana tendré que madrugar para limpiar toda esta porquería antes de la conferencia. Y encima afeitarme. Cuidado con los controles, no me llega para pagar fianzas.
Todos se agolparon en la puerta del ascensor, mientras reían cansinamente y bostezaban de hastío y de cansancio. Merche se arrebujaba en su chal apoyada en el ascensor, tiritando de frío.



Inés llevaba desde las diez paseando arriba y abajo de la breve habitación. De vez en cuando paraba e intentaba distinguir, alerta, alguna palabra entre el griterío que venía del tabique contiguo. Se había estado asomando, de puntillas y con el corazón saltándole en el pecho, a la mirilla de la puerta cada vez que escuchaba un nuevo timbrazo en la puerta de al lado. Comprobó con inexplicable alivio que eran los mismos de siempre. Ahora se movía, nerviosamente de un sitio a otro. Se sentó frente al ordenador y entró otra vez en el foro que le recomendó Miriam, su compañera en la biblioteca.
-¿Qué tal, Inés? ¿Estás por ahí? ¿Cómo te fue hoy? ¿Mucho trabajo? Yo he estado veinticuatro horas de guardia curando heridas y echando puntos. Hasta el gorro de enfermos, tú. ¿Inés? ¿Inés?
Inés cerró repentinamente la pantalla del portátil, casi con asco. Se levantó, tomó un libro que se había traído del trabajo: All music guide to jazz, e intentó concentrarse en la lectura. De repente, alzó la cabeza del libro: “Wagner”, había escuchado con claridad a través de la pared. Se levantó con rapidez y puso la oreja contra el muro, conteniendo la respiración. Casi saltó del susto al oír la estridencia del teléfono.
-¿Sí?
-Inés, ¿qué pasa? ¿por qué no me has llamado hoy?
- No sé, mamá, he estado ocupada repasando unos archivos.
-¿Es que no tienes unos minutos para tu madre, hija? Sabes que me preocupo si no hablamos, por lo menos una vez. No es tanto pedir creo yo.
-No mamá,- dijo Inés con fastidio e impaciencia- Pensaba llamarte pero se me hizo un poco tarde. ¿Qué tal el día?
- Pues como siempre. Todo el día con la espalda destrozada, tuve que tumbarme con la manta eléctrica otra vez y tomar los antiinflamatorios. A ver si me pides cita para ir al fisioterapeuta ese que te recomendaron. Estoy rabiando de dolor todo el santo día. Y encima aquí sola, sin hablar con nadie... Podías haberme hecho una visita al menos. Mañana no trabajas y me hubieras hecho compañía. Como te empeñas en dejarme sola para vivir en ese cuchitril... Con la de sitio que tengo yo aquí en casa.
-Mamá, por favor, no vuelvas con eso. ¿Te has tomado la medicación de la tensión? Y tómate el protector para el estómago, que luego te dan ardentías y no puedes dormir.
-Pastillas y más pastillas, lo que yo necesito es un poco de compañía en esta casa tan grande. Y tú ahí, también tan sola, porque estás sola, ¿verdad?
- Claro, mamá- dijo mientras se tumbaba, cansada, en el sofá.
-Es que me parece oír algo de música y ruido.
-Es el vecino, mamá. Da una fiesta con unos amigos.
-No deberías aguantar ese escándalo a estas horas. Seguro que ni puedes dormir. Valiente sinvergüenza ese vecino tuyo. Creo que deberías hablar seriamente con él. Tienes demasiada paciencia con ese poetucho de tres al cuarto.
-Novelista.
-¿Cómo dices?
- Que no es poeta, mamá, sino que escribe novelas, y relatos. Y escribe muy bien.
-¿Qué más dará? Un cantamañanas en cualquier caso. ¿Qué escribe bien? ¿Ahora te dedicas a leer novelitas de ese payaso? En vez de practicar con el piano, que se te va a desafinar por falta de uso.
-¿Por qué le llamas payaso? Ni siquiera le conoces. Sólo le viste una vez en el ascensor.
-Me lo imagino. Tengo mucha vida yo para distinguir a esos bohemios de pacotilla...
- Lo siento, mamá. Tengo que colgar. Creo que he dejado el cazo en el fuego. Me hacía una tisana.
-Pues sí, tómate algo calentito y vete pronto a la cama, a ver si puede ser que duermas alguna noche como Dios manda, sin esos insomnios tuyos, que yo creo que deberías ir al médico que te recetara algo porque...
- Sí, mamá, mañana hablamos. Un beso. Tranquila, ya me acuesto. Hasta mañana.
Inés colgó el auricular y se tapó los ojos durante unos minutos. Luego se levantó y buscó algo de bebida en la nevera. Nada. Recordó que había comprado el mes pasado una botella de oporto para la visita de su tía. Buscó la botella en el mueble del televisor y sacó una copa. Dio un gran sorbo, frunciendo la cara. “Está caliente, joder”, dijo en voz alta, pero se sirvió una segunda copa.
Parada en medio de la habitación, con la copa en una mano y la botella en otra, no sabía hacia donde moverse. Decidió poner algo de música. Buscó entre los cedés. Tristán e Isolda. Colocó el disco y se quedó mirando cómo daba vueltas mientras surgían los primeros acordes del Preludio.
Se fue hacia su habitación, tiró los zapatos a los lados con fuerza y se tumbó en la cama. Mientras bebía el vino caliente empezó a acariciarse el vientre, siguiendo con su cabeza el ritmo de la música. Poco a poco empezó a retorcerse sobre sí misma con gesto que parecía de dolor.
Cuando se levantó de la cama, se fue hacia el baño y metió la cabeza bajo el grifo. El chorro de agua se mezclaba con sus lágrimas. El oporto le había sentado mal.
Eran las dos y media de la madrugada cuando despertó en el sofá, acurrucada con el cojín. Se levantó y fue a preparar el cubo de la basura. Tres bolsas: los papeles, los plásticos y el resto. Puso las bolsas junto a la puerta y se sentó al lado, a esperar.
Vio su diario sobre la mesa y lo abrió por cualquier página. Leyó en voz baja: “Me moría de vergüenza con la mirada que le echó mi madre en el ascensor. Yo sólo podía mirar en la profundidad de sus ojos negros y deseaba oler sus rizos. No soporto a mi madre”. Cerró bruscamente el diario.
Cuando escuchó murmullos y risas en el rellano, se acercó con sigilo a la puerta y esperó a escuchar el ruido del ascensor que bajaba. Miró de nuevo por la mirilla. Una chica muy delgada tiritaba de frío y otra rubia acariciaba al perro como si quisiera sacarle el pellejo. Esperó junto a la puerta.
De nuevo oyó cómo se abría la puerta de al lado. Inés se enderezó, se alisó el pelo y el jersey ajustado y abrió la puerta principal con despreocupación:
-¡Vaya, todavía despierta a estas horas, Inés! ¿No te habremos molestado con el ruido de mi casa? Lo siento, mis amigos son un poco escandalosos. Bajaba a tirar la basura, dijo Luis mientras sostenía la puerta del ascensor para dejarle paso.
-¡Oh! No te preocupes, acabo de regresar. He ido al cine y a cenar con unos amigos y he vuelto muy tarde. Pensé en bajar a que me diera el aire para despejarme un poco antes de irme a la cama. ¡Hola, Egon! Qué cariñoso es, ya me reconoce- Inés acariciaba al perro con suavidad mientras el ascensor descendía.
Salieron del bloque de pisos en dirección a los contenedores. El perro olisqueaba una farola y se disponía a mojarla.
-Date prisa, Egon, hace un frío que pela.
-Es un perro precioso- dijo Inés melosamente. Se le notaba en la voz que estaba bebida. Por cierto, leí en el periódico algo sobre una conferencia tuya en el centro cultural...
-Ah, sí. Bueno, he de acostarme pronto. Tendré que darle un repaso por la mañana temprano.
-Si necesitas alguna ayuda, con la casa, digo, por el desorden, la fiesta, estuvieron tus amigos, me dijiste, ¿no?
- Subamos, que hace frío. Este maldito perro quiere ir de paseo ahora,-le tiró con fuerza de la correa.
Nuevamente en el ascensor, Inés miraba con intensidad hacia el rostro de Luis. Luis, cabizbajo, observaba los botones iluminados del ascensor.
-Inés, se me ocurre algo. Digo por eso de si me puedes ayudar... Se me ocurre...
-Dime, Luis.
- Bueno, si no te importa, ¿mañana no trabajas?
- No, qué va, estoy libre todo el día.
- Pues si fueras tan amable de sacar a Egon a dar una vuelta por la mañana. Tengo que irme pronto, por lo de la conferencia y eso, y como tú tienes llaves de casa. Es que no sé a qué hora volveré, ya tarde imagino. Y el pobre perro... Bueno, creo que me he excedido. No tienes por qué...
- Lo sacaré de paseo, no hay ningún problema. ¿A qué hora?
Bajaron del ascensor, Luis intentó, bostezando, abrir, con la llave fluctuando en la cerradura. Inés lo miraba seria desde su lado del rellano, apoyada en el quicio.
-Hasta mañana, vecina, eres un encanto. No sé cómo pagarte el favor. Pídeme lo que quieras.
-Buenas noches. Para eso están los vecinos.
Inés cerró lentamente y se dejó resbalar acariciando la puerta con su espalda hasta llegar al suelo.

RELATO 7 de Elena Pentinel de la Chica

BODAS DE ORO
Miraba al horizonte, el pequeño promontorio que surgía del mar,bajo la luz del sol que caía verticalmente sobre su cabeza. Era la hora del mediodía y Felipe intentaba acomodarse en la tumbona de popa, colocar su cuaderno de notas, el periódico, un par de libros voluminosos que últimamente siempre llevaba consigo y laboriosamente , contra la fuerte brisa marina que le azotaba el pelo y la camisa, ponía orden para procurar trabajar un rato en aquel rincón contra el bullicio de cubierta. Miraba sobre las cabezas que pasaban incesantemente delante de él, impidiéndole concentrarse en la visión del mar. Pasó una niña rubia y pecosa que le miró risueñamente y le mostró su helado goteante de fresa. Pasó una señora gorda en traje de baño con la piel embadurnada de crema bronceadora y una enorme bolsa de playa. Pasaron corriendo dos niños con la piel roja del sol, jugando a perseguirse por entre las hamacas. Pasó también por delante una chica esmirriada con andares irresolutos y piernas torcidas que miraba obstinadamente hacia abajo y le observó tímidamente de reojo. Apartó la vista del frente e intentó sumergirse en la lectura de uno de sus tomos, arrojando en la mesilla auxiliar el cuaderno de notas con desdén e indolencia. Notó que alguien se arrellanaba en la tumbona contigua y se volvió un poco más hacia el lado contrario.
-Qué vista más maravillosa tenemos desde aquí. A mí también me gusta esconderme en lugares apartados del jaleo, es insoportable el ruido de los críos en la piscina, por no hablar del griterío de los bares. He pedido al camarero de aquella barra que me acerque el cóctel aquí, si es tan amable, porque me siento un poco mareada con este solazo y el viento de cara... ahí viene ya, qué servicial. Muchas gracias, joven. Seguramente al señor también le apetecerá tomar algo, ¿no?
-Pues...no, bueno algo, sí. Póngame un gintonic, muy frío.
-¿Será usted tan amable de acercárselo también aquí al señor? Se trata de un joven intelectual, ¿no le ve aquí rodeado de libros y papeles? Gracias, eres un encanto. ¿Verdad que es usted escritor o artista o algo así? Le vengo observando desde hace un rato desde la barra de enfrente y me dio la impresión de que intentaba escribir o pensar algo realmente profundo...
-Bueno, no exactamente. Es decir, sí, algo escribo, pero no se trata de nada profundo como usted dice, sólo unos apuntes... Intentaba concentrarme en...bueno, es sólo un artículo de opinión.
-Pobrecillo, aquí con este jaleo cómo va a poder dedicarse a realizar una gran obra, un gran artículo, seguro. ¿De qué trata, si no es imprudente de mi parte?
-No, por favor. Aún no lo sé. Creo que algo sobre las relaciones en la sociedad actual, las relaciones de pareja, o más o menos...
-Ahora se quedará usted más tranquilo, cuando arribemos a la isla para la excursión. Todos se bajan como locos porque hay mucho que ver antes del almuerzo y casi no da tiempo de hacer ni fotos. Yo llevo mi cámara, que me regaló mi hijo mayor, pero la verdad es que no sé muy bien cómo funciona. Dándole a este botón y ya está me parece, pero bueno, es que no estoy muy bien de la vista, qué pena la edad.
-Si quiere yo le explico cómo funciona, aunque tampoco es que esto sea lo mío, ¿Va usted a bajar a la visita? Será una bonita excursión para hacer fotos.
-Pues no sé qué decirle, casi me resulta más interesante estar aquí relajada, conversando con un gran talento.
-Por favor...
-No sea modesto, seguro que tiene entre manos algo tremendamente...Ah, aquí viene el chico con su bebida. Eres un encanto, gracias.
-Gracias, dijo Felipe, mientras se rebuscaba en los bolsillos algo de propina.
-Tenga usted cuidado, este viento... se le vuelan esos papeles, por Dios, no vaya a ser que se le pierda algún manuscrito, señor...
-Felipe, mi nombre es Felipe Montero, señora. ¿Y usted?
-Felipe Montero, quizá me suena, bueno, no sé, claro, yo no es que lea mucho. Hago lo que puedo, con las tareas de la casa, las comidas, los nietos que vienen al mediodía, no sé cómo se las apañarán estos días sin mí, pero... Ah, sí, yo soy Dolores Montilla, pero llámeme Lolita, todos me llaman así, desde que era una niña, hace ya tanto tiempo de eso...
-¿Tiene usted nietos? Qué bien, está usted entretenida...- Felipe miraba ansiosamente hacia la isla cercana.
-Siete nietos nada menos. Bueno le miento, algo sí que leo. Me encantan las novelas de Antonio Gala, es tan sensible y tan... conoce tan bien a las mujeres y a las mujeres de edad no le digo, para él no somos sólo amas de casa y abuelitas... Tómese el gin, don Felipe, que se le derrite el hielo. ¡Cuánto tiempo hará que yo no tomo nada de alcohol! Este cóctel es sin ¿sabe?, es por los dolores de cabeza, me tomo cualquier cosita, un poco de moscatel en las reuniones con mis hijos y, zas, ya está, dos días con terribles jaquecas. Es que ni la cerveza sin alcohol me sienta, algo de alcohol debe de tener, digo yo, porque si no... Ahora, cuando era joven, me tomaba mis cañitas con mi novio después del paseo. ¿Tiene usted novia? Claro, tan joven que es y tan listo seguro que tiene donde elegir ¿eh?
-Pues no, en este momento, casi prefiero estar solo, exclamó con pesadumbre.
-Por Dios, no diga usted eso. Un hombre atractivo como usted y con su preparación tiene que tener una buena mujer detrás que le ayude, que le pase sus escritos, por ejemplo, o que le acompañe a los museos y los viajes y esas cosas. Yo siempre estuve al lado de mi marido. Cincuenta años, fíjese, cualquier cosa. Bodas de oro y todo. Mis hijos nos regalaron el viaje, lo prepararon todo para darnos una sorpresa, ya ve. A veces ser madre tiene sus compensaciones, después de tanta lucha. Cuatro hijos y sin ayuda. Que ahora, mis hijas que si la mujer de la limpieza, que si la guardería, que si la canguro para ir al cine o a cenar, o si no, para eso estamos los abuelos. Eso sí que es vida, y no la nuestra. Desde joven trabajando en casa como una mula para sacar cuatro hijos adelante. ¡Niños, cuidado con la pelota, caramba, que molestáis a este señor que intenta leer! Bueno, mi marido no es que estuviera mal situado, que él bien que estaba reconocido en su empresa...
-¿En qué trabaja su marido?, dijo Felipe, cerrando definitivamente el tomo de relatos de Henry James.
-Claro, eran otros tiempos y era difícil salir adelante. En la oficina. Él llevaba los papeleos en su empresa. Una gran empresa. Pero se le metió entre ceja y ceja prejubilarse, aunque yo no quería. Yo sabía que estaría peor desocupado, para, ya sabe, los hombres, cuando creen que tienen la razón y eso es casi siempre... Bueno, usted parece distinto, seguro que será considerado con su novia y comentarán todas las decisiones...
-Ya le dije que no tenía novia. Voy a buscar otro gin-tonic, este se ha calentado demasiado...
-Ah, es verdad, pues debería, don Felipe. No, por favor, no se levante, usted no pierda la concentración, para eso tenemos a ese chico tan amable. ¡Camarero! ¡Camarero, por favor, venga aquí!, dijo la mujer, mientras agitaba ostentosamente el brazo en dirección a la barra del bar.
-¡Uy, se me vuela hasta el sombrero!, se agarraba con el brazo el gran sombrero deshilachado de paja. –¡Maldita pelota!, ¡niños, largo de aquí!
-No se preocupe, por favor.
-No, mire, si ya viene. Traiga otro de lo mismo para el señor escritor. Es un gran escritor aquí el joven ¿sabías? – El chico sonrió mirando hacia abajo mientras retiraba los vasos de la mesilla-. A mí tráigame lo mismo que a él. Un día es un día. Luego me tomaré dos aspirinas y listo. No todos los días conversa una con un intelectual.
-Pues, como le decía, eran otros tiempos. Las mujeres entonces nos casábamos para toda la vida. Y, por supuesto, al matrimonio, vírgenes, perdón por ser tan clara. Pero es que ahora... Mi propia hija pequeña. Me avergüenza decirlo, pero ya tenemos confianza... se separó. Como lo oye, para mi marido y para mí un golpe. Toda la vida luchando y a la vejez tenemos que apechar con esto.
-Bueno, no se preocupe, es algo habitual hoy...
-Todavía no me lo creo. ¿Y sabe que me dijo? Que ni peleas ni nada, ni que él le fuera infiel ni nada de eso, sino que ya no sentían amor...Habráse visto semejante tontería. Qué amor ni qué niño muerto. Es que no tienen la cabeza en su sitio, de tanto estudio y tanta novela, con perdón, yo no digo que usted sea un irresponsable. Seguro que usted nunca se divorciaría, con esa cara de niño bueno y formal que usted tiene. Pero digo yo que qué tiene que ver el amor en esto. Si te casas te casas y hay que pensar en los hijos y no en fantasías de películas. Esta hija mía siempre fue un poco rebelde y “soñadora”, en fin, un trasto. Y ahora esos niños sin padre y ella trabajando y dice que tiene que hacer su vida. Su vida debería ser su casa y sus hijos, que para eso los tuvo. Irresponsables, eso es lo que son. Uhmm, está buena esta bebida, me voy a poner un poco alegre, y luego me voy de la lengua, que yo soy más bien charlatana. Gracias, camarero. ¿Podría traernos algo de picar?
-Ya hemos llegado a puerto. ¿No va a bajar usted? Parece que hay unas vistas estupendas para hacer fotos, así prueba usted su cámara – Felipe se limpiaba el sudor que le bañaba la frente y el cuello con un pañuelo blanco.
-¿Bajar, para qué? Con lo a gusto que estamos aquí charlando de esto y de lo otro. Habrá más excursiones y podremos bajar juntos otro día que no haga tanto calor. ¿Pero, cómo es que viaja usted en este crucero, tan solo? La verdad es que es lo nunca visto en lujo. Con sus camarotes, su discoteca, las piscinas, los cócteles. Y el servicio, excelente el servicio.
-Me invitaron unos amigos. Tenían dos billetes para el viaje y tuvieron problemas, no iban a poder venir, así que pensaron en mí. Ya ve. A ver si tenia tiempo de relajarme y trabajar algo visitando el Mediterráneo...
-Seguro que sí. Esto inspira a cualquiera. Esos son buenos amigos, ¿no se habrán separado, verdad? Es una pena que se pierdan este crucero. Yo, que no he viajado mucho en mi vida, quitando el viaje de novios a Cáceres y a Madrid, para ver a la familia de mi marido. Y los veraneos en la playa, con la familia. Qué tiempos, entonces no se viajaba tanto. Quién se iba a imaginar a Lolita, a sus setenta años, celebrando sus bodas de oro por el mar. Porque para llevar cincuenta años de matrimonio hay que saber aguantar mucho, no se crea.
-Ya imagino, musitó Felipe.
-Mi marido, un bendito, pero con su genio. Y ... guárdeme el secreto, creo que un poco mujeriego. Pero conmigo siempre cumplió. Un hombre de pies a cabeza. Todavía me escandalizo cuando recuerdo mi noche de bodas. Una era tan jovencita y tan inexperta. Tuve que levantarme de madrugada a freírle unos huevos con chorizo para que repusiera fuerzas. Qué tiempos. Mire, ya bajan. Hay que ver la que se forma con tanta gente. No me extraña que no le dejen concentrarse, con ese jaleo. Es que ahora viaja cualquiera.
-Sí, es difícil concentrarse a veces. De todas formas, hoy no es un buen día,-dijo él con pesadumbre.
-Y es que ahora las mujeres son tan delicadas. Con lo que yo tuve que vivir. Durante un tiempo, cuando los niños eran pequeños, él casi no paraba en la casa. Todo el trabajo para mí, ¿y me quejé alguna vez? Yo sabía que andaba por ahí enredado con alguna, pero ¿y qué? ¿qué íbamos a hacer? Los hombres muy viriles tienen esas cosas, pero el matrimonio tiene sus compensaciones. ¿Me iba a poner yo a trabajar? ¿De qué? Si yo, ni preparación ni nada. Me educaron para ser una buena ama de casa y una buena madre y sabe Dios que siempre lo fui. Lo demás se pasa y luego queda la satisfacción de una familia unida, de unos hijos bien criados ¿no cree?
-Claro, me imagino que luchó usted mucho por su matrimonio.
- Lo normal entonces. Y no es que me hiciera gracia saber de dónde venía cuando yo me hacía la dormida en la cama y él se metía sin hacer ruido. Pero lo que sí me reventaba era lo de las vacaciones. Que aunque disimulara yo lo sabía. Que se la llevaba también a ella a la playa. Unas calles más abajo de nuestra casa de alquiler. Pero es que los niños necesitan ir al mar, tomar el sol y eso les mantiene la salud para todo el año, ¿sabía? –La mujer se quedó mirando pensativamente hacia la isla. Le temblaban levemente las arrugas bajo las bolsas de los ojos. Lanzó un lento suspiro.
-¿Se encuentra bien? Estoy pensando que quizá fuera buena idea dar una vuelta por la isla, para pisar tierra firme, al menos y estirar las piernas. ¿Su marido no querrá pasear y bañarse en la playa?
-Está bien, vámonos. Recoja todas sus cosas, yo le ayudo, déme los libros. Será un honor pasear con un gran escritor, si no le importa nos podrán hacer una foto juntos y me la dedica. Se la enseñaré a mis amigas, no se lo van a creer. Aunque ellas no es que sepan mucho de libros y eso, pero ya yo les contaré quién es usted. Tenemos muchos días para conocernos y me podrá dejar leer alguno de sus poemas, si no le importa, claro. A mí de siempre me ha gustado la poesía, pero es que con tanto trabajo en casa apenas tengo tiempo de leer y para un rato que tiene una, pues se entretiene con la tele. Eso sí, sólo ponen porquerías. Seguro que usted no ve esas cosas tan tontas.
-Bueno, alguna vez, no hay mucho donde elegir, dijo Felipe, y recogía pesadamente sus cosas, tratando de incorporarse. El sudor le empapaba la camisa. Vaya a buscar a su marido, andará preguntándose por usted.
-¡Oh!¿No le he dicho? Mi marido lamentablemente falleció hace un mes. Con todos los preparativos hechos, los billetes, los gastos, menudo disgusto. No era cuestión de desaprovechar esta oportunidad. Mis hijos me animaron, “anda, mamá, te servirá de distracción”, y yo, ¿qué iba a hacer? Pues me vine a celebrar mis bodas de oro, porque cincuenta años de matrimonio no los cumple todo el mundo, no se crea. Pobre Galo, si supiera lo que se está perdiendo. Vamos, dejemos todo esto en su camarote y bajemos a almorzar. Si quiere después le cuento sobre mi marido, un gran hombre, como usted, sí señor.­­

RELATO 8 DE ELENA PENTINEL DE LA CHICA

CASTRACIÓN

Lo que más le gustaba de estar allí sentado, contemplando a su madre de espaldas, que trajinaba de un lado para otro entre cacharros y fogones, con su sencillo y holgado vestido azul era la sensación de retrotraerse a su infancia. No porque para él su infancia fuera ese paraíso perdido en que tanto insisten todos en creer, para nada, más bien, en cierto modo, había sido un poco pesadilla hiperrealista (“Gafotas, empollón, ¿a que te parto la cara? Espérame a la salida, marica”). Era simplemente la sensación ya tan lejana de hundirse dentro de sí mismo y encontrarse como protegido bajo el ala del ruido del trajín en la cocina. Como si simplemente pudiera estar ahí sin ser nadie, sin que nadie le pidiera explicaciones. Sólo tolerado ahí en la pequeña banqueta, sin justificarse. La observaba soñoliento y le costaba reconocer en aquella mujer algo encorvada, de carnes ya fláccidas y andar pesado a la espigada mujer de vestido ceñido y zapatillas altas que un día se derramó el café hirviendo de la cafetera recién retirada del fuego sobre el pecho y cuyo único gesto fue buscar el monedero y mandarlo a la farmacia (“Anda, ve y pídele al farmacéutico algo para las quemaduras”. Él observaba horrorizado la piel a trizas, las ampollas que emergían a través del escote). Mientras se dirigía allí sólo pensaba en que quería ser como ella a la vez que sentía unas irresistibles ganas de llorar por ella, o también por él mismo.
Sorbía poco a poco su café recién hecho, y los olores de distintos platos emergían de las cacerolas y sartenes. Ella siempre cocinaba varias cosas a la vez, iba y venía, recogía, desordenaba continuamente la encimera de la cocina. Parecía una investigadora química concentrada en sus preparados explosivos. Era discreta –pensaba él mientras apagaba la colilla de su tercer cigarrillo en el plato del café- , ni siquiera le había asediado con la consabida pregunta (“¿Hay algún problema con tu mujer?” “¿Os vais a divorciar” o ¿para qué has venido?). Sólo le besaba levemente la mejilla, le hacía pasar, le sentaba en la cocina y le preparaba cualquier cosa. Ni siquiera se inmutó cuando él le hizo la pregunta. ¿Podría quedarme en mi antigua habitación por unos días?:
-En el arcón de los pies de la cama hay sábanas limpias, ve sacándolas que luego las coloco. También hay sitio en tu armario.
Mientras sorbía el café meditaba en cómo explicaría –si alguien, su padre, por ejemplo, o, más probablemente, su hermana, pedía explicaciones- por qué había llegado hasta allí, por qué se sentía como un edificio a punto de ser demolido, por qué tenía la sensación de que alguien, alguien intolerablemente indiferente, jugaba a los bolos torpemente con su alma: ya sólo quedaban uno o dos en pie, en el mejor de los casos, los demás bolos habían ido cayendo uno tras otro ante su asombrada mirada. Cada una de esas caídas él la consideraba un pequeño fracaso, un golpetazo seco en su interior. Quizá lo mejor fuera dejarse llevar en el último golpe, rodando con la última y ruidosa bola de madera.
Recordaba los días en que conoció a Ángela, allá por los años de la universidad. Ella era una estudiante concienzuda y denodada, y, en cambio él posaba de improvisador y algo bohemio, quizás para ocultar su incompetencia para la seriedad y los planes. Siempre había creído internamente que Ángela apostó por él como un valor futuro, confiando en su intelecto y su anárquica inteligencia. Pobre Ángela, apostó por el caballo perdedor, que se joda. (“Tus poemas son de una rara perfección”, “Tienes una sensibilidad portentosa pero has de trabajarla”). Desde entonces había aprendido a desconfiar en los halagos. “Mala cosa”, se decía ante alguien esforzadamente admirativo. En cambio, ella saltaba de congreso en congreso, recorría presentaciones de obras maestras y definitivas, alternaba con los mayores intelectos del país y del extranjero, se atareaba entre la pantalla del ordenador y sus libros hasta la madrugada. Justo la noche antes él se sintió un poco náufrago en el sofá del salón, con el mando del televisor en la mano, cambiando constantemente de canal y con las seis latas de cerveza que había engullido adornando la alfombra y la mesita.
-Ángela, ¿te queda mucho? Es la una y media. Creo que ya podríamos visitar la cama.
-Vete tú, yo voy ya mismo. Tengo que ultimar la ponencia de mañana y trabajar en las conclusiones.
Ella se ajetreaba, enfrascada, entre folios impresos, tomos abiertos y señalizados debidamente con post-its de letra abigarrada. El teclado resonaba a cada tanto en el silencio de la noche de forma compulsiva. Él se había intentado sumergir en el grotesco griterío que surgía de la pantalla. Había sintonizado uno de esos programas indefinibles en que unos se espetan a otros los mayores insultos y procacidades y todos quedan tan amigos. Quizá intentaba extraer alguna conclusión de todo ese alboroto pactado. O quizá sólo se regodeaba en lo bochornoso y lo morboso del asunto. Quién era él para juzgar a nadie. Podía identificarse perfectamente con ese joven amante-gigoló que recibía con media sonrisa chillonas recriminaciones sobre su comportamiento inmoral. El caso es que le divertía. Pero lo que más le entusiasmaba era haber logrado desconcentrar a Ángela, que echaba miradas despreciativas no sabía bien si a él o al televisor.
-¿Qué pretendes viendo esa basura? Seguro que intentas molestarme.
-Podrías pensar de vez en cuando en que toda mi vida no se dirige hacia ti, cariño.
-No te pongas borde. Sólo quiero que me dejes trabajar. Esto es importante. ¿Desde cuándo no escribes nada, por cierto?
-Siento desilusionarte, pero creo que estoy “castrado” creativamente (“El escritor castrado” se llamó una de las últimas conferencias de Ángela, que versaba sobre la dualidad lenguaje/silencio en el escritor posmoderno). Ya hace mucho. Me asombra que lo hayas notado.
-Déjate de chorradas. Lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar de una vez. Ahora ya no tienes excusas. Dejaste tu empleo por eso, ¿no?
-No seas benévola. Me echaron. No vendí ni un solo seguro en un semestre. Aquel mundo me apasionaba en realidad.
-Ya has logrado desconcentrarme. No creo que sea el momento de tratar esto. Ya lo hemos hablado y no llegamos a ningún sitio.
-Yo sólo quiero llegar a la cama y a ser posible dormir.
Ella volvió a enfrascarse en su mundo iluminado por la lamparita. La imaginó en una pequeña isla de luz, que la encerraba y la confinaba en su círculo luminoso. Nunca saldría de allí. Sintió pena, no sabía exactamente de quién. ¿De ella, circundada por el mar en su islote? ¿De él, con los pies sobre la mesa, la camisa arrugada e hinchada por la barriga llena de cerveza? ¿De aquel pobre diablo que relataba cómo lo hacía con una octogenaria después de esnifar coca?
-Ángela. Vente conmigo a la cama, o aquí al sofá. Lo necesito.
-No es hora. Tengo que madrugar. El viernes puedo tener la noche libre y preparamos algo y así nos ambientamos un poco.
-Te lo digo en serio. Y ya sabes que no suelo hablar en serio. ¿Cuánto hace que no hacemos el amor?
- Exageras. Poco más de una semana. Cuando vine del congreso de Berlín ¿recuerdas?
-El congreso, sí. ¿Iba sobre la castración,no?
-No seas gracioso. El viernes, en serio.
-Apúntalo en tu agenda para que no se te olvide. Tengo una cita con mi insomnio. Hasta mañana. No hagas ruido al ducharte. No creo que madrugue.
-Buenas noches, cariño. Necesitas relajarte un poco.
Ángela apartó la mirada definitivamente y se puso a teclear alguna idea brillante.

Se levantó del taburete y le dijo a su madre que se echaría un rato en la habitación, que no había descansado mucho últimamente. Al entrar, le invadió una atmósfera de pasado como conservado en formol. Hacía mucho que no abría aquella puerta. Todo le recordaba casi idénticamente sus rutinarias vivencias de adolescente. Aún colgaban de las paredes los anacrónicos y patéticos pósters de sus grupos preferidos, su raqueta de tenis, con la que nunca consiguió ganar un partido, los desvencijados estantes cargados de libros de bolsillo, poesía sobre todo (malas traducciones sobre todo), pero también novela y ensayo. Entonces creía poder encontrar en ellos respuestas a las inocentes preguntas de su juventud. Ahora tenía claro que aquello era un mito, y no pudo evitar con media sonrisa irónica compadecer a aquel muchacho que había sido. Le repelía y a la vez le relajaba aquella estancia que parecía fuera del tiempo y del espacio al que hasta esa misma mañana había pertenecido. Estaba como envasada en un bote de melocotón en almíbar. Con su misma consistencia pegajosa. Era la habitación mínima de un piso mínimo en un bloque de pisos de los suburbios de una ciudad cualquiera. Y comprendió su pequeñez en el mundo. Y recordó su primera visita al espacioso piso de los padres de Ángela, todo claridad, refinamiento, elegancia. En los barrios caros del centro de la ciudad, donde los vecinos hablan de la última exposición, la última obra de teatro a la que asistieron, y se saludan educadamente en el ascensor y jamás se apoyan en los poyetes de las ventanas y siempre hablan sin elevar la voz. Y sonríen continuamente. Su madre jamás había ido a una exposición. Sus vecinas llamaban a voz en grito desde el balcón a sus hijos que jugaban en la calle (“¡¡¡Juliáaaan!!!, que subas ya te he dicho, que te mato”). Pensó fugazmente que quizá fuera un resentido social.
Se tumbó en la estrecha cama desordenando la colcha de rayas, modelo supermercado y cerró los ojos con fuerza. Sabía que no lo conseguiría, que no dormiría tampoco ahora. Había tanta basura martilleándole en la cabeza que le parecía percibir hasta su olor fétido. Los pensamientos eran como las hormigas, que una vez que invaden tu casa puedes pisotearlas, fumigarlas pero vuelven una y otra vez a aparecer por los rincones, debajo de los muebles. Y su hormiguero era imparable. Volvía a escupir hormigas.
Se levantó aquella mañana del cumpleaños de su hijo decidido a abrir el portátil y ponerse a escribir. Lo que fuera, tenía que agarrarse al teclado como a un clavo ardiendo. Desde que se fue de su miserable trabajo en la compañía de seguros para tener tiempo de escribir y leer a sus anchas (“¿No cree que no se está empleando a fondo en su dedicación a la empresa? Su rendimiento deja mucho que desear”. Recordó un portazo y una carcajada), desde que decidió dedicarse sólo a la literatura y a nada más se sentía como un cauce seco esperando la estación de las aguas. No había cómo. Dejó de interesarle escribir nulidades pedantes para nulos pedantes más interesados en sus propias interpretaciones que en disfrutar de la lectura. ¿Para qué escribir? Se preguntaba inconscientemente a cada rato. Resultado: parálisis total. Había caído en ese sarcasmo hacia uno mismo que hunde en el abismo de la indiferencia y de la pasividad más absoluta. Pero aquella mañana, recordó, se sentía extrañamente optimista, raramente abeja laboriosa. Quizá fuera por el cumpleaños de su hijo. Quince años. Toda una barrera generacional. Su regalo podría ser eso: que viera que su padre no era el inútil bebedor de cerveza que se traga película tras película, libro tras libro retrepado en el sofá, que su padre había sido y seguiría siendo un creador, secundario, pero creador al fin y al cabo. En otro tiempo tuvo sus pequeñas pero cuidadas ediciones, que regalaba a los amigos. Lo que más le hería era la imagen de la madre, Ángela como erguida cariátide que sostiene en sus hombros el peso de la familia, el peso de la vida y del éxito. Con su simple orgullo y decisión le había ido hundiendo la vida, incluso frente a su propio hijo.
Antes de ponerse a escribir, decidió entrar un poco en internet para relajarse de la tensión ante la página en blanco. Miró el estado de cuentas, ojeó los titulares de los periódicos, miró el tiempo. Desde hacía meses le obsesionaba informarse compulsivamente del tiempo. Se detenía en las temperaturas, en la dirección del viento, en el grado de humedad, en la incidencia de los rayos uva. Se estaba volviendo un experto meteorólogo. Podría sostener toda una conversación en el ascensor, prescindiendo de los sosos “Qué viento hace hoy”, o “vaya, parece que se adelantó el verano”. Él podría sonreír a la joven vecina de abajo y sorprenderla con sus conocimientos: viento noroeste, para ser más exactos; o, esto es sólo un breve anticiclón, volverán pronto las lluvias, para el jueves en concreto. Y ella asentiría estupefacta. Volvió a la página en blanco y sintió que antes de escribir tendría que releer un par de citas. Buscó entre las estanterías sus libros favoritos: Whitman, Papini, Rilke, etcétera. Se abstrajo mucho rato recordando versos, recordando la lectura pasada de esos versos. Cuando levantó la cabeza sobre el volumen de Moby Dick vio que eran las doce y media. Hora de tomar algo. Se sirvió una cerveza y siguió leyendo. Cuando a las dos su hijo entró para avisarle de la hora de comer lo encontró eufórico, entre libros apilados, parlanchín y algo inestable en sus pasos. Cerró el ordenador. No había escrito una sola línea. La mirada de Ángela, al otro lado de la mesa le arrancó la alegría de un plumazo.
Lo que ocurrió esa misma tarde, en la reunión con los amigos y la familia, había conseguido ahuyentarlo de su mente a base de esfuerzo: las meteduras de pata, las risas a destiempo, el incontrolable bamboleo de su cabeza, el tono exaltado de su voz y la mirada condescendiente de sus contertulios. Ahí estaba sobre todo el gesto de desprecio de su mujer, de Ángela cuando despidieron a todos.
Se revolvió en la cama como si tratara de aplastar con su pesado cuerpo los destellos de sus recuerdos. Pero las hormigas volvían.
Esa mañana, después del pseudo-enfrentamiento con su mujer de la noche anterior (con ella todo era así, a medias, con sobreentendidos), había emitido un bufido de protesta hacia la puerta del baño, donde Ángela se cepillaba con disciplina cuartelaria y fuerza desmedida los dientes. Él no soportaba aquel ruido tremendo que empleaba en su higiene bucal. En realidad no soportaba ninguna de sus manías. Era minuciosa y ordenada hasta la náusea, todo lo hacía como si le fuera la vida en ello. En cambio él era un perfeccionista de otra especie, más bien negligente y satisfecho a ratos en su indolencia. Escuchaba claramente los agresivos brochazos con el cepillo, el correr del agua, las gárgaras con elixir, el choque del cristal contra el lavabo.
-Ángela, por favor, intento dormir un poco. ¿Podrías no rechinarme la cabeza con tus ruidos diurnos?
-Lo que faltaba. Al caballero escritor le molesta que su mujer madrugue, que se lave los dientes, que trabaje,...
Él se volvió hacia el otro lado en la cama y, de espaldas, le hizo un gesto de indiferencia con la mano. De repente, notó cómo las mantas y sábanas huían arrastradas hacia los pies de la cama. Ángela, con las mantas hechas un rebujo en los brazos, las arrojó contra la pared, le tiró un zapato a la cabeza y salió a grandes zancadas de la habitación. Lo primero que sintió él atenazándole la garganta fueron unas tremendas ganas de reír a carcajadas. La cara roja, congestionada y la mueca de desprecio de su mujer eran algo tremendamente cómico en alguien que siempre insulta con la finura de quien te toca con el florete de esgrima. Finalmente había reventado. Pensó que eso era demasiado esfuerzo, que él no reventaría, pero que se iría esa misma mañana de aquella casa de la que siempre se sintió un poco huésped, un intruso.
Recogió unas cuantas cosas en una mochila de su hijo, pocas cosas, realmente demasiadas pocas cosas para el tiempo que llevaba en aquella casa, con aquella mujer, con aquella vida. Algo de ropa, sólo un par de libros, sus cosas de aseo. Dudó si coger su portátil, algún disco, pero tras echar una mirada alrededor a su lugar de trabajo (“paradójico, un lugar de trabajo en el que nunca llego a trabajar”) cerró la puerta tras de sí sin llevarse nada. Mientras iba y venía por la casa reflexionó sobre lo prescindible que todo le resultaba. Años y años acumulando, libros, objetos, recuerdos, mezquindades, y podía marcharse sin todos ellos, no le hacían falta en absoluto. Empezó a silbar con la sensación de haberse quitado un fardo de encima, todo el peso que le cargaba los hombros y la espalda como si llevara constantemente alguien montado en lo alto. Se sintió inusualmente ligero.
Cuando atrevesaba por el recibidor en dirección a la puerta una imagen fugaz le hizo detenerse. Miró hacia la cómoda y observó el pequeño reloj junto a las fotos de familia. Estaba parado. A las doce y cinco, ya no sabía si del mediodía o de la medianoche. Llevaba años así, hasta donde le alcanzaba el recuerdo. Aquel reloj había sobrevivido con su inmovilidad obstinada al afán controlador de Ángela. Pensándolo bien, era inexplicable que hubiera tenido la libertad de permanecer tanto tiempo así. Su silencio, su sustracción al correr del tiempo y de la vida le hizo verlo como un objeto rebelde, independiente. Se dio cuenta de su enorme simpatía hacia aquella esfera muda. Lo echó en su bolsa de viaje y cerró la puerta con un portazo alegre.
Se incorporó de un salto en su antigua cama. Colocó su escasa ropa en el armario, el reloj parado en la mesilla y salió por el estrecho pasillo hacia la puerta de entrada. “Ahora vuelvo, mamá, daré una vuelta por el barrio”, “sí, volveré para la cena”. Bajó las escaleras dando saltos y se dirigió hacia el bar de la esquina, que llevaba allí como un árbol centenario e inevitable desde que tuvo uso de razón. Se acomodó en un taburete junto a la barra, después de los saludos y reconocimientos (“Hombre, ¿cómo tú por aquí? ¿visitando a la familia?”, “Cómo has cambiado desde que no te veo”, etcétera.) y pidió una cerveza fría. Instintivamente, sin meditar, cogió una servilleta del servilletero de al lado, sacó un bolígrafo del bolsillo y empezó a emborronarla con algunos versos.
Cuando salió, tres horas después de aquel bar, llevaba dobladas en la mano dos decenas de servilletas con unos cuantos borradores de poemas y en la cabeza una buena idea para un futuro relato. Se dirigió hacia la casa de sus padres pensando en los huevos fritos con chorizo que le habría preparado su madre. Se sentía un poco ave fénix y un poco cuarentón ridículo, buena mezcla.