Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

2/5/09

-Relato 2 de María Perea

¡Hasta el infinito, y más allá!
Venga chicos, acercarse un poco más que hay sitio para todos. Esta tarde os voy a contar lo divertida y maravillosa que es la vida, incluso cuando menos lo esperas. Eso sí, tenéis que prestar atención porque esta historia no aparece en ningún libro ni se ha estrenado aún en los mejores cines. Podría decir que sucedió en un tiempo y un reino muy lejano, pero en verdad pasó hace unos seis meses en mi apartamento.
Los rayos de sol entraban juguetones por la ventana de mi habitación, decidiendo que ya no era hora de seguir en la cama. En verdad, no podía recordar si llevaba ahí unos segundos o varios días, pero no me importaba en absoluto. Cerré los ojos con fuerza, intentando volver a sumergirme en cualquier sueño que hubiera dejado a medias. Sin embargo, la única sensación que me embargaba era la de estar cayendo en un pozo sin fondo. ¿A que os ha pasado alguna vez?. Y además, debía haber mucha humedad, pues un escalofrío recorrió mi espalda y sentí un gélido hormigueo en la nuca. Me tapé la cabeza con las mantas, buscando calor, pero ni con esas. Y pensé que porqué era tan difícil hacer surf con Orlando Bloom o escaparme al Tibet con Brad Pitt. Pues nada, si mis días eran aciagos mientras estaba despierta, en mis sueños tampoco encontraba mucho aliciente que digamos.
¡Ay!. Qué difícil es que te descubra el alba sin un sólo sitio al que tener que ir, sin una sólo persona con la que intercambiar un saludo o cualquier frase tonta acerca del frío que hace y las ganas de estar en la playita tomando el sol. Bueno, en verdad no me gusta encroquetarme con la arena ni tener que aguantar los niños de la sombrilla de al lado berreando como las cabras del monte. Pero cuando estás con alguien, todo es mucho más divertido. ¿A que lo pasamos bien cuando fuimos todos juntos este verano? Hicimos un castillo de arena tan grande que nos podríamos haber quedado allí a vivir.
Pero volviendo a mi historia, tengo que aceptar que me desperté totalmente ajena al día que me esperaba. Divagaba acerca de seguir otra eternidad en la cama o si mejor poner la tele en el salón y dejarme caer en el sofá. Sí, creo que esa segunda opción era la mejor sin duda alguna, pues escuchando cómo Rodolfo Miguel abandonaba a Gabriela Emilia conseguiría volver a conciliar el sueño. Tal vez así lograra despertarme a tiempo para enterarme de la confesión en exclusiva de los cuernos que le puso la ex del primo de los teloneros de aquel grupo tan desfasado al cuñado de la ex del sobrino de ese politicucho corrupto.
Así de complicada era mi vida cuando llamaron al timbre, ¿o tal vez era al telefonillo?. Hacía tanto tiempo que no oía ni lo uno ni lo otro, que la confusión hizo que me sintiera aún más boba. Quizá era el cartero que, por error, había llamado creyendo que era el B en lugar del D. O tal vez mi madre que, por fin me hizo caso y llamó en vez de usar esa copia de mi llave, que promete que le di hace tiempo y que voy yo y me lo creo. Bueno, ya sabéis cómo son las madres, muy pesadas pero son las que siempre están ahí, así que hacerle caso aunque sea de vez en cuando, ¿vale?. Total, ¿o me estaba buscando Orlando Bloom con su tabla de surf para decirme que llevaba una hora esperándome y que nos estábamos perdiendo las mejores olas? Sí, claro, era él, y yo con mi camisón de muñequitas y abrazada a mi osito de peluche. Lo siento Pancho, te quedas en la cama, le dije. ¡Dios! Estaba a punto de conocer al hombre de mi vida y él me confundiría con la niña de monstruos s.a., en el mejor de los casos, o con la niña del exorcista, seguro, con mi tez verdosa y estos pelos encrespados por la humedad. ¡Ay, tengo que dejar de ver tanta tele!, ¿verdad?.
Total, que volvieron a llamar otra vez con más insistencia. ¡Claro, si es que tan indecisa no se puede ser! Me destapé y con más agilidad de la que me recordaba me subí a mi silla de ruedas y cabalgué hasta la puerta. Antes de abrir, me embargó la duda de si Orlando entendería mi perfecto inglés o si preferiría hablarme en andaluz. Cuando abrí, me quedé perpleja al ver que no había nadie. Ya, si en verdad lo de Orlando era por decir, si te estaba esperando a ti Brad Pitt, ¿no te habrás puesto tan celoso que pensarás volver con la Angelina Jolie, no?. Me vi de refilón en el espejo de la entrada y entendí que se habría vuelto al Tibet. No pude contener una carcajada y entonces me prometí que un año de estos me peinaría, seguro. En fin, pensando de nuevo en Rodolfo Miguel y en Gabriela Emilia, decidí que ver lo infelices que eran era mi mejor plan. ¡Qué ilusa!
Cuando estaba cerrando la puerta, sentí cómo una estampida se colaba hasta lo más profundo del desorden de mi palacio. Bueno, vale, un pequeño apartamento pero con suficiente espacio como para que a mi madre le dé un ataque de nervios cuando ve que nada está donde dice que debe estar. En fin, a lo que iba, que el corazón me dio un vuelco y lo primero que se me ocurrió para defenderme fue coger el jarrón de porcelana de nosédonde que mi cuñada me trajo con todo el amor de su alma. No es que yo quisiera deshacerme de él, claro que no, pero si se rompía en defensa propia su muerte sería por una buena causa, ¿verdad?.
En fin, que en un abrir y cerrar de ojos, la fiera regresó para acabar conmigo y se situó delante de mí, moviendo la cola, y llevando mi oso de peluche en su hocico. Vienes pisando fuerte, ¿eh?, le dije cara a cara, más valiente que Woody Allen con su pistola de jabón en “Toma el dinero y corre”. Así estaba yo, con el jarrón en alto, dispuesta a negociar con el secuestrador y a entregarle mi arma con tal de que me devolviera a mi Pancho con todas sus pelusas, cuando caí en la cuenta de que ya le conocía. Claro, si había estado años y años escribiéndole al ratoncito Pérez, a los Reyes Magos, a Papá Noel, al borreguito de Norit, a los Simpsons… para pedirles un bichito como ese pero nunca me habían respondido. Mi madre me decía que era muy caro y que todos estaban ahorrando para sorprenderme cuando menos lo esperara. Y ciertamente, después de casi veinte años, lo último que esperaba era que llamase a mi puerta y que quisiera acabar con mi Pancho. Y yo con esas pintas…
Un labrador, aquí le veis, con el pelo muy rubio, los ojos color carbón brillante, las orejitas caídas y con cuatro patas muy firmes, qué envidia… Ahora es bien diferente, pero cuando le conocí llevaba una cinta rosa pastel alrededor de su cuello, acabada en un lazo demasiado cursi como para ser real. Enganchado a una cadenita de plata, caía un pequeño sobre que acabaría con toda la intriga de aquella mañana tan irreal. Tenía la sensación de que en cualquier momento aparecería bajo el fregadero algún ex triunfito confesándome que todo era una cámara oculta y que aquel perro en realidad era Orlando Bloom disfrazado. Pero el tic tac del reloj de la cocina continuaba y yo decidí dejar esa mueca de ¡Oh, no me lo esperaba!.
Solté el jarrón, otra vez será, y decidí acercarme a la fiera con decisión, aunque no tanta como Ángel Cristo en sus años de mozo. A fin de cuentas, nadie me estaba viendo y podía permitirme no lucir mis mejores poses. Sujeté las ruedas de mi silla con mis manos y las giré, así, aproximándome a cámara lenta, como en las mejores películas del Oeste. A fin de cuentas, con ese moño tan fresita no tenía pinta de ser demasiado agresiva. Porque con ese lazo pasteloso sería una perrita, ¿no? ¿O un perro gay?. ¡Ay, no! Que lo mismo era metrosexual y el Galiano canino había decidido que en esa temporada su look era de lo más fashion. ¡Menudo lío!. Bueno, bueno, Danny, no te enfades porque sabes que lo que cuento es real, ¿a que sí? Claro, me tomaré ese ladrido como un sí.
Vaya, pensé entonces que podría haberme asomado a la puerta o a la ventana para ver si alguien huía con las huellas del delito. Mira que meterme un bicharraco en casa e irse como si nada… De todos modos, para mí era tan temprano que seguramente aún no habrían ni puesto las calles. En ese caso, ¿había aparecido por arte de magia el secuestrador de mi Pancho?. Ya era hora de resolver tanto misterio, aunque no estuviera David Duchovny, ¿verdad chicos?. A fin de cuentas, Scully era la que lo solucionaba todo mientras Mulder no hacía más que ver extraterrestres por todas partes.
En esas estaba, pensando cómo aproximarme a la fiera, cuando alargué la mano y la tonta soltó inmediatamente a Pancho y me la lamió. ¡Qué tonta! Seguro que no se había leído ni el guión. No podía ser tan sencillo, sino la película acababa muy pronto. Una vez eliminada toda intriga, y con la seguridad de que mi vida se hallaba a salvo, y por supuesto también la de mi osito, arranqué de un tirón el sobre que me llamaba tanto la atención. Una vez en mis manos, me atraía tanto como el anillo a Gollum: ¡Mi tesooorooo! Dentro, había una tarjeta con tan sólo una palabra. Sólo una pero más valiosa que todas las del mundo bordadas en oro.
Coloqué la tarjeta entre la palma de mi mano y mi pecho. Mi corazón latía. “¡Vive…!” se me escapó de los labios, y esas cuatro letras acariciaron cada resquicio de mi piel. Por un instante, creo que incluso llegué a sentir cosquillas en mis piernas. Hacía tanto tiempo que no las sentía… Concretamente, 2 años, o 730 días, o 17.520 horas. Qué obsesiva puedo llegar a volverme cuando me encuentro a solas conmigo misma.
Aún podía recordar el aire de aquella fatídica noche contra mi cuerpo, y la adrenalina correr por mis venas conforme giraba el puño de mi moto. En ningún otro momento lograba sentirme tan libre, tan viva, como cuando conducía por esa carretera que creía conocer incluso con los ojos cerrados. Cada curva, cada cambio de rasante… permitía que mi cuerpo sintiera con toda intensidad por cada uno de sus poros. ¡Qué loca estaba! Chicos, prometedme que vais a tener más cuidado que yo, ¿vale?
Al volver en mí, tuve la sensación de que mi casa se hacía más y más pequeña por segundos. Tenía que salir como fuera, pero ¿cómo? ¿y adónde? Llevaba toda la eternidad entre esas paredes, o quizá un poco más, y de repente me faltaba el aire. Claro, si es que quedaba aire sólo para mí hasta que llegó ese chucho y me lo quitó, pensé confundida. Como si me hubiera leído el pensamiento, salió corriendo de la casa. No, chiqui, no te vayas, que sólo era una metáfora, no me dejes aquí, le supliqué, pero no volvió a entrar. Respiré profundamente y decidí salir a buscarle.
Al salir del portal, lo vi a lo lejos, corriendo sin detenerse, y yo deseaba ponerme en pie y salir corriendo detrás suyo, pero había faltado a tantas sesiones de rehabilitación que ni siquiera recordaba qué tenía que hacer para poner los pies en el suelo. Así que ya sabéis chicos, no seáis tan cabezotas como yo y hacerle caso a lo que os diga el médico.
El aire de aquella mañana acariciaba mi cuerpo, y esa huída hacia ninguna parte, en plan Telma y Louise, hizo que mi sangre fluyera con tal intensidad que sentía el corazón latir desbocado en mi pecho. ¿Hacia dónde iba? No tenía ni idea, pero el camino resultaba tan familiar que me daba miedo. ¿Quién demonios era ese chucho descarado que se había colado en mi casa, había secuestrado a mi Pancho y me hacía huir hacia ninguna parte?. De repente, me sentí extraña, tan lejos de Rodolfo Miguel y de Gabriela Emilia. ¿Le habría confesado ya que son hermanos?
De repente, me paré. ¿Hacia dónde me dirigía? Miré hacia todas las direcciones y tan sólo veía algunos curiosos mirándome y diciéndose cosas en voz baja, ni que yo estuviera loca. ¿O sí? ¡Dios! ¡Pero si estaba en camisón y descalza!. Ese perro me había trastornado del todo, aunque ya hacía tiempo que hablaba con los posters de mi cuarto y le respondía a la tele o a la radio, porque mi madre me enseñó que no responder cuando te hablan es de mala educación.
En fin, algo azorada, me giré para volver a casa con la cabeza bien alta, como si estuviera acostumbrada a comprar el periódico con esas pintas todas las mañanas, cuando un ladrido llamó mi atención. Y ahí estaba ese chucho, entre unos matorrales, al otro lado del parque, tan cerca pero tan lejos… Para entrar en los jardines había que subir un par de escalones y luego atravesar una pequeña acequia. Ya, lo sé, apenas son treinta centímetros, pero es que mi silla de ruedas no tenía complejo de Chitty Chitty Bang Bang. De nuevo ese ladrido, y esos ojos color carbón brillante que no dejaban de mirarme. Está bien, está bien, pero si me acaban ingresando en el psiquiátrico penitenciario me tienes que llevar un bocata con una lima dentro para ayudarme a escapar, ¿de acuerdo? Una vez hecho el pacto, respiré hondo, me apoyé en los brazos de mi silla y me puse de pie con un temblique tan sensual que ni mi Orlando Bloom se hubiera podido resistir. En fin, otra vez sería. Acordándome de lo tranquila que estaría la señora madre de ese chucho que hacía conmigo lo que quería, avancé hacia los escalones, que cada vez se me antojaban más lejos.
Subí uno, luego el otro… y cuando casi empezaba a escuchar los aplausos de la afición, mi rodilla derecha decidió quedarse sin fuerzas y ya me vi inventando alguna excusa acerca de mi pasión por bañarme en aquella charca. No sé qué extraña pericia me evitó ese destino y caí de culo manteniendo una pose bien digna. Y yo que quería plagiar a Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. Ya, no tenía un minino, pero ahí estaba mi chucho, y tampoco estaba Marcello Mastroiani, pero aquel vagabundo del banco de la esquina podía dar el pego, ¿a que sí?. Bueno, vale, no es lo mismo, pero mi imaginación es así de caprichosa.
La fiera se acercó a mi lado tan veloz como un rayo y comenzó a lamerme la cara. No sabía de dónde había salido, ni por qué había llegado a mi vida, pero caí en la cuenta de que ya no podría separarme de su lado. Llevaba dos años de lo más apático, y en menos de lo que canta un gallo ese chucho había conseguido sacarme de casa y hacerme andar. Sí, apenas unos pasitos tan inseguros como los de un bebé que quiere dejar de gatear, pero me quedaba mucho por descubrir, y ese podría ser mi compañero de viaje. ¡Hasta el infinito, y más allá!. Eso sí, para luchar contra los villanos, ese lazo rosita no era de mucha ayuda. Al quitárselo, vi que llevaba un collarín con una pequeña chapa en la que estaba inscrito el nombre “Danny”. Y yo que pensaba que el destino había jugado sucio conmigo…
De repente, llegó hasta nuestros oídos una canción que se escuchaba cada vez más cerca. Vaya, pensé, pues si nuestra primera aventura ya tenía banda sonora y todo, eso prometía. Se escuchaban las voces y silbatos aproximándose, y yo en el suelo de aquel parque con mi camisón y mis pies helados junto a mi nuevo amigo Danny.
Bueno, y el resto ya lo sabéis. Eran vuestras madres las se estaban manifestando para exigir al Ayuntamiento parques y zonas de juego más accesibles para sus pequeños, para vosotros. Algunas se acercaron a mi vera, me echaron un abrigo sobre los hombros y me ayudaron a volver a mi silla de ruedas. Y allí estabais vosotros, mis niños, que en lugar de asustarse de mis pintas me disteis chuches y coca-cola. Y también a Danny, que con sólo recordarlo ya empieza a babear.
Por cierto, ¿queréis saber cómo supe definitivamente que Danny debía quedarse conmigo?. Pues muy sencillo, al volver a casa, entró como un rayo para recoger a Pancho del suelo y colocarlo en el sofá. En el camino, tropezó con la mesita de la entrada y, lamentablemente, se cayó al suelo ese jarrón de nosedónde que mi cuñada me regaló con todo el amor de su alma, haciéndose añicos. ¿Qué más le podía pedir?
Así que nada chicos, aquí estamos hoy de nuevo, en el mismo sitio en el que tuvimos nuestro primer extraño encuentro. Bueno, ahora podemos entrar en el parque y disfrutar de los columpios. Y nada, así acaba la historia que prometí contaros ese día en el que vosotros y Danny cambiasteis mi vida. Aunque, en realidad, la historia no acaba aquí, sino que esto no ha hecho más que empezar. Todos juntos chicos; ¡hasta el infinito, y más allá!

2 comentarios:

  1. Muy bueno el tono de humor que se le da al relato. Una prosa muy fresca que se lee sin dificultad

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  2. Muchas gracias Javi, me alegro de que te haya gustado.

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