Mi compañero de piso
Con lo modosito que parecía el menda la primera vez que lo vi, tan gentil y tan correcto, ¿quién me diría a mí que iba a convertirse en la más obsesiva de mis pesadillas durante aquella estancia en Granada? Andaba yo buscando piso y tras quince días sin conseguirlo mi situación era desesperada. El dinero reservado se me estaba yendo en aquel hotelucho de mala muerte y solo me quedaban dos opciones: o encontraba pronto alojamiento o me tendría que ir a dormir al Darro. ¡Y con el frío que hace en Granada en invierno! Julio estaba sentado en la agencia de Paula, con esa carita de no haber roto nunca un plato y cuando me dijeron que él estaba tan desesperado como yo y que había un bonito piso en la barriada Cervantes para compartir, no lo dudé un momento. Acepté a mi nuevo compañero y firmé el contrato casi sin mirar. Solo había un problema. Mi permanencia en Granada sería de casi un año y él se iría en diez meses, pero dadas las circunstancias, este hecho se podía considera como un mal menor. El casero solo nos impuso una condición: “no podéis meter a un tercer inquilino en la casa”, “¡claro, por supuesto” le respondimos los dos jocosos al unísono leyéndonos el pensamiento y dando por hecho de que era imposible que lo supiera en caso de que algún día nos atreviésemos a traernos a vivir a otra persona. Perdimos la cara de hilaridad cuando Paula nos dijo que la hermana del casero era la vecina de la puerta de enfrente. ¡Pues empezamos bien!
A la primera mañana, ya empecé a comprender que la convivencia con aquel individuo no iba a resultar fácil. Lo primero que hizo al despertar fue encender el equipo de música y poner a todo volumen una de esas insoportables canciones de música electrónica con un constante y ensordecedor pum pum pum pum pum ¡Con lo tranquilito que estaba yo en el sillón del salón tomándome un colacao! Y estaba asimilando yo que no se trataba de una sola canción, si no que más bien, aquel irritante traqueteo que padecía en los tímpanos, se iba a prolongar de manera indefinida, cuando me espetó que aquella noche íbamos a tener una fiesta de inauguración, porque él había estaba viviendo en Francia y allí se organizaba la fiesta de la cremallera cada vez que se estrenaba un piso, él no podía ser menos. Y que yo no debía preocuparme, pues él lo había organizado todo; había invitado ya a sus compañeros de la Facultad y yo solo tenía que poner 10 euros si quería asistir. ¡Lo que me faltaba por oír!
Invité a mi fiesta a mi amiga Matilda, que era la única persona con la que pude intimar durante aquellos quince días. Vino acompañada de su amiga Olga, agradable mujer soltera con la cual pude conversar a solas mientras mi amiga Matilda se tomaba una copa en la cocina. Con tan placentera compañía y con las dulces miradas implícitas que nos echábamos, ya no me parecía tan mala idea celebrar una fiesta en mi propia casa por todo lo alto, pues al fin y al cabo, era una oportunidad de conocer a gente nueva. Pero aquello, solo fue un espejismo que duró muy poco. No tardó en llegar la gente y con ella el jaleo, y la música cada vez más fuerte, y aquel negro pestoso que no dejaba de sobar a las mujeres, y Julio rodeado de varias chicas, fumando porros sin cesar y ofreciéndole a todo su séquito, que entusiasmadas aceptaban el “manjar”, y la gente borracha cantando y gritando, y tirando el papel higiénico a modo de serpentina en la cocina, y los borrachos vomitando, en el mejor de los casos, o intentando mear , sin lograrlo, a través de las ventanas abiertas del salón. ¡Y con el frío que hace en Granada en invierno! A las 2 de la mañana me fui deprimido medio llorando a mi cuarto. Solo mi amiga Matilda fue a consolarme. ¡¡Es que era el único gilipollas que no se estaba divirtiendo!! Y entonces llamaron a la puerta. Cuando me acerqué, vi a Julio y a el Robert, el negro pestoso que no paraba de molestar a las chicas, hablando con el casero y con un vecino calvo, que vivía justo encima de nosotros y se identificó como el presidente de la comunidad. Julio, haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio y no caerse al suelo, balbuceando palabras inconexas y con los ojos saltones y colorados, intentaba convencer a los nuevos invitados que todo estaba bajo control, que él era un chico muy responsable y que ya que se lo habían pedido con corrección, de inmediato apagarían la música, e invitarían a los presentes a desalojar el recinto. ¡Qué escena más patética! Yo no sé cómo el casero, grande y corpulento él, no le pegó dos hostias a Julio por listillo y mí por pardillo. Por el contrario, de manera educada nos advirtió para que no se volviera a repetir aquel incidente.
La casa quedó hecha una mierda: papel higiénico adherido al suelo pringoso de la cocina, todo el fregadero con platos y vasos sucios, restos de comidas por todas partes, cristales rotos. Y claro, como al día siguiente temprano Julio estaba durmiendo, al final tuve que limpiarlo todo yo. No pude ir ni a misa de doce. ¡Con los coros tan bonitos que cantan! Una vez hube dejado la casa medianamente decente, se presentó el Robert para echar una mano. Ya que Julio aún dormía, comió en casa, y cuando el incesante pum pum pum procedente del equipo de música de Julio, anunciaba que éste se había levantado, ordenaron cuatro papeles, tiraron tres bolsas de basura y con eso, parecía que lo habían limpiado todo. ¡Vamos, si al final hasta iban diciendo que ellos dos solos habían recogido la casa sin ayuda de nadie! Y lo que es peor, Olga la amiga de Matilda se lo creyó. ¡Lo que me faltaba, joder!
Comprendí que me sería imposible convivir con este sujeto durante los siguientes diez meses si no quería volverme loco, así que tenía que idear un plan para deshacerme de su compañía. La opción más sencilla sería irme voluntariamente sin dar explicaciones pero en tal caso, él tomaría el papel de víctima y yo la de villano que lo dejaba tirado con toda la carga del alquiler. Y lo que es peor, llegaría a oídos de Olga y el ramo de mimosas que le había regalado, no haría efecto. Además, no era fácil encontrar alojamiento en aquella época en Granada. ¡Con el frío que hace en invierno en Granada! Y mientras se fumaba un porro y al mismo tiempo se preparaba el siguiente se me ocurrió otra idea. Fingiría que era el novio de Matilda, lo cuál no sería de extrañar pues siempre estábamos hablando secretamente, daríamos a entender que estamos muy enamorados y que por tanto tendríamos que trasladar a la intimidad de su casa nuestra relación. Yo me iría a dormir al sofá el tiempo que fuera necesario hasta encontrar un nuevo piso, momento en el cuál diríamos al público que nuestra relación es imposible y que no somos compatibles. Matilda, tan encantadora ella, aceptó el plan sin reparos. Sólo había que encontrar la ocasión para decírselo y ésta llegó en un par de semanas. Julio decidió que podríamos alojar a un tercer individuo en el amplio sofá del salón con objeto de ahorrarnos unas pelillas. Solo había que ser precavidos con la mirilla de la puerta de enfrente. Julio se presentó con Nicolás, arqueólogo que permanecería en Granada unos siete meses realizando unos estudios en la zona del Albaicín. Venían cargado de bolsas de cervezas, vinos, licores y un par de latitas de atún y cuando me dijeron que eran veinte euros por ser la compra de la semana exploté. ¡Pero si yo soy abstemio, joder! Tuvimos una acalorada discusión ante la tímida mirada de Nicolás: que si no friegas, que si se me caen los pelos en la bañera, que si pones la calefacción muy alta, que si no le dejo espacio en el tendedero, que si tardas mucho tiempo en ducharte y por eso tenemos humedades en el techo del cuarto de baño. Era el momento adecuado. Aprovechando que había un nuevo compañero y valiéndome de mi enojo, era la ocasión idónea para decirle en caliente que dejaba el piso y que me iba a vivir con Matilda. Sí, había que hacerlo, así que me llené de valor y en ese preciso instante recibí un mensaje en el móvil de Matilda: “Aborta misión, ya no puedes venirte a mi casa”. Mi amiga se había enrollado con un chico ante innumerables testigos. Ya nuestra historia, no hubiese sido convincente. ¡Ay Matilde! ¡¿Cómo me pudiste hacer esto?! ¡Y encima con el borracho que tiraba el papel higiénico a modo de serpentina en la fiesta de mi casa!
Las siguientes semanas las pasé deprimido escuchando el insufrible pum pum pum procedente de la habitación de al lado. Teníamos visitas constantemente y siempre preguntando por Julio. Al principio me pareció que eran unos pocos amigos fumando sus porros. Pero pronto comprendí que se trataba de algo más grave. Caminaba por la calle y desconocidos me decían: “dile a Julio que me pasaré a las seis con el Robert” o también “que Julio me reserve diez”. Llegaba al portal de casa me encontraba a algún despistado preguntando por Julio. Y cuando entraba en casa, solía haber una cola de tres personas delante de una mesa mientras Julio despachaba con unas piedrecitas color de chocolate a la persona que tenía en frente, ante la atenta mirada de el Robert que siempre lo acompañaba. Sus antecedentes como camello eran amplios. En Francia controlaba un par de parques en Grenoble, allí sí que distribuía el hachís a gran escala, consiguiendo una considerable clientela el año que estuvo viviendo en aquella ciudad. Y ahora en Granada se estaba intentando abrir un huequecito en el sector. La policía en Francia lo tenía fichado y requetefichado al igual que la suiza. Una vez me contó que se disponía a cruzar la frontera suiza con varias bolsitas camufladas en las ruedas, él lo hacía con frecuencia y conocía los puntos y las horas en los que no había controles. Pero en aquella ocasión se equivocó. Los perros de la frontera lo delataron y tuvo que pasar una noche desnudo en el calabozo.
Por aquel entonces, mi única ilusión era intentar comenzar una relación con Olga. Le seguía regalando ramos de mimosas y parecía ella siempre tan acaramelada conmigo. Hasta que un día, Julio le ofreció una flor silvestre, bastante cutre por cierto, y se la llevó a la cama, y lo que fue peor, tuve que soportar despierto los grititos de placer de la niña. ¡Y cómo gemía la niña! ¡Con lo enamorado que estaba yo de ella!
A la semana siguiente encontré a Olga desconsolada, llorando en los hombres de mi amiga Matilda, profiriendo improperios hacia Julio, clamando venganza. No podía comprender cómo alguien que se había acostado con ella, en aquel momento pasaba de ella, “con las cosas tan bellas que me decía y las flores silvestres tan hermosas que me regalaba”. ¿Y mis mimosas? ¡¿No eran bonitas?! En un arrebato de furia le escuché decir que jamás le perdonaría, que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa con tal reponer el agravio que ella injustamente había sufrido, que desde aquel instante no pararía hasta encontrar la manera de ver humillado a Julio, “estoy dispuesta a hacer cualquier cosa”.
Encontré a Nicolás escuchando el sórdido pum pum pum que inundaba la casa, con las maletas preparadas pues se iba de vacaciones un par de semanas y me despedí de él. Julio estaba con una mujer rubia que no paraba de darle besos en el cuello. Cuando la mujer se fue y entró en la puerta de enfrente sentenció:”tuve que hacerlo, sabía que teníamos un tercer inquilino y nos habría denunciado al hermano” y mientras yo pensaba cómo una chica tan dulce como Olga se podría haber enamorado de un papanatas como Julio, él seguía argumentando:”además, es una mujer madura, con mucha experiencia. Hasta me ha hecho el perrito en la cama”. ¡¡Y a mí para qué me cuenta tantos detalles!!
En estas se fue con el Robert a trapichear con sus cosas, sin quitar la música, ¡pensaría que me gustaba! Y apenas tuve tiempo para apagar el equipo cuando sonó el timbre de la puerta. Era el presidente, el vecino calvo que vivía encima de nosotros. Se me hizo un nudo en el estómago. Me rogó muy educadamente que bajáramos el sonido de la música, que normalmente estaba muy fuerte y que ya varios vecinos habían protestado.¡¡¡¡¡Pero si a mí me gusta la música clásica, coño!!!!! Le confesé que yo era una víctima más y que en realidad no soportaba más aquella situación y que no veía la manera de echarlo. El presidente me comentó que la policía no podía detener a nadie por poner la música fuerte, otra cosa bien distinta sería que hubiese malos tratos o agresión sexual pero que él personalmente no había escuchado nada sospechoso y que por lo tanto, no podría presentar la correspondiente denuncia. En aquel instante fue cuando se me ocurrió la gran idea. Tenía un nuevo plan para expulsar a Julio de casa y esta vez no podía fallar. Era bien sencillo. Olga iría a hablar con Julio a casa para aclarar sus temas. Tendría que ir un domingo por la mañana pues por las tardes siempre había mucho ajetreo con la venta del hachís. Entonces en el momento oportuno, nos presentaríamos el presidente y yo, y justo en ese instante, ella fingiría estar siendo sometida a abusos sexuales ante la atónita mirada de los dos testigos. El presidente tendría motivos para denunciarlo a la policía y al casero, el cuál lo expulsaría inmediatamente. Cuando se lo narré a Olga, ésta parecía entusiasmada. Podría por fin utilizar sus argucias de mujer para vengarse de Julio. Y así me lo dijo. Convinimos ejecutar el plan el domingo siguiente y así lo dispusimos. Como Olga llegaría a la una de la tarde yo fui a la misa de doce en la iglesia donde cantaba un coro acompañado de un órgano. Al salir, con su entonación correspondiente, cantaba contento y feliz un fragmento de la misa en si menor de Bach que acaba de escuchar:” Osanna, osanna” no paraba de repetir. Era un momento de tensión de magnífica espera tomándome un café sin ganas. A la una y cinco minutos, Olga me hizo una llamada perdida al móvil, lo cuál significaba que había llegado a mi piso y que estaba preparada para actuar. Me encontraba a apenas quince minutos de casa y aceleré el ritmo. Al abrir la puerta del portal mi euforia era tal que seguía entonando:”Osanna in excelsis, osanna in excelsis”, llamé al presidente y le pedí que viniera a casa para mostrarle la humedades del cuarto de baño, él rápidamente accedió y de camino aprovecharía para recriminarle a Julio que pusiera la música tan alta. Realicé una llamada perdida a Olga que significaba que nuestra aparición era inminente y que estuviese lista. Tomé aire, cogí la llave, la introduje en la cerradura. Abrí la puerta. Entonces mis ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. Olga estaba completamente desnuda en el sofá del salón acariciando el miembro de Nicolás y haciéndole una felación a Julio. ¡¡Estaban haciendo un trío!! ¡¡Pero será guarra la tía!! ¡¡Y para eso le regalaba yo ramos de mimosas!! El presidente con buen criterio decidió no pasar y yo entré rápido en mi habitación con un lacónico “hola”. A los diez minutos Julio llamó a mi cuarto y me invitó a que me uniera,” no gracias” le dije, “tengo dignidad” pensé y me fui al cuarto de baño no precisamente a mirar las humedades del techo.
Asimilé que durante los siguientes cuatro meses viviría en esas condiciones, ¡si ya llevaba seis!, podría resistirlo. Las cosas no cambiaron aunque yo intentaba estar siempre alejado de casa. Julio seguía trapicheando siempre en compañía de el Robert que hacía las veces de lugarteniente. Continuaba llevándose a toda clase de mujeres las cuales quedaban prendadas de sus encantos, no paraba de fumar sus porros, y por supuesto ponía aquel atronador pum pum pum cada vez que se levantaba. Llegó la fecha en la que faltaban tres días para la partida definitiva de Julio. Nicolás hacía tres semanas que ya no estaba y entonces le dije bien claro a mi amiga Matilda,”no volveré a regalarle mimosas a nadie”.
Cuando regresaba a casa respiraba tranquilidad. Faltaban setenta y dos horas para que se fuera de mi vida la pesadilla que llevaba conviviendo conmigo los últimos diez meses. Estaba dispuesto hasta a compartir unas cervecitas con aquella gentuza y vivir alegre esos días. Al llegar a casa, noté algo extraño. Solo estaba Julio. No había rastro de nadie más, ni tan siquiera de el Robert. Tenía que darme una mala noticia. La policía había estado y había registrado toda la casa. Según me contó, aquel día tenía que custodiar una buena cantidad de hachís para su pronta distribución. Eran unos trescientos gramos de los cuales se desharía en menos de veinticuatro horas con toda la organización que tenía montada. Y casualmente, justo aquel día, se presenta la policía alegando que tienen la sospecha de que en el piso existe un arma de fuego para poder hacer un registro de manera legal. Y así fue como encontraron la droga. Para Julio era evidente que tenía que haber habido un chivatazo. El Robert era el principal sospechoso: ”él era la única persona que conocía todos mis movimientos y encima ha desaparecido sin dejar rastro”. Pero además, tenía más malas noticias que darme. El casero se había enterado y nos instaba a abandonar el domicilio a final de mes, es decir en tres días. Julio estaba totalmente tranquilo. Alegaría que la droga era para consumo propio, que no le pasaría nada, que tal vez tendría que pagar alguna multa, pues no era la primera vez que le pasaba algo parecido. Y cínicamente añadió:”Además, si a final de mes yo ya me iba”. ¡¡¡Pero será hijo de puta!!! ¡¡Que me quedaba en la calle!! ¡Con el frío que hace en Granada en invierno!
Cuando fui a la agencia de Paula a recoger la fianza, me encontré con el casero. Me comentó que la policía le había explicado que venían vigilando a Julio desde que llegó a Granada, pues era un viejo conocido en otras ciudades y no solo en España. Para controlarlo, habían puesto a su lado a un infiltrado de la policía, un chaval negro y fortachón que se había ganado su confianza. Julio había acertado quién había sido el traidor. Directamente me fui al hotelucho de mala muerte, con el dinero de la fianza podría permanecer allí no más de una semana. El resto de mi estancia tendría que irme al Darro a dormir. ¡Y con el frío que hace en invierno en Granada!
2/5/09
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