Visita de Rigor
Ayer llamé a Marcelo para felicitarle por el nacimiento de su nueva hija y lo encontré, como era de esperar, muy alegre. Estaban en casa en ese momento y se disculpó por no haberme contestado la llamada que le hice justo el día del parto, ven cuando quieras a conocerla Fede, y allá que fui. Muy expectante porque Marcelo es un amigo de la infancia y yo estaba deseando verle desenvolverse con su primera hija.
Él mismo me abrió llevando puestas sus gafas de ver de cerca, que le otorgaban una imagen distinta a la que solía ofrecer en el bar irlandés donde a menudo bebemos cerveza. No me dio un abrazo, cosa que solemos hacer cuando nos vemos, porque tenía los dos brazos ocupados: en lugar de la jarra de Guinness habitual, llevaba un chupete en la mano y unos pañales bajo el otro brazo. Has venido en el momento oportuno, Fede, vas a ver cómo la cambio. Sonriente, tranquilo y orgulloso, me invitó a pasar y me presentó a sus cuñados, que también estaban allí de visita. Esperó a que besara a Ana, su mujer, que se encontraba reposando en el sofá y hablando por teléfono con alguna amiga, creo que Marta, que va ser madre también en breve. Juntas han preparado todo lo necesario para el embarazo, especialmente una lista con todas las cosas que van a necesitar para la estancia en el hospital. Una maleta hecha con muchísima antelación, que ya era conocida por todos los de la pandilla como “la maleta de emergencia”. Tu sabes lo previsoras que son las mujeres, me solían decir Marcelo y Pedro, el marido de Marta, cuando hablábamos de esto. Y cuando se casan, más todavía, añadían siempre. Yo no les quitaba nunca la razón, por si acaso.
Mira como tu amigo cambia a la niña, te vas a divertir, dijo Ana con ironía, y siguió hablando por teléfono… Tú descansa, descansa, es que ¿sabes Fede?, cuando ha venido su familia y los demás amigos se ha estado levantando, mostrándose estupenda y fantástica; pero cuando la gente se va, emerge su lado oscuro y a mi me pide que le acerque incluso el mando que tiene a punto de morderle al lado del sofá.
Tras el saludo me enseñó a Lucía, dormidita en su carro, esto me va a cambiar la vida, y sonrió mientras los ojos le brillaban.
Me contó que la noche del parto no eran totalmente novatos, hemos tenido dos falsas alarmas que nos han venido muy bien, ¿sabes Fede?, para actuar el día en cuestión. Cuando me lo contaba, Ana soltó el teléfono, ¡qué marido más limpio tengo!, y tú estás hecha una glotoncilla. No entendí a que se referían.
Al parecer la primera falsa alarma sucedió una semana antes cuando Ana, asustada, le dijo que tenía contracciones. No salieron al hospital inmediatamente, si no que ella se dispuso a añadir algunas cosas a la “maleta de emergencia”. Mientras Ana daba los últimos toques a la maleta, Marcelo se dispuso a ducharse, es que Fede, hay que actuar con tranquilidad cuando empiezan las contracciones ya que se dispone de dos horas para llegar al hospital. Mi amigo estaba hecho un profesional. Una vez estuvo él duchado y ella tuvo preparada la maleta, salieron en su coche sin prisa pero sin pausa. El personal les atendió y preguntó por qué estaban allí y ella les describió cómo eran aquellas contracciones. Pero era tanto el tiempo que transcurría entre una y otra, que el médico les tranquilizó y les mandó de vuelta a casa. Este fue el ensayo número uno.
La segunda falsa alarma ocurrió el día antes de dar ella a luz. Esta vez fue de mañana, y pararon a desayunar en el único bar que hay abierto temprano, ese que ponen unas tostadas de manteca colorá que están de muerte, dijo Ana, que estaba al teléfono y pendiente de las historias que me contaba Marcelo. Sabían que tenían dos horas para llegar y claro ¿por qué no?, fueron a desayunar y Marcelo me lo contaba también riéndose. Esto fue ya, redoble de tambores, el ensayo general. Es que Ana no perdona un desayuno, dijo Marcelo.
Cuando llegó la tercera ocasión, cómo no, él se dispuso a ducharse. Ella no le objetó nada… hasta instantes después, cuando rompiendo aguas le gritó ¡no te duches!. Era de madrugada, no les entorpecía el tráfico, pero él notaba por los gritos de Ana que esta vez sí era la definitiva y que no volverían siendo dos sino tres. Digamos que se abrió el telón y tuvo lugar el estreno de la obra, aquí no podía fallar nada, ésta era la buena. Así que no hubo tiempo para duchas, no hubo tiempo para desayunos, y claro, tampoco hubo tiempo para coger la maleta tan concienzudamente preparada…
Realmente no se de qué les sirvieron aquellos dos ensayos.
Marcelo y un pinchazo de jeringuilla, Marcelo y la sangre, Marcelo y las alturas, Marcelo y el parto de su mujer…pocos hay tan aprensivos como él. Cuando teníamos dieciséis o diecisiete, en la feria si conocíamos algún grupo de niñas y nos dirigíamos con ellas a la calle del Infierno, él era el único que no se subía al “martillo” o al “enterprise”, los “cacharritos” que más desafiaban la gravedad. Y conociendo a Marcelo, aquello era síntoma de verdadero pánico, porque de nuestra pandilla, era el que más competía por las chicas. Ni siquiera ante ellas y en aquellos tiempos de lucha por la más guapa, había tenido nunca reparos en confesar su miedo a las alturas, a saltar al agua desde más de un metro y por supuesto, su pánico a la sangre. Pero el día del parto no se acobardó y allí estuvo, viendo salir a su niña de la barriga de su Ana. En plena vorágine de ventosas e instrucciones de matronas y enfermeras, nervioso pese a la valentía de estar allí, le susurró asustado a Ana, que estaba resoplando, sudando y empujando, si le dolía: no mucho, no mucho, y ella siguió en lo suyo que era esforzarse en sacar a Lucía. Pero cuando uno del personal sanitario se le subió a Ana en lo alto para hacer presión, Marcelo casi se sale impresionado.
Vio a su hija salir del vientre de su mujer como algo azul e inerte, que después colocaron junto a una luz de las que allí les ponen al nacer, tío, empezó aquella cosita a respirar, inflándose y desinflándose muy muy despacito. Digamos que la obra fue correctamente interpretada por las actrices principales, Lucía y Ana, pero Marcelo no se quedó atrás en su actuación.
Se le dio muy bien hacer de marido durante el parto, y mostrándose ya experto en esta materia, daba consejos a Pedro, nuestro amigo casado con Marta. Este muy pronto se iba a ver en el mismo brete y Marcelo le animaba a que fuera al paritorio, que no tenía nada que temer de estar allí para ver salir a su hija. Mira, si hay un problema, te echan inmediatamente, en realidad estar allí es un motivo de tranquilidad, porque significa que todo está bien. Parecía ya un profesional en esto…
Ahora, tres días después la niña dormía en su salón. Y Marcelo estaba a punto de cambiarla. La colocó sobre una mantita encima de la mesa. El cuñado se alejó con discreción, Ana seguía en el sofá, había terminado ya de hablar por teléfono, pero tenía que descansar. La cuñada se colocó al igual que yo a ver cómo lo hacía. La niña lloraba desconsoladamente y él intentaba calmarla con algunas palabras cariñosas.
Lenta y cuidadosamente le fue quitando la ropa, de la que sólo se salvaba de las manchas el gorrito de lana que protegía del frío la cabecita del bebé. Apartó las demás prendas porque cada una llevaba, en mayor o menor medida, una porción de caca. La niña no le daba tregua con el llanto y Marcelo intentaba calmarla, pero no le resultaba fácil, lo hago lo mejor que puedo pequeñita, como si pudiera entenderle. Coge la crema del culito, Marcelo, dijo Ana, es que no se donde está.
Pero la niña, claro, seguía llorando sin descanso, desnudita sobre la mesa. Él cogió unas toallitas húmedas y de una pasada dejó limpia a la niña y se dispuso a colocarle la nueva ropita. Al levantarla no acertaba a introducir los bracitos en la prenda de lana, me acercó un momento la prenda mientras recolocaba a la niña entre sus manos. Al revés, al revés, dijo la cuñada levantándose, y él se retiró de la faena dejando que ella la terminara. Yo lo hubiera acabado, dijo, pero me he puesto nervioso con tanta gente mirando. La cuñada sí supo introducir los bracitos a la niña por las mangas de la prenda; luego la depositó en la mesa para abotonarla. Y en ese preciso instante, incomprensiblemente, la niña dejó de llorar, y Marcelo cambió su anterior cara de concentración por una cara de no entender nada. Ana seguía en el sofá descansando.
Marcelo reconocía sin ningún tipo de vergüenza su inexperiencia e incluso la de su mujer en el tema de los bebés: el día que nació la niña les lloraba y no sabían por qué. Sed no era, hambre tampoco, y barajaron la posibilidad de que se hubiera hecho caca, pero lo descartaron, como no había comido nada, no podía habérselo hecho. Pero la miraron debajo de los pañales y por supuesto que se lo había hecho. Como si de algo grave se tratara, se dirigió preocupado a avisar a la enfermera. Al parecer la que estaba de turno se quedó muy sorprendida, mirándole asombrada de lo que el padre le estaba insinuando. Este sin dar demasiadas explicaciones, bajó la mirada, se dio media vuelta, y resignado comprendió que aquello era algo que no tenía vuelta atrás, lo había estado negando, pero tenía que asumirlo: aquella enfermera no iba a hacerlo, tenía que cambiar a la niña él mismo. Ahora o nunca, se dijo, y esa fue la primera vez que cambió los pañales a Lucía.
Hablamos de otras cosas y de vez en cuando me decía mírala, mírala Fede, está siendo una niña muy buena, no ha llorado ninguna noche. Claro que solo tenía tres días. Aún así la madre no había conciliado el sueño desde que la tuvo. Con su humor irónico Marcelo recordó cómo la noche del parto, en medio de las dolorosas contracciones previas a la epidural, su mujer le dijo casi llorando que aquel sería el último hijo. Ahora se reían los dos y miraban a la niña.
Cogió las ropitas sucias y preguntó a Ana qué hacía con ellas. Ella puso cara de resignación y le dijo que los colocara en la ropa sucia, que ya le daría ella mañana con detergente y a mano. No tengo ni idea de donde están las cosas del bebé por la casa, pues ya es hora de que lo vayas aprendiendo.
Los cuñados dijeron que se iban, yo también debía irme. Él subió a la planta de arriba a por la crema de la niña –creo que estaba intentando enmendarse- y nosotros ya estábamos despidiéndonos. Los cuñados casi salían por la puerta cuando él les gritó desde la planta alta que por favor se esperaran, y bajó y les despidió. Luego me quedé a solas con él en la puerta de la casa, ¡a ver si vienes otro día con tu novia, para que conozca también a Lucía!, menos mal que Ana hoy ha descansado... ahora podré descansar yo. ¿Nos veremos por el irlandés algún día de éstos?, le pregunté. Fede te dije que la niña me va a cambiar la vida…pero no tanto, ¿nos tomamos una Guiness este miércoles? Hecho, le dije. ¿Crees que Pedro vendrá? Puede ser, si Marta le deja. ¿Sabes que ha metido la “maleta de emergencia” en el maletero del coche? Se lo aconsejé yo… Si es que estás hecho un profesional, Marcelito. Y sonriendo y alegre, con sus gafas de ver de cerca y sus ojos ilusionados, me dio un abrazo y nos dijimos adiós hasta el miércoles en el irlandés.
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