Gabriel García Márquez escribiendo "Cien años de soledad"

4/6/09

RELATO 9 de Elena Pentinel de la Chica

UN PUENTE EN PRAGA

Recuerdo aquel viaje principalmente porque me llevó a tomar dos decisiones fundamentales. No volver a salir con chicas jóvenes e impetuosas y no volver a escribir. Hicimos aquel viaje a Praga porque Vicky se empeñó.
En el tiempo en que entró en mi vida, llevaba casi un año sin ninguna idea decente para plasmar en relato o novela alguna. Me levantaba con el tiempo justo por las mañanas para acudir a mi lugar de trabajo con los ojos medio cerrados y necesidad de café en abundancia. Entraba en el edificio, que desde fuera, iluminado por las luces doradas que se superponen a la luz apagada del amanecer, transmitía engañosamente cierto aire de lugar acogedor, hogareño. Me acomodaba en mi escritorio, colocaba papeles, bolígrafos, el tampón, encendía la pantalla del ordenador, mientras sorbía el café hirviendo e insípido de la máquina. Me disponía a dormitar entre el falso ajetreo del teclado y los papeles para las próximas siete u ocho horas. También solía estar atento a los variadísimos síntomas extraños que me asaltaban a lo largo de la jornada: los dolores en el lumbago, el dolor del brazo izquierdo que me dejaba adormecida la mano, el picor en los ojos, la punzada del costado. Pero lo peor de todo era la del lado del corazón. Me oprimía casi hasta asfixiarme y me provocaba una taquicardia feroz, que me llevaba a visitar el servicio de urgencias una vez al mes aproximadamente. Sin embargo, no conseguía que me diagnosticaran una rara enfermedad de múltiple sintomatología que necesitara de un largo descanso y de una baja para quedarme en casa. Mi médico de cabecera se sonreía cuando iba a por más pastillas y con mirada de pena me musitaba por encima de las gafas: “Cuídese” o “Que se mejore”.
Cuando al mediodía llegaba a casa, tomaba cualquier cosa enlatada o precocinada. Desde que mi mujer se fue no conseguía motivarme para entrar en la cocina y dejar de maltratar mi estómago. Esto hacía que me preocupara aún más por mi salud. Acumulaba en el cubo de la basura latas de atún, latas de mejillones, latas de todo lo que se vendía enlatado y muchas, muchas latas de cerveza. Tenía siempre los dedos trufados de pequeños cortes de las latas “abrefácil”. Era el cubo de basura de un divorciado indolente y algo borracho. Después me tiraba en el sofá a dormir tres horas de siesta mientras el televisor tronaba con los programas de deporte, de cotilleos, con novelas sudamericanas. Nunca he podido dormir en un silencio absoluto. El silencio durante el día es aún más aterrador que el de la noche. El resto de la tarde lo pasaba en un ir y venir sonámbulo por el piso. Leía las noticias, sobre todo las deportivas, encendía y apagaba el televisor o la radio, fumaba sin parar, esperando que llegase la noche para que me levantara el ánimo. Entonces me vestía y me lanzaba a vangabundear por las calles siempre llenas de desocupados y estudiantes, de pedantes y proxenetas, de putas y juerguistas. No sabía exactamente a qué grupo pertenecía yo. O sí, al de los cuarentones solitarios y amargados sin rumbo en la vida. Al menos albergaba la esperanza de no irme todas las noches solo a la cama.
En estas lamentables condiciones conocí a Vicky, o Victoria como yo siempre quise llamarla. Me parecía mucho más heroico que ese ridículo hipocorístico. Ella llegó un día a mi departamento mientras yo estampaba rítmicamente el sello sobre papeles rosas y amarillos. La contrataron como eventual temporal o algo de eso. Con la proximidad de las vacaciones hacía falta personal. Le adjudicaron una mesa frente a la mía. Era bastante delgada y esbelta, lo que no impedía que estuviese bastante buena. Se enfundaba en ceñidos pantalones y aún más ceñidas camisetas. Con sus zapatos altos taconeaba de acá par allá llevando papeles, consultándolo todo, sonriendo y charlando con todo el mundo. A los pocos días se sentó en el filo de mi mesa y me dijo “¿Es que siempre vas solo a desayunar? Si quieres te acompaño y así nos conocemos”. Le dije que vale y ahí empezó algo como una amistad o compañerismo. Ella hablaba todo el rato, lo que para mí era un alivio porque así no tenía que hablar de mí mismo.
-¿Eres funcionario?, -me preguntó mientras hacía trocitos su tostada integral y la mojaba en el té.
-Sí, me temo que sí -No sé por qué sentía cierta vergüenza o arrepentimiento de que se supiera.
-¿Qué has estudiado? Yo soy de psicología. Pero ya sabes, casi todos acabamos de burócratas y autoaplicándonos lo que aprendimos para sobrevivir a la frustración. Pero yo lo llevo bien. Hace dos años que me psicoanalizo para luego intentar ejercer de psicoanalista. Es una experiencia genial. También hago tai-chi. Pero lo mejor es la terapia Reiki, -gesticulaba y hablaba con la boca llena de migas de pan, que salían disparadas de cuando en cuando.
-¿El qué? ¿Cómo, qué es eso?
-Bueno –se frotaba fuertemente con la servilleta de papel- es algo maravilloso, una terapia oriental. Se trata de canalizar la Energía Universal transmitiéndola a través del campo energético humano, con las manos, sobre todo –abrió sus manos mostrándome unos dedos largos y finos, cargados de anillos étnicos.
-Interesante. ¿Y para qué sirve eso? ¿Para manosearse un rato?
-Te noto algo cínico –hizo un gesto de indiferencia con su mano recargada. Le sonaban las pulseras-. Creo que serías un paciente ideal para el Reiki. Libera el estrés, te pone en armonía con el universo y con tus semejantes, te ayuda a transmitir amor y espíritu positivo. Te vendría estupendamente.
Vicky era así de positiva, de enérgica, de entusiasta. Todo le parecía un descubrimiento vital para incorporar a su vida. Estaba empeñada en la sanación, en la armonía y ese tipo de cosas. Y yo era una víctima propicia para experimentar, para ser sanada.
-Bueno, cuéntame algo de ti-dijo después de un largo monólogo sobre terapias orientales y medicina china-. ¿Qué estudiaste? ¿A qué te dedicas aparte de este trabajo que se nota que no te entusiasma?
-Ya ni me acuerdo de lo que estudié. Alemán. Y literatura alemana. Pero de eso yo sólo aprendí el gusto por Hörderlin y la prosa de Kafka. Dos locos. También me gustaba Wagner. Antiguallas, vamos.
-¿Y ahora? Seguro que escribes poesía melancólica.
-No exactamente. Escribía. Creo que lo he dejado defintivamente.
-Es una pena. Sería interesante ser amiga de un escritor- dijo, con una risita mientras lamía la rodaja de limón de su té-. ¿Estás casado? ¿Tienes novia o quizá novio?
-Divorciado. Mi mujer me dejó.
-¡Oh, vaya, qué lástima! Quizá sea para mejor, ¿no crees? Estar siempre con la misma persona, toda la vida, me parece empobrecedor. Es mucho más excitante –eso dijo- tener distintas parejas, aprendes mucho más de tus semejantes y es menos monótono. Yo estoy completamente en contra del matrimonio. Aún soy joven, es cierto, veinticuatro añitos, pero tendría que ocurrir una hecatombe para que me atara para toda mi vida con un hombre. Bastantes ataduras tenemos ya en la vida, ¿no crees?- abría mucho los ojos y gesticulaba sin cesar. Era algo mareante y agotador asistir a sus excursos.
-¿Te parece que paguemos y volvamos a la oficina? El jefe supremo nos echará de menos. Sólo es consciente de nuestra existencia cuando ve el asiento vacío.
-Vamos. Definitivamente necesitas el Reiki para relajar ese cinismo tuyo.
A las dos semanas asistí a mi primera clase de Reiki y me matriculé en clase de tai chi. Nunca me había sentido tan ridículo. Pero al menos tenía compañía y no perdía la perspectiva de llevármela pronto a la cama. Era un poco pesada, pero era joven y estaba estupenda.
A fines de junio tuvimos una de esas fantásticas comidas prevacacionales, para “despedirnos” provisionalmente. Esas comidas donde todo el mundo acaba borracho, despotricando de su miserable vida, sin querer volver a casa y, si hay suerte, liado con alguna compañera que, después de las vacaciones, deja de saludarte en los pasillos y te evita en la fotocopiadora.
Charlábamos acalorados por el vino de la sobremesa cuando noté la mano de Vicky bajo el mantel, acariciándome con confianza. No sabía qué cara poner. Me levanté y fui al baño, mientras meditaba una estrategia. De repente, cuando estaba a punto de salir, ella se abalanzó sobre mí como una fiera, ante la mirada risueña y de reojo de los que meaban de cara a la pared. Tiró hacia mí hacia uno de los retretes y echó el pestillo. Pronto me acostumbraría a gozar de los efectos que el vino desencadenaba en aquella mujer.
Empezamos algo como una relación sentimental en la que nunca se hablaba de sentimientos. Menos mal. Vicky era una hiperactiva de la charla y del sexo. Yo la escuchaba y disfrutaba. Empecé de nuevo a escribir algunos relatos menores: textos satíricos o paródicos que la hacían llorar de risa y exclamar “¡Qué ingenioso eres!” o “Me gustan los hombres maduros, sabéis divertir a una mujer”. Nunca le mostraba mis textos “serios”. Íbamos al cine por las noches, comíamos comida china o japonesa (era una apasionada del sushi) y nos acostábamos invariablemente. Incluso experimenté una ligera mejoría en mis numerosos achaques. En la oficia actúabamos como compañeros corteses pero distantes. No sé exactamente por qué.
Un día, en el desayuno de la mañana, sacó del bolso unos folletos de publicidad sobre viajes.
-He encontrado un viaje de cuatro días a Praga por un precio de escándalo.
-¿A Praga? ¿Qué se me ha perdido en Praga? No me gusta viajar, me aterran los aviones.
-Pensé que te ilusionaría, por Kafka, Rilke y todo eso. Te gustaban ¿no?
-Bueno, sí...Pero no ando bien de dinero. Y no me apetece montar en avión. Me duele el lumbago, además.
-Es un tour intensivo y ya te digo que es barato. Y puede que te inspire para alguna novela. Anda, di que sí. Te tomas un tranquilizante para el avión. El vuelo es muy corto.
A las tres semanas recorríamos Praga en un autobús de dos pisos con una guía chillona, que en pésimo español nos cultivaba sin cesar, con chistes incluidos, sobre las excelencias arquitectónicas de la ciudad. El micrófono se acoplaba continuamente y me ponía los pelos de punta.
La guía nos llevaba a un ritmo frenético por las calles de la Ciudad Vieja, por el puente Carlos, por el cementerio judío. Nos endosó un trasto, una especie de auricular para escucharla a distancia mientras ella parloteaba por su micrófono como si estuviera loca. Se supone que era mejor que arremolinarse a su alrededor con cara de interés y sueño para escuchar las veloces explicaciones que daba sobre historia, arte, literatura, anécdotas “curiosas”. “Parece que le pagan las palabras por segundo”, le comenté a Vicky, pero ella no me hizo caso. Charlaba animadamente sobre sus sorprendentes hallazgos con una pareja joven en viaje de novios. Al segundo día me quité el aparato y pude relajar mis nervios. Por la calle Karlova miríadas de turistas seguían a unas señoras que portaban su banderita correspondiente (la de Japón sobre todo. Debían hacerse un lío entre los distintos grupos de japoneses: todos mirando a través de sus cámaras, con sus gorras quitasol amarillas o azules y siguiendo como zombis la bandera en alto). La nuestra llevaba una especie de tímido banderín con los colores de la bandera española.
Vicky disfrutaba como una niña. Decía continuamente “¡ah!”, “¡oh!”, “¿en serio?”. Y dirigiéndose a mí: “¿no te parece fascinante? Yo, por mi parte, me esforzaba por mostrarme receptivo, pero creo que no me salía. Lo del silbato de la guía ya era demasiado. Nos daba veinte minutos de libertad para contemplar y escuchar las campanadas del reloj astronómico del ayuntamiento viejo “a nuestro gusto” (los apóstoles aparecían tras unas ventanillas girando como en un tiovivo), u observar a los judíos cabeceando y murmurando sobre su Torah junto a las tumbas del cementerio, y sobre todo para que hiciéramos nuestras consabidas compras de cristal de Bohemia o figurillas de barro en serie, de diferentes tamaños que representaban al Gólem. Luego tocaba el silbato para congregarnos, todos cargados de postales y de bolsas. Me acerqué a la guía con la intención de convencerla para que abandonara el silbato, “no creo que sea necesario, con decirnos la hora sería suficiente” pero me miró como si no me entendiera, me dio la espalda y empezó a parlotear por su micrófono hacia el nuevo destino. Nos daban una hora para comer y Vicky se empeñaba en compartir mesa con la pareja de reciencasados. Nos apiñábamos en los bancos corridos a engullir a toda velocidad un asado de cerdo de nombre impronunciable acompañado de chucrut. Toda Praga olía a coles hervidas y a carne asada. De la mañana a la noche. Yo me consolaba con las enormes jarras de cerveza de precio irrisorio y que me introducían en una especie de alegre sopor que lo hacía todo más llevadero. Hasta las caminatas interminables. Las punzadas de mis variados dolores salpicaban todo mi cuerpo.
Vicky se empeñó en que sacáramos entradas para la Ópera del Estado.
-“No sabía que te gustara la ópera”-le dije sorprendido.
-Hombre, no es que me guste pero forma parte del recorrido cultural de esta ciudad.
Fuimos los cuatro –la parejita inevitable se apuntaba a todo- pero yo pagué las entradas. Vimos Nabucco porque era lo que ponían. Vicky se mostró exaltada con el coro de los esclavos hebreos, y un grupo de japoneses, que copaban las primeras filas, obsequiaron a los cantantes con flores marchitas al final de la obra como si de cabareteras se tratase.
Llegábamos tan destrozados al decadente hotel estilo modernista que no teníamos ánimos para el sexo. Algo prodigioso en mi novia.
El último día había programada, a partir de las siete de la mañana, una visita intensiva al Castillo y al museo Kafka. Le dije a Vicky que me hiciera el favor de dejar la visita y que paseáramos libremente por la ciudad, por donde no hubiera tantas colas de turistas. “Incluso podemos pasear en barco por el Moldava”, la tenté yo, conociendo su esnobismo.
-Eres increíble. ¿Te vas a perder una visita tan interesante? Tú, que se supone que eras admirador de Kafka, ¿no?
- Precisamente por eso. No quiero entrar en el templo de los mercaderes de difuntos. No necesito para nada un llavero o un vaso con la triste cara del pobre escritor. Yo me quedo, tú haz lo que quieras.
Vicky no lo dudó un instante, se uniformó para el combate turístico –mochila, crema protectora, gorra ridícula y calzado deportivo- y me dejó plantado en el hotel.
Tras tomar un café salí tranquilamente a pasear, evitando las oleadas de fotógrafos compulsivos que se apostaban en todas las esquinas, pidiéndote con amabilidad que les sacaras una foto de falsa sonrisa. Me sentí francamente liberado. De la guía, de las carreras, de las obras de arte innumerables, de las infinitas casas por las que había pasado Kafka –Vicky me empujaba en todas ellas para que posara junto a los letreros que daban fe del paso del escritor- . “Este hombre debía de ser ubicuo”, le decía yo y ella me ignoraba.
Vagué durante todo el día. Era francamente difícil hallar un metro cuadrado libre de visitantes. Al fin y al cabo yo también era uno de ellos. Al atardecer, caí miserablemente en la tentación de ver el crepúsculo sobre el puente Carlos. Todas las guías lo consideraban imprescindible. Al inicio del puente me detuve, con la guía en la mano y me quedé contemplando el espacio vacío que había junto al archiconocido puente. Había leído que allí se alzó un puente anterior –puente Judith, creo recordar que se llamaba-, “el más antiguo de Europa central”. Me quedé allí clavado, imaginando aquel puente inexistente, que milagrosamente se había salvado con su desaparición de las pisadas de los turistas. Pensé que era hermoso, que todo lo que no existía ya era hermoso. Estuve allí, creo que pensando o sólo sintiendo hasta que llegó la noche. Los saltos de mi teléfono en el bolsillo me sacaron del ensueño. Era Vicky. Íbamos a cenar esa última noche en una famosa cervecería de no sé qué siglo, que fabricaba su propia cerveza. Me dio la dirección y allí me encontré con el grupo, sudoroso y fatigado de gótico.
Mientras nos sentábamos, montones de camareros se precipitaban sobre las mesas corridas dejando cervezas gigantescas sin cesar, sin que hubiéramos pedido aún. Escuché con estupefacción y horror que en el salón contiguo un grupo de españoles cantaba a voz en grito “¡Que viiiiva España!” a ritmo de pasodoble, mientras unos italianos competían desgañitándose con un “¡Oh sole mío! Decidí concentrarme en mi cerveza y pasar como fuera aquel trance con la esperanza de la inminente vuelta a casa. Al fin volveríamos a nuestra rutina sin sobresaltos y a hacer el amor por las noches.
No sé cuántas cervezas llevaba ya, el caso es que la cabeza me bailoteaba cuando me levanté para ir urgentemente al servicio. Del aseo de gentlemen vi salir, colocándose el cinturón y alisándose la camiseta a Vicky. A los pocos segundos salió con la cara arrobada el joven marido. Luego entré yo y vomité durante un buen rato.

Cuando volví al trabajo solicité un cambio de departamento, cambié de número de teléfono y dejé las clases de tai chi y la terapia Reiki. Volví a mis numerosas pastillas de colores. Vicky no me asedió demasiado. Encontraría pronto a otro amante. Probablemente en el espacio de un nuevo servicio.
Decidí dejar de escribir para siempre. La mejor manera de arte me la había enseñado aquel puente inexistente de Praga: el silencio y el olvido.

7 comentarios:

  1. Arni "el Amargo"4/6/09, 12:15

    El final es una deliciosa media verónica...un remate de capote plegaito con tela de sabor.

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  2. Estimada Elena. He leído su relato con atención. ¿Se trata de un narrador en primera persona deficiente? No me lo parece. Y... ¿cómo es eso que alguien escribe las razones por las que no escribe? Sin sentido.
    Atentamente suyo el Zorro.

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  3. Anónimo5/6/09, 4:15

    Gracias por un cumplido tan torero. Los relatos también tienen sus pitones, no te creas.
    Estimado Zorro. No he cumplido quizás a rajatabla el precepto de "narrador deficiente", pero he intentado seguir una línea lo más externa posible, sin profundizar en los sentimientos, etc. Pero la narración de acciones también incluye alguna descripción o un recuerdo. Me parecería un poco forzado prescindir de cierta ambientación. En los relatos nada se da en estado puro, sería quizá demasiado forzado. Yo no soy demasiado heterodoxa, la verdad. El propio Carver introduce alguna nota no estrictamente exterior. No es un guión de cine. E incluso los guiones cinematográficos desarrollan otros aspectos más "subjetivos". En cuanto a la voluntad de no volver a escribir, creo que el relato se justifica como mero recuerdo o apunte personal sobre el que el personaje reflexiona.
    Atentamente, Elena.

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  4. Anónimo5/6/09, 4:41

    Perdón, quería decir ortodoxa, obviamente. Las prisas

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  5. Gracias por molestarse en responder a mis palabras. Tengo la impresión de que usted no vive lo que escribe, no lo siente y no lo sufre. Al menos como lo hizo en el primer o segundo relato suyo que leí y que me gustó mucho.
    No me transmite. Pero eso sólo es opinión personal.
    Atentamente. EL Zorro.

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  6. Lo más difícil para un escritor, según mi opinión, es lograr un estilo personal. Puede pasar media vida para conseguir decir las cosas de manera que a la vez que fluyen de nuestra cabeza se plasmen con claridad e impresionen la mente del lector. Lo demás es trabajo, mucho trabajo, cosa también difícil.
    Los ejercicios de técnica son un coñazo y obligan a escribir de manera que no nos gusta o que no nos apetece. Pero el lenguaje y el estilo pueden ser una firma personal. Busca tu manera de expresarte, suelta el brazo.

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  7. No conozco de técnicas de escritura. Pero me encanto el relato. De principio a fin me tuvo a la expectativa. Lo disfrute mucho, al igual que su primer relato.
    ¿En dónde puedo encontrar más relatos de usted?

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