Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

1/5/09

-Relato 1 de Edith Mora Ordóñez

Antes de cruzar

Julián, ahora que ya todo pasó puedo explicarte por qué estuve obligada a decirte precipitadamente aquella noche que no hicieras las maletas, que no vinieras a verme, cuando faltaban solo dos días para que subieras a ese avión que te traería hasta aquí, donde nos encontraríamos con la ilusión de pasar una temporada juntos.

Ese mismo día, antes de llamarte crucé el puente, ese puente que en varias ocasiones miramos los dos en las fotografías de las postales y las revistas imaginando que sería parte de mis días cuando alquilara el apartamento en Fortín, la ciudad en cuyas calles siempre me soñé caminando. Regresaba de beber una copa con la gente que había conocido días antes en la galería. Miré a los lados del puente, y en el río negro el brillo de la luces titilando, ilusas compitiendo con la luna. Tuve mientras tanto un hondo placer de libertad. Ya había hecho el viaje, ya estaba trabajando en el museo con lo que era el proyecto de mi vida, que compartí contigo estos años; al fin lo había conseguido. Sin embargo me invadió enseguida una inmensa incertidumbre, una sensación de haber llegado al sitio soñado para preguntarme: ¿y ahora qué… qué sigue? ¿Para qué? ¿A dónde se dirige después aquél que consigue llegar a donde se propuso? Miré hacia atrás, no había nadie, estaba sola, en completo silencio a mitad del puente. Y cuando giré la cabeza en dirección hacia delante me sorprendí con el escenario. Estaba otra vez en el pueblo donde crecí. Comencé a dar vueltas sobre el mismo punto, entonces reconocí el jardín de mi abuela. Miré la casa en penumbra, a mi madre preparando los ramos de flores que vendería el día siguiente, a mis hermanos en la mesa comiendo galletas de canela. Mi cuerpo era el de la niña de nueve años, con las manos pequeñas y el cabello muy largo. Estaba allí un día de primavera en San Bartolo, de nuevo en sus calles surcadas de flores.

De verdad deseaba que vinieras, Julián. Quería mostrarte los lugares sorprendentes que he visitado, que probaras la comida que cocino aquí con los ingredientes para nosotros desconocidos, el apartamento blanco donde habito, las flores que cuido en la terraza, el cuadro que compré para decorar el salón, el recorrido que hago todos los días para llegar al museo, los nuevos amigos. Que te asomaras por la ventana que todos los días abro cuando me despierto, desde la cual puedo ver los coches en la carretera que lleva al mar. No miento, Julián, anhelaba que cruzaras el océano para vernos, para que todas las imágenes que te envié en fotografías, las del puente y las demás, pudieras tenerlas frente a tus ojos cristalizadas y comprendieras por qué me sentía tan feliz.

Pero esa noche, en medio del puente, algo cambió inexplicablemente. Estaba atrapada en mi cuerpo de niña. Me miré en el espejo y aunque te recordaba y tenía presente todo lo que habíamos vivido hasta ahora, estaba allí con mi rostro de nueve años. Horas después me percaté de que no era un sueño, era demasiado real, había hecho un viaje atrás y no sabía cómo regresar.

Fue entonces que me atreví a llamarte, Julián. Te dije que no vinieras, que necesitaba estar sola, que me notaba confundida y debía adaptarme a la ciudad aún. Entendía tu enfado, tu extrañamiento, tu insistencia. Volviste a llamar al día siguiente para exigirme que te explicara, que te diera una mejor excusa, que sospechabas que estuviera con otro. Llegué a decirte que sí, que había alguien más. Y entonces escuché tu dolor y tu resignación forzada. No me reprochaste, aceptaste que ocurriera, incluso te pareció natural y no mencionaste intención de alejarte, pero desde entonces cada quien tomó un camino diferente.

En mi ya conocida piel de niña volví a experimentar las sensaciones de aquellos días. Me vi angustiada preguntándome por qué había retomado esa figura. Cerré los ojos varias veces intentando trasladar mi pensamiento al puente, donde estaba mirando el río cuando de pronto me transformé. No logré nada. Supuse que alguna razón me había llevado a tal sitio en el tiempo y entonces era ese motivo lo que debía buscar.

La respuesta se asomó al día siguiente, empecé a intuirla. Por la mañana estaba en casa de mi abuela, acompañándola mientras ponía unas semillas en un macetero. Mientras hacía agujeros en la arena comenzamos a tener una conversación (la recordé en ese momento) acerca de lo que yo debía hacer cuando creciera, cuando tuviera la edad de mamá. Debía irme lejos de allí, porque el negocio de las flores era un trabajo celoso, que exigía demasiado en relación a lo que daba. Tener una profesión me permitiría irme y conocer otros mundos. Estando allí fui consciente del bellísimo trabajo que realizaba la abuela, cultivando tal cantidad de diversas flores cuyos nombres jamás aprendí del todo. Cada una requería un tratamiento especial, y ella conocía los secretos para mantenerlas frescas. Mi madre, como sabes, aprendió el arte de hacer esos ramos asombrosos que compran los hombres para regalar a sus novias y los enormes arreglos que decoran las fiestas de bodas.

Julián, tú me contaste una y otra vez la historia de tus abuelos que habían heredado el molino de café, incluso me contaste las cosas que relataban las mujeres que hacían largas colas para comprarlo. Me fascinaba escucharla ¿recuerdas? Pero yo jamás te conté la de los míos. No quise nunca pedir a mi abuela que hablara de su vida. Cuando el abuelo murió la vi muy triste, entonces jamás quise preguntar por el pasado. Hice lo que abuela y mi madre me decían, realizar una carrera y hacer un largo viaje que rompiera con la tradición de las mujeres de San Bartolo, que se quedaban ancladas a la casa de sus antepasados. Así que allí, en ese momento, me percaté de que había sido absurdo no preguntar. El regreso me permitía recuperar la oportunidad de conocer la historia.

La abuela me contó lo que yo desconocía hasta ahora, la muerte del abuelo. Me contó que el abuelo tenía la costumbre de salir a caminar todas las tardes por el pueblo y que en ocasiones llegaba andando hasta el río. Una tarde de lluvia no volvió a casa. La abuela serena me contaba que esa noche salió a buscarlo y que los vecinos se fueron uniendo a la misión de encontrarlo. Pero pasaron días y Don Fermín siguió perdido. Dijo la abuela que no podía contener el llanto mientras pasaban los días, que en vano preguntaba a la gente, buscaba entre los rincones del pueblo, visitaba los lugares que frecuentaba en el río, y que sus lágrimas regaban el jardín de gardenias. La pérdida del abuelo, el amor de su vida, le estaba robando el aliento. Lo único que conseguía hacer era cuidar de las flores. Meses después las gardenias se habían multiplicado, se habían adueñado de la casa, no sólo invadían el jardín, sino que había macetas por todas las habitaciones. Una mañana el señor Fuentes de la comisaría avisó a la abuela que Don Fermín había sido encontrado a un lado del río. En una bolsa de plástico perfectamente cerrada, dentro del bolsillo de la camisa, había una carta. En ella el abuelo dejaba escrita su intención de dejarse caer desde el puente esa tarde. Dejó anotado además que había sido muy feliz a pesar de todo, y que se encontraba en medio de una paz en ese momento imperturbable, así que antes de envejecer aún más, de agonizar en el filo de la muerte, prefirió terminar. No quería hacer pasar a la abuela por la dura batalla de cuidarle enfermo. No creía merecerlo. A la abuela le pedía perdón y en el final ponía: “Margarita, perdóname. Solo Dios sabe bien cuánto te he querido”.

Esa podía ser la razón por la cual el tema del abuelo era un tabú entre la familia. Se lo dije a la abuela como si hubiera tenido una revelación. Pero había más historias dentro. El abuelo escondía secretos en el estudio al final del pasillo. Casi nunca me dejó entrar a mirar lo que pintaba. Allí pasaba días enteros preparando bastidores, pintando en silencio. Era un hombre muy callado. Recordé que muy pocas veces vi su sonrisa. Tal vez una de esas pocas ocasiones sucedió en la mesa, cuando la abuela preparó un enorme trozo de carne que le iluminó el rostro. Mientras saboreaba tremendo bocado contaba cómo más de una vez tuvo que esconderse de los bandidos durante la revolución. El oficio del abuelo en el taller de pintura guardaba un misterio. La abuela me confesó que fue el motivo que rompió con la armonía de su matrimonio. El abuelo solía pintar a la gente del pueblo, y entre sus modelos estuvo una mujer que llegó a San Bartolo solo con una maleta pequeña y una flauta. Alquiló una habitación junto a la casa del herrero. Se desconocía por qué había venido, pues no se relacionaba con nadie. Don Fermín la dibujó mientras tocaba su instrumento, y un día la abuela descubrió que mantenían un romance. Meses después, Magnolia, la flautista, tuvo un hijo. Y nadie en el pueblo supo jamás la verdad. La abuela lo echó de casa pero luego lo perdonó y permitió que siguiera viviendo en el taller, y desde entonces fueron como dos desconocidos, por encima del amor que los unía. Julián, entendí por qué las mujeres en la familia mantuvieron siempre las riendas de la casa, trabajaron y tomaron las decisiones. El abuelo se fue quedando entre la sombra hasta que decidió marcharse despidiéndose en el puente de los lirios. Entonces imagina esos días después de escuchar la historia, experimenté una compasión muy grande por la abuela y pasó algún tiempo mientras estuve juzgando la acción del abuelo.

Quise llamarte varias veces, pero fue imposible. Me angustiaba suponer lo que estarías pensando sobre mí, acerca de mi ausencia repentina. Pero por otra parte debía continuar descifrando el misterio por el cual estaba repitiendo esos momentos de la infancia. Cada día que desperté representó un día diferente con una situación especial, que por alguna razón era importante para mí, en la que algo me era revelado siempre bajo la condición de que me atreviera a hacer preguntas. Así me vi en el rostro de la niña de nueve, la de diez, la de once, la de quince, las de dieciocho, la de veinte, la que estaba terminando la carrera. Acompañé a la abuela cuando murió, y la despedí como siempre hubiera querido, sin sentir miedo y con una sonrisa, dispuesta a prolongar la historia. Ha pasado un año y poco más desde entonces.

Sin saber explicarte cómo lo hice, creo que la misión había concluido, de pronto me encontré en el puente de Fortín, la noche de regreso después de tomar esas copas con las personas de la galería. La diferencia es que me sentí más ligera y experimenté la certeza de saber a dónde me dirigía y por qué debía ir hacia allá. Sigo trabajando en el proyecto del museo y han surgido nuevas ideas. El clima es estupendo y la ciudad me va mostrando sus intimidades. Estoy preparada. Así que empiezo a buscarte. Me han dicho que te has ido, pues la hacienda que hace muchos años perteneció a tu padre se encuentra en venta y tienes la intención de recuperarla. Sé que allí se albergan los primeros años de tu vida. Yo te espero, cuando puedas leer esta carta. He puesto un jardín y quiero que vengas a verlo.

5 comentarios:

  1. El abuelo lo que era es un cabrón!! Si a mí, El Zorro, una amada me es infiel le digo que se tire por el puente ya y que no vaya a esperar 40 años para, ya que se me han olvidado los cuernos, me dé otro mal rato.

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  2. Sencilla y elegantemente extraordinario. No me imagino la perfección de tu literatura de otra manera, simplemente la misma bella persona que eres amiga.
    Muchas felicidades en todo y continua cruzando el puente de Fortín.

    Karla...

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  3. MMM PUEDES HACERLO MEJOR TE CONOZCO Y SE QUE NO ES TODO TU POTENCIAL EMOCIONAL... SE SIENTE TIMIDO Y NOVATO... PERO ES BUEN COMIENZO... GREETINGS FROM MEXICO

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  4. Luis C. Anzaldúa10/1/13, 10:12

    Simplemente me gustó mucho, felicidades!
    El texto atrapa y nos conduce sin tropiezo alguno. Gracias por regalarnos esta deliciosa historia.

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  5. Blanca Noriega5/4/18, 14:25

    Hola amiga... Sabes, me cautivo tu historia. Es realmente sorprendente ver como las historias contadas por una persona se pueden volver realidad, tanto las escenas como los personajes. Me encanto donde hablas del personaje llamado "Julian" ese hombre al que tu describes a lo largo de la historia es conmovedor, pero nada comparado con escuchar de viva voz las palabras del personaje, esas que solo el conoce y que tu lograste plasmar en un escrito como este.... Su viaje fue largo, pero al final también tuvo una historia que contar.

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