Retazos de arcoiris
Si cierro los ojos y respiro profundamente logro sentir cómo el aire llega hasta lo más profundo de mis pulmones, llenando mi pecho de vida, de sosiego. Quisiera estar así un poco más, o tal vez por toda la eternidad, sintiendo cómo el sol acaricia mi piel y esta brisa suave ondea mi cabello. La primavera se abre paso con un embriagador aroma de azahar, dejando atrás un invierno gélido, interminable, agotador. La hierba me hace cosquillas en la palma de mis manos, y esbozo una sonrisa, sí, es una sonrisa… ¡Ay!, un suspiro se me escapa de los labios, y comprendo que ha llegado el momento, mi momento. Pero al abrir los ojos todo se torna gris, frío, desolador. Mi respiración se hace más superficial, se acelera, al tiempo que una maraña de pensamientos enreda mil dudas que arañan mi garganta. Mi cuerpo se paraliza, mi mente se queda en blanco y entro en una especie de trance, fuera de todo momento y lugar, lejos del aquí y el ahora, hasta que visualizo tu cara. Tus ojos negros mirándome de frente, tan grandes, tu piel dorada, tus labios finos, tus dientes perfectos. Pretendo hablarte pero, aunque soy consciente de que puede desvanecerse tu imagen con un leve soplo, no puedo evitar agachar la cabeza y volver a cerrar los ojos. Una lágrima se precipita por mi mejilla, cortándola como un cristal, y cayendo sobre este folio en blanco, que me espera paciente.
Mi mano tiembla, igual que toda mi alma, pero ha logrado asir el bolígrafo y dar el paso hacia el abismo. Ya no importa el vértigo que pueda llegar a sentir, o las palpitaciones en el cuello de mi corazón desbocado, que parece que se me va a salir por la boca. Sí, ya lo sabes, la primera vez que sentí mi sangre correr por cada uno de los rincones de mi cuerpo fue por ti, y hoy vuelve a ser igual pero al mismo tiempo tan, tan diferente. Hay un millón de cosas que quisiera decirte, infinitos sentimientos confusos, irreconocibles palabras que nunca llegué a pronunciar y que ahora luchan por salir de una vez por todas… Sin embargo, tengo la sensación de que no hace falta hablar para comunicarnos, sino que nuestras miradas acaban encontrándose y mi piel se eriza con sólo imaginar el roce de la tuya. Tenemos un lenguaje propio, íntimo, pero quizá tan secreto que ni tú lo percibas. Sí, tal vez no te llegue el sonido de mi voz, ni ese eco que resuena de una melodía inacabada. Me siento tan pequeña que los pies ni siquiera me llegan al suelo, pero sé que ha llegado la hora de llenar las maletas con esos añicos de ilusión que aún quedan esparcidos por los rincones de este hogar.
Siento de repente que no sé quién eres, al tiempo que no recuerdo una vida antes de ti, o quizá yo misma no me atreva a mirarme al espejo, pues me aterra pensar que no me voy a reconocer. Ya, ya lo sé, tus ojos me hechizaron y sigo atada a tu cuerpo por estas cadenas que nadie ve, pero que ya me están haciendo mil llagas en la piel. A fuerza de costumbre, me han salido durezas que me engañan, pues apenas siento dolor. Sin embargo, con nada que tires, todo mi ser se estremece y me vuelvo a desvanecer. Entonces, sólo entonces, me encuentro tan lejos de aquí, que aunque tu aliento helado en mi cuello me queme el alma, no siento nada.
Mis manos, mis labios, mis pechos… son todo tuyos cuando me miras con esos ojos negros, cuando cierro los míos y repito una y otra vez que no los quieras sólo a ellos, sino también a mí. Pero mis deseos chocan una y otra vez contra esa barrera que ha curtido tu piel y retornan a mí en forma de espinas, volviendo a abrir esas heridas que coses una y otra vez con tus promesas. Y de nuevo oigo esa melodía de fondo, muy suave, pero llega a mis oídos de forma tan nítida que me extraña que no la bailes conmigo. ¿Será que no está en el aire sino que viene de algún resquicio de mi interior?
Llueve tan fuerte que parece que nunca va a acabar. Las gotas se estrellan con rabia contra los cristales y el viento sopla tan intenso que da la sensación de querer llevarse consigo todo lo que encuentre en su camino. La gente corre por la calle buscando algún lugar en el que refugiarse, cruzándose como hormigas desorientadas. Los paraguas entorpecen más de lo que ayudan y el agua ya cubre hasta los tobillos en algunas esquinas. Yo lo observo desde mi ventana, a través de las rejas y, a pesar de estar a cubierto, no me siento protegida sino prisionera en esta cárcel disfrazada de palacio. El cielo nublado parece el reflejo de mi alma, tan gris que entierra ese universo de estrellas que tanto anhelo.
Rompo a llorar. Imágenes de mi vida pasan a una velocidad tan impresionante que apenas puedo ver los rostros en cada retrato, aunque en realidad no es preciso, forman parte de mí. Flashes en blanco y negro no me permiten disfrutar de la variedad de colores que busco a cada instante. ¿Dónde están? Por un segundo, la incertidumbre me abraza y creo que no existe nada más que una gama de grises. No, no puede ser, alguna vez soñé que hay algo más allá de este castillo de naipes sobre el que intento no perder el equilibrio. Y en estas líneas que te escribo, que me escribo, pretendo ayudar con mis alas rotas al viento para que arrastre esas nubes de tormenta. Deseo que se desvanezcan y me permitan contemplar la luna, esa que me acompaña en la oscuridad de mis días y que me acuna en su regazo por las noches.
Aún me recorre un escalofrío por la espalda cuando recuerdo tus manos firmes, seguras, recorriendo cada milímetro de mi cuerpo por primera vez. Me acariciabas el pelo mientras tus labios me susurraban al oído que nunca más me sentiría sola, que siempre estarías conmigo. Pero siempre es tanto tiempo… Me besabas cada herida de mi alma mientras yo luchaba por no salir corriendo. Mis rodillas se quedaron sin fuerzas para ponerme en pie y escapar allá donde nadie, ni yo misma, me lograse a encontrar. Mi mente fantaseaba con mil maneras de desgarrar mi piel, abrir mi pecho y ofrecerte mi corazón entre las manos. Ya era tuyo, sólo tenías que pedírmelo y no dudaría ni un instante. Pero mi cuerpo no, eso no, te suplicaba. Sudaba ríos de dolor por cada uno de mis poros y lloraba lágrimas de cristal, esas que ahora vuelven a cortarme las mejillas. No me acaricies que me duele, te suplicaba, pero me anestesiaste con tus palabras, y conseguí no sentir nada, absolutamente nada… Ahora sé que fue entonces, bajo un techo de estrellas, cuando me encadenaste a tu sombra, cuando caí prisionera de tu mirada.
No logro imaginar qué sentirás cuando leas esta carta en la que no soy capaz de volcar más que garabatos preñados de mil historias que tal vez para ti carezcan de significado. Quisiera pensar que vas a llegar en cualquier momento y me vas a despertar de esta pesadilla agotadora, pues esta huida hacia ninguna parte, sin moverme siquiera del sitio, me tiene exhausta.
Siento que vivo en una urna de cristal en la que se está acabando el aire y mi cuerpo desfallece por segundos. Está en mí rendirme y dejarme caer o romper esta barrera que, aunque me haga mil cicatrices, confío que sanarán cuando encuentre mi lugar. Mis manos tratan de apaciguar mi pecho acelerado, desbocado, y bajan despacio dejándose llevar hacia una fuerza que las atrae como un imán. Se detienen en mi vientre, percibiendo algo semejante a un manantial lleno de vida, que palpita con una energía que desconozco. Y de nuevo esa melodía, aunque más dulce y más intensa al mismo tiempo, es realmente hermosa. Me reencuentro conmigo misma, aunque sé que algo en mí está cambiando, y me está cambiando. Enseguida siento cómo mi sangre vuelve a fluir, al ritmo de mi melodía, y me arma de coraje para romper ese cristal del que ni siquiera me había percatado.
Me dirijo enseguida al espejo del vestidor, delante del cual me desnudo, permitiéndome la osadía de descubrirme a mí misma durante unos minutos. Al principio me puede el miedo, pero me desprendo de él igual que de las prendas que me cubren, dejándolas caer al suelo. Observo a una joven con el cabello largo, color caramelo, realmente desaliñado. Los ojos verdes son más grandes de lo que recordaba y los labios se tuercen en una mueca que parece una sonrisa. La piel morena está tatuada de morados y arañazos, pero ya no duelen tanto. Las costillas se marcan bajo unos pechos pequeños pero turgentes. Me detengo en la imagen de mi vientre, que vuelvo a acariciar con mis manos que ahora son cálidas, suaves. Mis piernas como troncos de árbol me hacen tomar conciencia de que pueden llevarme allá donde el cielo se confunde con el mar y ya nadie pueda volver a hacerme daño.
Me apresuro a vestirme y a terminar esta carta, donde no puedo hacer más que darte las gracias. Prometiste que no volvería a sentirme sola, y ahora sé que has cumplido tu palabra, pues llevo en mi vientre todo lo que preciso para seguir mi camino.
Vuelvo a asomarme a la ventana, estirando los brazos hasta el infinito y silbando mi melodía. Ha dejado de llover, quizá hace ya un buen rato, pues las calles se están secando y las nubes se marcharon. No sé qué hora es, tan sólo sé que se dibuja ante mí el azul más intenso que he visto en mi vida. El sol brilla radiante y un arcoiris corona el cielo, invitándome a sonreír. Ya no es un simple gesto sino una risa que brota desde lo más profundo de mi ser.
1/5/09
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-VENTANA-
ResponderEliminarUn trozo de azul tiene mayor
intensidad que todo el cielo,
yo siento que allí vive, a flor
del éxtasis feliz, mi anhelo.
Un viento de espíritus pasa
muy lejos, desde mi ventana,
dando un aire en que despedaza
su carne una angélical diana.
Y en la alegría de los Gestos,
ebrios de azur, que se derraman…
siento bullir locos pretextos,
que estando aquí !de allá me llaman!
ALFONSO CORTÉS
Qué bonito!está muy chulo!!
ResponderEliminarQué lindo poema de Alfonso Cortés.
ResponderEliminarEspero que os guste mi relato, gracias por leerlo!!