Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

3/5/09

-Relato 3 de María Perea Mediavilla

A LAS SEIS

La gente se cruza frenética por las calles del centro, sin permitirse el lujo de intercambiarse una sonrisa o un saludo. Infinidad de rostros anónimos comparten cada día esos espacios de todos pero de nadie, las mismas rutas hacia sitios semejantes a las horas de siempre. El reloj impone las rutinas y los plazos a cumplir por parte de esas personas que han dejado de ser dueñas de sí mismas. No existe ya ocasión para guiarse por la curiosidad y entablar conversación con ese viejito que tira migajas de pan a las palomas ni para plantearse siquiera la historia de esos edificios que ahora no son más que ruinas. Se prefiere el confort de la amalgama de pisos altos que violan el tono sepia del pueblo y que permite a sus nuevos habitantes no extrañar las grandes urbes. Por fortuna, aún existen retazos de tiempos pasados. Pequeños espacios que se mueven al ritmo de una melodía algo raída por la humedad pero que se repite incansable entre las estancias vacías de la memoria. En una de esas pequeñas islas, entre tanto mar revuelto, se encuentra María.
Sus ojos grises no se apartan de la orilla de esa cama, en la que lleva presa más de lo que logra recordar. Parecen perdidos en un abismo preñado de infinita oscuridad, ajenos a todo atisbo de vida que ronronea a su alrededor. Ni los pasos presurosos por el eterno pasillo, ni las preguntas del médico a cada instante, ni los interminables pinchazos de las enfermeras logran llamar su atención. Si levantan sus manos, éstas caen como piedras sobre el colchón, si le curan las llagas de su espalda ni siquiera se le escapa un suspiro de dolor. Pero si le giran la cabeza, aunque sea para acomodarle la almohada, la voltea hacia ese lado de la cama que tan hechizada le tiene.
-María, cariño, le voy a poner un ratillo la tele que empieza una película de Marisol, verá cómo le gusta-sin apenas mirarle, la enfermera enciende la pequeña pantalla, sube el volumen y sale de la habitación.
Sin embargo, María no levanta la vista hacia la tele, ni siquiera escucha el cante de la joven protagonista vestida con un traje verde de flamenca, demasiado moderno para su época. María no se encuentra entre esas cuatro paredes encaladas, repletas de cuadros con santos y vírgenes por doquier y con estampitas de las Hermanitas de “nosequé” hasta en la sopa.

María está en el taller de costura de su madre, bordando con hilos de oro extrañas insignias en trajes militares, entre montañas de telas y ovillos de suave lana que esperan para el siguiente encargo.
-Venga Mariquilla, que con este ritmo nos van a dar las tantas y queda mucha faena por hacer-le reprende, con unas manos tan ágiles que continúa con su labor sin apenas mirarla.
-Mami-dice con ese tono que usa cuando se la quiere camelar-si esto es pan “comío”, ¿no ves lo bonito que me está quedando?-le enseña su pieza con esa sonrisa de no haber roto nunca un plato, aprovechando para mirar el reloj que está detrás de su madre. Van a dar las seis.
-¿Otra vez te has equivocado?-le riñe con esa voz más cansada que severa, a la vez que le quita la prenda de sus manos-Anda, Mariquilla, vete a buscar a la Luisa para que me arregle este desavío, pero no te tardes, ¿eh?. Que yo no sé qué tienes en la cabecita últimamente que andas por las nubes…
-Vale mami-se levanta de un brinco y le planta un beso en la mejilla, pensando en ese chico que le espera en la esquina de la otra calle.

La enfermera vuelve a entrar en la habitación, esta vez con la bandeja de la merienda. La deja en la mesita auxiliar y supervisa los cables, tubos y monitores que tiene María a su alrededor. La cama de al lado, con las sábanas limpias y bien estiradas, se encuentra vacía desde hace ya dos semanas, pero ella sigue sin percatarse de esa ausencia. Sus labios ya no recuerdan cómo dibujar una sonrisa, ni sus manos responden a las escasas caricias de las monjas que le acompañan cada tarde o de las enfermeras que le regalan besos. Vive atrapada en un cuerpo estropeado, guiado por una mente marchita, pero su corazón aún late esperando unos ojos verdes, que lo tienen en vilo.
-Venga mujer, que esto está muy rico-la joven coge un vaso lleno de algo que promete ser batido de frutas, aunque de un color indeterminado y se lo acerca a María, que ni siquiera se inmuta-Bueno, vale, ya tiene que estar harta del mismo potingue todas las tardes, pero como siga sin comer le voy a tener que poner más suero. Que sepa que me está preocupando, ¿eh?-vuelve a poner el vaso en la bandeja y acaricia el pelo plateado de María y su cara sin apenas una arruga que delate el paso de tantos años-Vuelvo a verle en un ratillo, a ver si encuentro algo más rico por la cocina.

María se apresura a su encuentro con David, mientras que las campanas de la iglesia de la plaza dan las seis. Él le espera en el mismo sitio todas las tardes, a la misma hora, desde hace ya tres semanas. Se trata de una de las intersecciones de ese barrio de calles estrechas y laberínticas, que invita a perderse entre sus escondrijos. Recuerda cómo cruzaron sus vidas, en un encuentro aparentemente fortuito, en el que ambos entendieron a la par que desde ese momento era inútil tratar de ignorarse. Pero ahora apenas dispone de unos minutos antes de que su padre le eche en falta en la tasca, y ella no aparece. Aprovecha para cortar un clavel rojo de las macetas de uno de los balcones de la calle y para dedicar una mirada orgullosa a los zapatos recién heredados de su hermano mayor.
-Pensé que no podrías escaparte esta tarde-le coge de la mano en cuanto se aproxima y se apresuran a resguardarse en uno de los recovecos de las callejuelas impregnadas de olor a vino añejo y a madera carcomida-Tienes las manos frías aunque vengas deprisa-ríe sorprendido.
-Mi madre, que no me quita ojo de encima, he tenido que estropear un pedido para que me echara del taller-abraza a David y se besan furtivamente-Debo irme, porque como no vuelva pronto me va a matar… Te quiero.
-Te quiero, mi vida. No olvides lo de esta noche.
María asiente, tragando saliva.
-Sabes que no quiero que lo hagas si no estás totalmente segura-le escruta con sus ojos verdes.
-Es lo único que tengo claro en esta vida-le sonríe y le da un último beso antes de darle la espalda y alejarse calle abajo, sin mirar atrás.

Unas luces que parpadean sibilinas al ritmo de un pitido leve pero infatigable, llenan la habitación de María de batas blancas y uniformes verdes. Multitud de manos trabajan de manera rutinaria pero ágil sobre su cuerpo y reordenan la maraña de cables y tubos que ya forman parte de ella.
-María, no se me vaya, mi alma-un médico bien entrado en años, de manos grandes y bazos firmes consigue que su respiración se torne, al menos, superficial-¿Aún no habéis localizado a nadie?-pregunta coléricamente al aire, mientras le coloca una mascarilla de oxígeno.
-Doctor, no hay ningún número de teléfono en su historial, ni ha recibido una sola visita en los años que lleva en esta residencia-la enfermera se encoge de hombros indefensa-Le puedo preguntar a las monjas que le visitan todas las tardes, creo que están por los pasillos visitando a otros viejitos.
-Está bien. Quiero que supervises sus constantes vitales cada quince minutos-le da instrucciones moviendo el dedo índice, como un padre que ruega más que ordena a su hija adolescente que no vuelva a llegar tarde-No hace falta que te diga que su vida pende de un hilo.
-Por supuesto, doctor, no se preocupe. Espero que si tiene a alguien, que venga pronto-susurra agotada, en forma de súplica, acariciando el cabello plateado de María, que vuelve a fijar su mirada gris en la orilla de la cama.

María espera donde siempre con su mejor traje, color turquesa y ribeteado con terciopelo beige alrededor de la cintura. Un abrigado chal cubre sus hombros y sus manos en el pecho luchan por detener su corazón desbocado. Tan sólo lleva una pequeña cesta con un poco de pan, algo de queso y una botella de vino al azar de la surtida bodeguita casera de su padre. Con esos humildes manjares piensa celebrar el inicio de la nueva vida junto a su enamorado, que a esas horas se le antoja ya producto de su imaginación. No recuerda cuánto tiempo lleva esperándole, pero es más que consciente de que hay algo que no va bien. Ya deberían estar muy lejos, riéndose de su aventura y amándose más allá de la piel.
-¡Las once y sereno!-grita un hombre con pinta de marinero y uniforme azul desde lo más profundo de su garganta rota, y luego enciende un pitillo haciendo chocar las llaves en un tintineo que a María se le antoja ensordecedor.
La joven apoya su espalda contra la pared del callejón, queriendo fundirse en ella para que aquel hombre no la descubra. Una infinidad de pensamientos bullen en su cabeza al tiempo que un temblor se apodera de su cuerpo y castañea sus dientes. ¿Cómo les explicará a sus padres que es una fugitiva por amor, si ese hombre la devuelve a rastras a su casa? No, no dirá nada. Su padre, hosco y simple donde los haya, agradecerá al sereno el retorno de su hija con un apretón de manos y algunas monedas, pero en cuanto cierre la puerta a sus espaldas, todo se habrá acabado para ella. Volverá a sentir esa ira impasible en su rostro, y el sabor de su propia sangre le hará ser consciente de que esa es la cruel realidad y no una pesadilla de la que despertará aliviada. De nada servirá que su madre le suplique una y otra vez que pare, y rezará a su Dios con la voz ahogada para que esa bestia se apiade de su Mariquilla. Pero María ni siquiera intentará protegerse, porque el dolor físico no será nada en comparación con ese puñal hendido en lo más profundo de su alma. A pesar de todo, no podrá borrar una sonrisa de su rostro mientras sienta la certeza de que su destino y el de David estarán siempre entrelazados.

María cierra lentamente sus ojos grises. Su pecho apenas se levanta al respirar y su corazón se ralentiza. Una última lágrima resbala por su mejilla de porcelana. El eco de una melodía algo raída por la humedad llena cada rincón de la estancia y escapa como un suspiro por la ventana.
-Sigues teniendo las manos tan frías como siempre-el tacto de una mano cálida sobre la suya devuelve fugazmente un destello de luz a su mirada.
En la orilla de su cama, un joven de ojos verdes le sonríe y le regala un beso.
-Por fin vienes a buscarme, sabía que regresarías a por mí-le devuelve la sonrisa, tímidamente-Llevo toda la vida esperándote y, ya ves, ahora es demasiado tarde. ¿Por qué te has retrasado tanto?-le reprocha, mimosa.
El joven le ayuda a incorporarse y la toma entre sus brazos.
-Mi vida, si es la misma hora de siempre…-de fondo, repiquetean exhaustas las campanas de la iglesia de la plaza indicando que son las seis-Pero hoy es un día especial. Por fin ha llegado el momento de cumplir nuestro destino y marchar juntos muy lejos de aquí. Yo te guío, que ya conozco el camino. Por cierto, estás hermosa con ese traje.
-Gracias-María se atusa su mejor vestido, turquesa y ribeteado con terciopelo beige alrededor de la cintura-Por cierto, ¿son nuevos tus zapatos?-se cogen de la mano e inician la marcha.

4 comentarios:

  1. Nada que reprochar en relación al estilo. Un relato perfectamente narrado desde mi punto de vista.

    Quizás se podría mejorar el final esbozando, en unas pocas líneas, cómo terminó María sola el resto de su vida en la residencia(por parte de su familia, que por parte de David más o menos la historia lo sugiere).

    Tengo una duda:

    "Por fin ha llegado el momento de cumplir nuestro destino y marchar juntos muy lejos de aquí. Yo te guío, que ya conozco el camino."

    En esa frase das a entender de que David no llegó a su cita porque murió de alguna manera?

    Un saludo.

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  2. Javi, quizá hubiera sido una buena opción incluir lo que me recomiendas para "retratar" mejor la situación de María. En realidad, mientras lo escribía me surgió esa duda, pero preferí centrarme en la historia de los dos.
    Por otro lado, es buena tu intuición. David no acudió a su cita porque murió (por algo que no se sabe)
    Muchas gracias por tus comentarios!!! Un saludo!!

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  3. Muy bueno el descenso sobre la historia. Me gusta el contraste de velocidades, lo que ocurre dentro y fuera de su cabeza. Yo diría que terminó sola en la residencia porque escapó de su familia, y si David murió, ella no buscó otra persona (pura proyección, pero es lo que me sugiere).

    Jopé, qué triste :*)

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  4. Jalocebo, tu intuición es buena. Al escribir el relato, tenía esa idea en la cabeza, aunque he preferido dejarlo un poco a la imaginación del lector. Gracias por tus comentarios.

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